lunes, 5 de octubre de 2015

Búsquedas

No, no es acá. Estoy segura. Me cago en Dios, dijo. Y apretó los dientes. ¿Es más atrás? ¿O más adelante? Toc, toc. Era el desconcierto tocando la puerta.

Pidió ropa prestada por quinta vez. Sentía ansiedad. Le transpiraban las manos y el cuerpo. Esperaba, esta vez, tener suerte. Pero como a la suerte hay que ayudarla se levantó muy temprano, se puso gel en el pelo y preparó un speech. Desayunó café con leche y se miró largamente al espejo y ensayó los gestos y las palabras. Una y otra vez (porque tenía como tres horas). También tocó la estampita hasta (casi) gastarla.

Se cambió de ropa varias veces. Creo que ocho en total. Había música de fondo. Parecía una escena de película pero no era (en su casa no había ningún sombrero). Se miró de arriba abajo, de un costado y del otro. Metió panza un rato y después se relajó (en medio jugó a ser un poco odalisca). Sacó culo pero le dolía la cintura (mejor dejarlo para después, se dijo). Enderezó la espalda, en un gesto que tiraba los hombros para atrás. Supervisó que no hubiera bigotes a la vista (no había). A la par, no paraban de caerle sonidos de chapitas que indicaban múltiples conversaciones (solo algunas tenían algo de sentido). Y así pasó, entre vestidos, pantalones, polleras y mensajes como unas tres horas.

Deambulaba por el lugar como queriendo sorprenderse. Entonces miraba distinto. Agarró una calle vieja, que estaba tan llena de tan vacía (y algo de eso le sonaba conocido). La calle se veía de principio a fin. Sintió que debía ir despacio, como saboreando cada milímetro de su andar. Le costaba muchísimo (no podría decir de sí mismo que la paciencia fuera una de sus cualidades). Lo intentó igual. Y pudo. Tardó casi tres horas en recorrerla toda (suponiendo que fuera eso lo que estaba haciendo).   

Abrió un cajón y revolvió todo pero nada. Abrió otro y otro y otro. Y nada. Se detuvo un momento a pensar pero no pudo (el impulso requisador la sobrepasaba). Encontró miles de cosas que no buscaba, que ahora no buscaba ni necesitaba y por momentos se detenía a verlas y se decía a sí misma que ahora sí podría recordar donde se hallaban (pero lo más probable fuera que no porque la intensidad de algunos presentes no quedan necesariamente guardados). Hacía como tres horas que había abierto el primer cajón.   

Unodostrescuatrocincoseissieteochonuevediezoncedocetrececatorcequincedieciseisdiecisietedieciochodiecinueveveinte. Se dio vuelta con una emoción que lo sobrepasaba y los ojos muy abiertos. Los pasos eran sigilosos, la respiración algo agitada. Miró atrás de la puerta. Nada. Debajo de la mesa. Nada. Detrás de las plantas y de las cortinas. Nada tampoco. Miraba para atrás también. Volvía la vista al lugar que había dejado. La casa era muy grande y varios los jugadores. Le faltaban tres horas para irse. Tenía que aprovechar el tiempo al máximo (y lo sabía).

Mmmmmmmmno. Acá tampoco. Segurísima. Me cago en Alá, dijo. Y apretó los puños. ¿Es más adentro? ¿O más afuera? Tic, tac. Era el reloj roto sonando.

Salió una hora y media antes como para llegar con tiempo. Demasiado tiempo antes llegó pero era el primero de la cola, que a cada momento se iba haciendo más larga. Escuchaba la música que tenía guardada en el celular y por momentos cambiaba a la radio porque no se decidía (o porque estaba ansioso y esa era la forma en que el tiempo pasaba más rápido). En su mente, repetía el speech que había preparado. Y miraba a los que iban llegando y se imaginaba cosas. Miraba especialmente dos cosas: los zapatos y los ojos. Había de todo. En los ojos encontró miedo, desesperanza, confianza (a esos era a los que le tenía más miedo), resignación, expectativa y preocupación. En los zapatos, encontró pocos colores (más variedad en los de las mujeres que en los de los varones). 

Más divina no podía estar. Era fuerte y linda (aunque no se lo creyera, era muy linda). Pisó con un pie firme las baldosas de la calle y salió. La rodeaba un chal que la hacía (aún) más interesante. Y la luz de la luna la iluminaba. Fue hasta la esquina y esperó un rato. Levantó el brazo bajito y el taxi paró. Le dio al taxista la instrucción mientras el sonido de las chapitas sonaba y sonaba. Algunos de los mensajes que llegaban la hacían reír (otros, decidía ignorarlos). Cuando su vista no estaba en la pantalla, miraba para afuera (o hacía como que o parecía qué). Iba llegando. Luces, gente, mucha gente en las calles previas al destino retrasaban su llegada. Pero llegó.

Los pasos eran cortitos y lentos. Pero no era por eso que se demoraba sino porque miraba cada detalle de abajo hacia arriba, de derecha a izquierda. En medio iba encontrando algo, algo que no estaba ahí (o sí). La primera casa era “normal”, no había vestigios de nada en particular. La pintura pasaba de blanco a grisáceo y las ventanas estaban cerradas. Tampoco había plantas. No quisiera vivir ahí (aunque si viviera ahí, esa no sería su casa). La misma sensación tuvo con las seis, siete, ocho casas siguientes aunque los colores de las paredes fueran otros (algunas de granito, otras de azulejos que miraba con espanto, otras sufrían sobredosis de rejas o de mal gusto). Solo una le sacó una sonrisa. En esa entonces, se detuvo.

En ese revoltijo de cosas, algunas habían quedado afuera. Era probable que ahora pudiera ver menos que antes. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de vino tinto. Se sentó un rato y miró por la ventana. Por la ventana se veía el departamento de enfrente. Se quedó pensando durante un momento en sus vecinos y en lo poco que los conocía. Es más, no sabía ni cómo se llamaban (y ellos tampoco pero era porque ninguno lo necesitaba realmente). Se tomó una pausa para renovar la tarea. Como sabía que iba a ser larga, puso música, una que la pusiera en otra sintonía emocional, una que la ayudara a tener la paciencia necesaria para terminar su misión. Encontró esta y la dejó sonando. Y agarró el vaso y encaró para el living comedor. 

Entró a una de las habitaciones. Atrás de las puertas y debajo de las camas era un lugar seguro. Lo sabía (como todo jugador experimentado). Alcanzó a ver un piecito y entonces se agachó. Y ahí mismo salió corriendo y el otro participante corrió también. Ese trayecto parecía más largo ahora que cuando lo hizo de ida (aunque la velocidad del tránsito fuera muy superior). Llegó antes. Pero faltaba encontrar a varios y el último tenía el poder especial de librarlos a todos y obligarlo a contar de nuevo, repitiendo la escena. Buscar era un riesgo. Decidirse por una habitación o por otra, era un riesgo. Y ahora había un aliado que estaba afuera y podía ayudar a los demás. La vista y la audición multiplicaron su poder (si hubiera sido un animal con antenas, las tendría paradas).

Pará, pará ahí. Me parece que es acá. ¿Es más acá? ¿O más allá? Me cago en todos los Santos Evangelios y sus Vírgenes del orto, dijo. Y apretó los ojos. Del frío frío al tibio.

Se retrasaron un poco pero diez minutos después de la hora lo hicieron pasar. Le entregaron un formulario para que llenara pero había un problema: no tenía birome. Se rascó la cabeza con bronca porque no entendía cómo era que se le hubiera pasado. Metió la mano en el bolsillo y volvió a frotar la estampita (por si acaso). Miró a la mujer del escritorio y le pidió con mucha amabilidad si por favor podía facilitarle una birome. La mujer resopló un instante, le dio una y le dijo: cuando la termines de usar devolvela. Sí, claro, cómo no – contestó él – con la firmeza de palabra que solo cabe a los pelos que van engominados. Se enfrentó al formulario otra vez y puso sus datos hasta el momento en que le entraba el pánico porque no sabía si decir o no la verdad. Al fin de cuentas había armado el speech y esta cosa tan impersonal no le permitía destacarse. Llegó al final. Tenía que poner un número. Miró a todos a su alrededor y especuló y fue recién entonces que pudo escribirlo.

Los de la entrada ya la conocían. Se sonrieron mutuamente y le dijeron que pasara. Así nomás. Y pasó (le venía muy bien no pagar la entrada). El sonido de afuera se sintonizaba con el de adentro y las luces parpadeaban incesantes, con un ritmo constante. Y ahí fue que empezó a usar sus ojos. Verdaderamente. Sabía que el trayecto hacia sus amigas era mucho más que eso. Entonces cada paso se volvía firme. Porque miraba. Miraba las miradas. Hasta ver, hasta encontrar.

Era una casa vieja, bastante vieja. Las paredes estaban gastadas y todas las casas de alrededor habían sido construidas después que esa. Y eso se notaba. El mundo se edificó alrededor de esa casa (muchos mundos comenzaron en esa casa). Era una de esas casas de principios de siglo, probablemente construida por los parientes al modo de las demás casas de la época, cuando había espacio entre casas y las carretas todavía pasaban por la calle (cada tanto algún que otro auto de un potentado). Era una casa larga, con una galería de costado que tenía un techo como los del viejo ferrocarril. Muchas puertas. Una al lado de la otra mirando hacia la galería, que llevaba al patio. Tenía muchas macetas, varias de ellas muy viejas y las plantas parecían descuidadas. La galería tenía algunos colgantes, de esos que espantan los “malos espíritus” o que “atrapan los sueños” (pero como no era un experto en el tema las dos opciones eran posibles).   

El living comedor era un caos. Y ahora se proponía no solamente volver a buscar con una paciencia inusitada si no también ordenar el quilombo que había dejado. Empezó por los estantes del mueble y agarró uno a uno los libros y los cuadernos. Y visitó una a una las páginas. Vio dibujos, notas de diario recortadas y pegadas, hojas secas entremezcladas, señaladores de papel, de madera, de metal, pliegues en los bordes, subrayados y anotaciones en los márgenes. Y leyó cada cosa que se fue encontrando (a algunas les dedicó más tiempo que a otras). También tocó algunos de los objetos que daban color, luz e identidad al espacio. A dos de ellos los tuvo por un rato en sus manos, recordando el origen y la circunstancia bajo la cual habían llegado a estar donde  estaban. Y le gustó viajar hasta allá.

Había un doble silencio (el suyo y el del que había sido descubierto). Caminó por el pasillo y relojeó panorámicamente. Y mientras lo hacía, entrecerraba los ojos. Entró a una de las habitaciones y al segundo escuchó unos pasos, que empezaban sigilosos y terminaban con un frustrante estruendo y un grito: ¡Pica! Llegó a verlo de espaldas y sentía mucha bronca pero tenía que seguir. 1 a 1, repetía en su mente (aunque sabía que lo que más importaba era el final).  Volvió a una de las habitaciones y vio, ahora, un dedo imprudente. Se asomó para conocer a su propietario y corrió rápido hasta la pared. 2 a 1. Otra vez, desde el principio, inició el camino. Sintió ruidos en el baño (las cortinas de los baños siempre hacían ruidos) y corrió hasta el baño y otra vez a la pared. Ya iba 3 a 1. Así pasó un rato en el que perdió y ganó. La adrenalina lo atravesaba por completo. Faltaba el último.

No apretó nada. Tampoco puteó a los dioses porque supo que en el fondo no importaban nada. Toc, toc, tic, tac. Era el tiempo tocando la puerta. Su tiempo. Ni más acá ni más allá, ni más adentro ni más afuera, ni más atrás ni más adelante. Exacto. A tiempo estaba el tiempo, tocando.

Entregó el formulario lleno y no fue el primero. La mujer lo miró y le dijo “gracias, te vamos a llamar por sí o por no”. Salió a la calle y había sol, un sol que iba subiendo porque se acercaba el mediodía. Notó que había dejado de transpirar pero que, sin embargo, una sensación seguía en su cuerpo. Fue entonces cuando se acordó de la estampita (que estaba gastada y firme en un bolsillo interior del saco prestado). Y entonces tomó una decisión (una que pudiera). Con una mano se despeinó el pelo y fue mirándose en cada una de las vidrieras que se cruzó. Y después, se tomó un helado. Pidió un cucurucho de chocolate y dulce de leche, como cuando era chico y no tenía que hacer colas ni frustrarse tanto. Sentado en la heladería, agarró la estampita, la miró y la dejó ahí, esperando (como él y como tantos otros que andan dando vueltas por este mundo). Y caminó por la calle, de vuelta a su casa tarareando esta canción.        

Se encontró con sus amigas. Se abrazaron y se halagaron mutuamente. Fueron a la barra y pidieron algo para tomar y volvieron para la pista. Estaba bastante lleno y de paso hacia un lugar (que no todavía no sabían cual era) se chocaron con tantísimos cuerpos (tiesos, húmedos, vibrantes, acosadores) que se les hacía difícil reconocer el propio. Ella miraba. La encaró uno con una sonrisa vacilante y le dijo algo al oído. Ella siguió caminando (las chapitas seguían sonando pero no las escuchaba). Otro la agarró de un brazo y le dijo una frase que incluía “mi amor”. Lo miró a los ojos y supo que estaban vacíos. Siguió su paso. Entre medio sonó una de sus canciones preferidas y se detuvo a bailarla.  Y cerró los ojos concentrándose en la melodía que la llevaba hacia otro planeta. Levantó los brazos, se sonrió y cantó la canción a los gritos junto a sus amigas.  En diagonal, unos ojos llenos miraban la escena. Y más tarde, tal vez, se sonreirían con los de ella.

Mantuvo la sonrisa en su cara por un rato (esa casa lo había catapultado a un pasado particular). Prosiguió con el recorrido. Estaba atardeciendo y el espacio se iba pintando con tonos naranjas y rojos. Sin dudas era la mejor luz del día. Vio un brote nacer de una pared. Le gustó ver el borde de la vereda iluminado (que imaginó como un banco esporádico donde tomar una cerveza un día de verano), la ventana abierta por la que se divisaba una televisión prendida, retratos con fotos familiares, frascos de pastillas y un sillón cubierto por una manta de colores. Se detuvo al ver una pelota abandonada en medio de un patio que tenía un piso de baldosas negras y blancas (hubiera querido poder entrar y patearla un rato contra los muros de la casa). Llegando hacia el final de la calle, vinieron los olores a churrasco, sopas, milanesas y guisos (las ensaladas no pueden olerse), vinieron los ruidos del encuentro nocturno, del prepararse para el mañana. Las luces rojizas fueron dejándole paso al cielo negroazulado pintado de estrellas, con esa posibilidad que da la luna cuando está ausente. Respiró y volvió a su casa sabiendo que había encontrado muchas cosas que, sin embargo, ni remotamente había buscado.

Después del living fue a la habitación y arrancó por los estantes. En este caso sentía que una mirada rasante era suficiente (no creía haber guardado eso ahí). Siguió por las cajas. Encontró varios pedazos de su pasado, muchos de los cuales permanecían olvidados y detenidos. En esa búsqueda estaba cuando escuchó la llave en la puerta (y después la puerta cerrarse, y después el ruido del llavero que se apoyaba en la mesa de vidrio). Cerró las cajas, respiró hondo y se abocó a los cajones de la cajonera grande. Empezó de abajo hacia arriba (no sabe bien por qué pero así lo hizo). Hasta que de pronto lo vio y empezó el descenso. Él se asomó a la puerta y la miró. Lo encontré, dijo ella que se había quedado en el piso, sentada, con ese algo en la mano. Él se agachó y se sentó junto a ella. La abrazó y le dio un beso largo en la frente. Entonces, se largó a llorar entre sus brazos.


Ese momento es el más cruel y emocionante. Se juega el todo por el todo. Es una lucha de uno contra todos. Una banda espera al libertador y para eso utiliza tretas para tratar de despistar al enemigo. Le hablan, le dicen cosas, lo cargan, le tiran pistas falsas. Pero él trata de mantener una actitud estoica y vigilante. Se acercó a la cocina (era el único lugar que no había revisado). Puso un pie, después el otro, miró para ambos lados y cuando se iba acercando a la mesada, escuchó el ruido desde atrás. Se dio vuelta y empezó a correr y veía al otro correr también. La banda gritaba ¡Daleeee, daleeee! (pero ese grito de aliento no era para él). El primero en ser descubierto estaba especialmente interesado en que uno de ellos triunfara. El que iba detrás alcanzó al otro y todo se transformó en una lucha cuerpo a cuerpo con iguales velocidades. Transpiraban. Jadeaban. Apretaban los dientes. Corrían con las piernas y con los brazos. Se chocaban contra las paredes del pasillo. Esquivaban muebles. Hasta que llegaron. Pero solo una de esas manos llegó primero, reiniciando la búsqueda.  

domingo, 23 de agosto de 2015

Homenaje


“Cuando me enteré, casi no pude decir palabra sobre su muerte, señor Pastoriza. No sé muy bien por qué. Aunque supongo que siempre me ocurre eso con las cosas que me lastiman. No puedo nombrarlas mientras me duelen, o mientras me duelen mucho, o mientras son un dolor nuevo y desconocido, un dolor que busca su sitio en el cementerio de tristezas que todos tenemos en algún lugar del alma.
Pero al mismo tiempo supe, desde el momento mismo que me enteré, temprano en la mañana, mientras escuchaba la radio al afeitarme, que iba a tener que escribirle estas líneas, u otras como éstas, señor. Eso también es algo que me ocurre con las cosas que me duelen. Se me traban en la lengua pero se me destraban en palabras, cuando las escribo. Aunque con la muerte nunca sea sencillo. Siempre es más difícil con la muerte, señor Pastoriza”.
E. Sacheri




La muerte es parte de la vida. Es su final, su límite, su destino inevitable.

Y duele.

Duele la impotencia de un futuro truncado.

Duele la ausencia actual y la por venir.

Siento bronca y me dan ganas de gritar “La concha de su madre”. Puteada políticamente incorrecta pero tan tan irremplazable que me veo obligada a usarla igual (nunca una “n” estuvo tan bien puesta en una palabra y eso, claro, lo entenderías).

No termino de aceptarlo de verdad. Lo siento absurdo.

El dolor y la tristeza no me dejan encontrar las palabras (a veces simplemente no las hay) y no me gusta no poder y tampoco me gustan los límites que inmovilizan y es entonces que veo (me doy cuenta en realidad) que su tamaño es inversamente proporcional a la alegría y la felicidad vivida, esa que queda incrustada en el cuerpo y en el alma.

Te lloro viejo pero también me sonrío con vos y voy a hacerlo cada vez que te recuerde.

Voy a sonreír cada vez que escuche nombrar a algún “Paco”, que vea un dibujo del viejo Breccia, que mire las Fierro en la biblioteca y el índice obse que armaste, que lea un cuento de Bradbury o a alguien “se le ocurra” halagar a Tolkien.

Voy a sonreír cada vez que escuche una armónica sonar o algún disco de Pappo o de la Mississippi o de B.B. King o de Zeppelin o de los Stones o a un negro cantando en patas y con una guitarra hecha mierda después de trabajar en un algodonal, algún blues de verdad.

Voy a sonreír cuando coma unas alitas de pollo picantes o amase pan o fría una milanesa (porque al horno serán muy sanas pero sabemos con certeza que no le llegan a los talones a las de “verdad”) o ahueque papas para llenarlas con roquefort y meterlas al horno. Voy a reír cuando Jaz vuelva a pedir un omelette de salame y queso o se emocione con una empanada cuyo relleno incluye, fundamentalmente, cantimpalo. Voy a sonreír todas las veces que vea jamón crudo.

Voy a reír cada vez que recuerde los abrazos que me diste, las veces que me dijiste ¡Grande Juli, ese es mi pollo! o ¡Está buenísimo, Juli! después de escuchar algo que te leía.

Voy a sonreír cada vez que sienta olor a madera, a aserrín y recuerde los distintos talleres en los que jugamos y vea los muebles que aún tengo e hiciste con tus manos.

Voy a reír cuando se me venga la imagen de la sonrisa de tus ojos (ese gesto tan tuyo y tan lindo), tu movimiento de piernas al bailar o al tratar de recuperarte, tu tozudez, tus obsesiones, tu letra prolija.

Voy a sonreír cuando te recordemos con Jaz y Manu.



Voy a sonreír cuando vuelva a escuchar a Flor leyendo en voz alta o cuando cuente los fideos ricos que le cocinabas o cuando Mulder busque una pelotita. Cuando Gra presente su tesis y te la dedique.

Voy a reír cuando me acuerde de tu risa, de las carcajadas que estallaban cuando se juntaban con el tío Manolo. Esas carcajadas que incluían a su vez tantos secretos, tantos caminos recorridos juntos que no eran más que la evidencia de una amistad tan profunda y cómplice. El Tío Mila también me va a ayudar con eso.



Voy a reír cuando me cruce con alguien y me cuente algo sobre vos que no sabía.

Hubo un día que elegí para despedirme aunque ese día no fue el último en que te vi. Y te dije pocas palabras que significaban mucho. Te dije: Me alegra que seas mi papá. Era lo más importante que tenía para decirte.

No fuiste un papá de los que se podrían categorizarse bajo el rubro “convencional”. Entonces van algunos de los motivos, expuestos así como si fueran fotitos u objetos que se llevan a un altar que se puede visitar cuando la tristeza llega y no deja que me mueva.

Te quiero todo lo que se pueda querer. Ahora sé, entiendo un poco más sobre el amor. Así que gracias también por eso.

Vas a estar siempre conmigo porque sos una parte de mí, que se va y que se queda en todas las cosas que compartimos, que me enseñaste, que vivimos. Una vida que es de todos los colores, con matices, imperfecta y por eso, verdadera.


En este día y cada día celebro tu vida, viejo, por lo que hiciste con ella. Y para eso comparto estos pedacitos de “cosas” que encontré por ahí aunque debo decir que faltan muchísimos más.

El Túnel

 





El Culebrón

Filo y una anécdota oculta en la itinerancia por la estación de Villa Ballester



Recital Cátulo Castillo y el Profesor Bertold que no aparece ¿Dónde estaba? Habrá que esperar hasta el minuto 19 para saberlo.



Recital en el CC Ricardo Rojas y una poesía profunda para el Carnaval ahí por el minuto 4



Las letras de Berago Blues Experience (no encuentro la música…)

“Es curiosa la memoria,
Un pantano de momentos
Que disuelve las historias
Y las pule a voluntad
Una mezcla transitoria
De mentiras y verdad”.

De “Una estación de amor”

Las noticias como una forma de enterarnos lo que ocurre en el mundo

Mi preferido: Hay lugar






Blusito de Norber


Por último, este tema y este abrazo, que siempre van a ser tuyos.




viernes, 7 de agosto de 2015

Sin puchos (final)

Por qué. Por qué puso primera si tenía que dar marcha atrás, y así, tal como era previsible, el auto en vez de comenzar su proceso de salida hacia el mundo comenzó a adelantar su sentido casi golpeando con la pared que funcionaba como límite de ese espacio. Un rápido reflejo de pedales, un colocar un pie justo en el freno antes de la colisión, un leve sonrojo. Por qué cumplía mal su papel, por qué no era siquiera capaz de sacar bien el auto, incluso en condiciones como esta en la que parecía estar en juego más que su temor, más que su supuesto trauma no superado (que era siempre la ausencia de él), por qué no era capaz de hacer, simplemente, lo que las mujeres le pedían que haga. Su mente reveló una foto como de polaroid antigua. Ella abrazada a él, en ese mismo coche, con la ventanilla baja, un cigarrillo y unos anteojos negros, una sonrisa, dos, eso tan parecido a la felicidad. Era todo tan distinto antes, era todo tan ayer, tan difuso y tan vivido, que de no haber sido por un movimiento de impaciencia de una de las acompañantes hubiera creído, hubiera podido creer que esa imagen era también su presente. ¿Qué era su presente, después de todo, más que un redibujar esas escenas, esperarlo, soñarlo, dibujarlo en un café con leche, en una medialuna, en un humo). Colocó marcha atrás, sí. Sus dedos colocaron la palanca en punto muerto, giraron a la derecha, arriba, abajo, parecía haber entrado bien. Lo comprobó cuando comenzó, lentamente, a sacar el pie del acelerador y el auto, en breves espasmos epilépticos, ronroneó un movimiento hacia atrás. Ahora venía lo peor.

Por qué. Por qué obedecía, por qué decidía, una vez más, hacer lo que esas voces transformadas en mujeres feroces (por lo patéticas, por el maquillaje mal pintado, por su falta de gusto al vestir) le pedían que hiciera. Siempre había sido igual, de esas que se guardaban las cosas. No había llorado ni gritado. No ahora, antes, en esa otra escena primordial que también, vaya a saber por qué, le volvía ahora (como siempre, pero ahora). Se vio agarrándole las manos (ya no importaba si había sido él, si había sido ella, lo que importaba eran las manos juntas, era la despedida), se vio acomodándose el pelo para parecer más linda (el pelo sobre su frente no la favorecía, lo sabía, no concordaba tampoco con el momento en sí que le tocaba estar viviendo, ella debía tener el pelo para atrás, ella debía tener limpia la mirada, ella debía no bajar los ojos, debía mirar a los de él, esperando una complicidad, un hueco, una fisura, que no habría de llegar, pero ella no sabía). El auto siguió corriendo marcha atrás, muy lentamente. No llegaba a preocuparse de lo que estaba haciendo, sus ojos no estaban ahí después de todo. Se veía, una vez más, viendo cómo él se levantaba, se dirigía a la puerta, la miraba (creía ella porque no sería así, finalmente) por última vez. El auto, entonces, chocó contra una de las paredes laterales. No un golpe de esos que dejan hendiduras, sino un raspón, una marca de esas que le iban a mostrar de aquí en más su inexperiencia, que la señalarían. Otra marca. Giró el volante, también, como si fuera autómata, a la derecha, bruscamente, siguió levantando el pie del acelerador, el auto se movía ahora en una diagonal, que iría a impactar contra la otra pared, contra un nuevo raspón.

Por qué. Por qué carajo se sometía a esa humillación. Por qué carajo había salido en esa noche, en ese mundo, y ahora se encontraba ahí, arriba de un auto que no sabía manejar (no sabía sacar de la cochera, pero vale la exageración). Las mujeres en cambio parecían divertirse en su brusquedad, en su torpeza. Diálogos sordos le llegaban del asiento de atrás, humo (una de ellas estaba fumando), risas, murmullos. La mujer de adelante, en cambio, se mantenía impasible, con cara de nada. A la espera. Por qué esa humillación, volvía a repetirse. También ella se había sentido humillada en la misma escena primordial, también ella había sentido esas palabras (las de él), como un ultraje, como una violación, como una mancha de barro en la remera, como un pedazo de comida que se cae en la ropa recién puesta. Pero se había levantado, no se había quedado inmóvil mientras él se dirigía a la puerta, se había levantado, se había acercado a él.

Por qué. Por qué. Por qué. Sus preguntas, siempre sus preguntas. Ahora redobladas. Su cabeza entró en una especie de letargo. Ya había sacado los pies del embriague. Ya había soltado la palanca, como resignándose al no poder. Por qué. Por qué. Se encontraba sentada. Casi invisible, en ese asiento que la devoraba poco a poco. El silencio (suyo, interno) por fin y por esa vez le había ganado. Se sintió feliz. Por qué, por qué, por qué. Pero ahora no era ella. Eran esas mujeres. Le recriminaban, le reprochaban, la interpelaban, no por el auto, no porque no pudiera manejarlo, no por esa noche ni esas circunstancias. Era un por qué de un pasado remoto, cercano, era una culpa existencial, era otra vez la escena primordial. Por qué, por qué, por qué. Por qué carajo lo hiciste, mierda. ¿Hice qué? No importa. Vos sabés. Y eso basta. Vos sabés. Vos sabés. La mujer de adelante salió del auto. Y las otras la siguieron. ¿Tenía que seguirlas? ¿Qué tenía que hacer ahora?

Necesitaba instrucciones, reglas, certezas ajenas que le indicaran con precisión suiza como vivir y para qué hacerlo. Otra vez la abandonaban. Ahora, estas mujeres, antes él, antes ellos, antes que nada, ella misma. Por qué, por qué, por qué, seguía preguntándose y no arribaba a respuesta alguna. ¿Qué es eso que había hecho? ¿Qué es lo que tenía que saber? Ahora, por lo pronto, la decisión se repartía entre seguir a las mujeres o mantenerse ahí en el auto (ese auto tan poco suyo). Decidió quedarse y vio a las mujeres de a poco alejarse por la calle y doblar la esquina. ¿Por qué se iban? ¿Qué era lo que querían? ¿Qué es lo que tenía que saber que ellas sabían?

Se quedó sola en el auto, con las ventanillas semi-abiertas que delataban el abrupto abandono, un resabio de olor a humo y la sensación en el cuerpo de que podría haber muerto esa noche. Pero no, no murió ni moriría (no al menos realmente). Tampoco saldría en los diarios ni su vida cambiaría hacia el orden de lo extraordinario (o sí, no es posible asegurarlo todavía).

Afuera la brisa se hizo más intensa y veía las hojas en las copas de los árboles, bailar. Y también las escuchaba. Las veía y las escuchaba. Y las veía danzantes, acompasadas, colectivas, crujientes, firmes y frágiles, con segura fecha de vencimiento. Pero todavía no era el momento de caer, porque era verano y en verano las hojas no se caen.

Lo que sí cayó fue en cambio una gota y después otra pero advirtió de pronto que no eran de afuera sino suyas, propias. Lloró primero como para llenar un vaso y después le alcanzó como para llenar una palangana y una calle y una cuadra y un barrio y un océano, podría decirse que hasta cubrir el mundo entero. Y eso es porque lloró con los ojos pero también con la boca, con la cara, con las manos, con sus rulos negros, con los brazos, con la cadera, con los dedos de los pies, con la espalda, con todo su cuerpo. Lloró fuerte, a grito pelado, pero también lloró bajito, con melancolía, con nostalgia, lloró con espasmos que la dejaban sin aire, lloró con muecas, con risas. Lloró por las noches en las que la oscuridad le dio miedo y nadie acudió, por todas las veces que quiso decir algo y no pudo, por todas las cosas que nunca se preguntó, por las cosas que no hizo, por las que sí, por las que dijo, por las decisiones que tomó, por haber descansado en una foto (que era esa imagen de la felicidad detenida), por el agua que corría en el baño y ya no escuchaba, por el abrazo ausente, por lo que dijo esa última vez cuando tocó su espalda, por haber amado tanto.   

Las lágrimas pararon cuando por fin se vio, en el auto, afuera de la cochera, cuando se dio cuenta que el auto estaba ahí porque ella lo había sacado aunque la hubiera impulsado el miedo o el instinto de supervivencia.  Es que mañana ya era hoy y hoy – se dijo - todo iba a ser distinto.

Es que mañana ya es hoy, mañana, hoy, mañana, hoy, palabras que se dicen y no significan nada,  porque la nada al final de todo es siempre una imagen en la pared de los ausentes. Las paredes son blancas, las paredes son rojas, guardan sus pequeños secretos. Mañana. Ya es mañana. Me río. Tiemblo, quizás el llanto. Sí. Por qué no lloré ese día. Por qué no lloré. Porque si lloraba, quizás, mis manos dejarían de abrazar al vacío de ese cuerpo, dejarían de abrazar la figura del aire que se mueve en una cortina que se cierra, se abre, se vuela, se vuelve. Porque todo me vuelve. Todo. Siempre. A mí. Relámpagos de frases. ¿Es que te acordás que me ibas a amar para toda la vida? Sí, me cerrabas los ojos. No a mí, no cerrabas mis ojos, cerrabas los tuyos mientras me lo decías, y los sonidos se quedaban bailando por ahí, eran la magia, eran la música que necesito, aún, porque siempre es aún, por qué siempre es aún, antes de irme a dormir. Hoy ya es mañana. Y las palabras se me quedaban por el aire para llenarme, ahora, de silencios. Me llamaban. Me venían como una imposibilidad, como una súplica, como un pedido de perdón. Por qué escuché, por qué no me callé, cerré los dientes y las manos, por qué no grité, no aullé, no me rompí la carne, los ojos, si ahora es todo así, si ahora me quedo así, con el sabor a sangre de mi boca que chilla sin sonidos. Las mujeres se fueron, también ellas. Como una imagen más, que se cae. Por qué no te lloré ese día, con un dolor de adentro, desgarrando mis tripas, mis flaquezas, mis ganas de ir al baño. Me decías que te ibas, que no ibas a volver, que a lo mejor, que un tiempo, que después, entonces te miré, con esa mirada tan hermosamente dulce que tenías, con ese cuello tan hermosamente largo que tenías, y me callé, para llenarme, una vez más, de palabras que no iba a decir nunca, que no iba a gritar nunca. Las nenas buenas no gritan ni hacen berrinches nunca, me decía mi mamá. Entonces, no importaban las sombras como monstruos porque yo era una buena nena. Y me dijiste que te ibas. Y yo me fui hasta el baño porque de pronto tenía muchas ganas de hacer pis, de esas que si no hacés te pensás que estallás, que te vas a hacer encima, y te quedaste ahí, esperando no sé qué, como si no fuera ya suficiente. Y yo salí agitada, porque el corazón me latía fuerte, como un tanque de agua que se llena, y me dijiste que iba a ser feliz sin vos, que iba a poder, que todo iba a pasar, que me quedara tranquila. Sí, me dijiste todo eso. Las nenas buenas no gritan, no hacen puchero, no se sacan los mocos, no se tocan las partes íntimas, no andan descalzas por la casa, no le abren las puertas a desconocidos. Que me quedara tranquila. Sí. Yo tenía que hacer caso, porque eso me enseñó mamá. Pero me porté mal, porque mientras estabas ahí parado tuve malos pensamientos. No, no de esos de que mi vida iba a ser una mierda, ni de la soledad me iba a quemar la garganta como la sed a los enfermos que no pueden tomar agua (tengo tanta sed, tengo tanta sed. Siempre tuve sed. Siempre). Tuve pensamientos feos. Qué mal, qué mal, qué mal. Y te me fuiste, No, antes me abrazaste, y después te fuiste, sí, saliste, sí, y me dejaste acá, sola y acá, con la casa tan llena de vos, con los muebles tan tuyos, tan de los dos recordándome a cada paso tu ausencia, tu presencia, algún momento. Y me prendí un cigarrillo, que tenía, y me fumé uno, dos, cinco, ocho hasta el asco, y me empezó a faltar el aire, y abrí la puerta para ver si así podía refrescarme pero no. Porque vos me dijiste que me ibas a amar para toda la vida, ¿no? Y porque una mujer bien se casa para siempre. Otra vez el siempre. Después empezaron a venir. Ellas. No estas, otras, cualquieras, sin nombre, sin voz, sin nada, hasta esta noche. Una sombra, una forma de mujer frente al vidrio. Sí. A acompañarme, porque otra vez estaba sola. Iban, venían, salían, gemían, mordían, lastimaban, peleaban entre sí, se arrancaban los pelos, las uñas. Una tras otra se acercaban, con caras familiares, con caras nunca vistas, con rostros descoloridos, llenos de noche, de sueño. Todavía me cuesta dormirme, sí. Y se iban. Y yo no decía nada. Después se iban y me dejaban sola, como ahora. Es que ahora es tan distinto. Ya es mañana. Ya. Entonces miro estas manos que parecen no ser mías, miro estos pies que se mueven y parecen no ser míos, me miro y me alejo de mí misma, esperando en ese viaje encontrar el por qué de la pregunta que me hicieron, que me hago, que me devuelva abruptamente al presente, a entender qué pasó, esta noche, todas las noches, todos los conjuros, los silencios. Y no me encuentro. Me miro y no sé quién carajo soy. Me miro y no soy más que un llanto de recién, no soy más que una ausencia clavada en la pared, un dibujo mal hecho, mal pintado. Mamá guardaba mis dibujos en una cajita de madera. Sí. Cuando murió corrí a encontrarme con ellos y la caja y la abrí y estaban todos ahí, malgastados del tiempo, de silencio, de no haber salido al sol por años, por milenios. Y tampoco me vi. Veía garabatos, manchas, trazos gruesos, trazos finos, que devoraban mi pasado como una gran boca para dejarme sin nada, para comerme los recuerdos. Ser la cáscara. ¿Y si salgo a buscarlas? ¿Y si fuera posible encontrar la respuesta a sus interrogantes, a los míos, a todos los interrogantes del mundo? ¿Y si en esas miradas me mirara a mí misma como un espejo viejo y carcomido que no quiere correrse? Acercarme una vez más a ellas, para la comprobación, para la exactitud, para el sacrificio, para la coronación del ritual. Para ser llave, para ser puerta. Están ahí, ¿y es que se habían ido? Están ahí, esperándome otra vez. Tal vez entonces no se fueron nunca y yo creí que sí, que se habían ido y en realidad estaban como siempre, invitándome a seguirlas, a mirarlas, a contemplarlas en su quietud. Me ven llegar. La más grande me extiende la mano, esa mano que acaricia, esa mano que estremeció mi cuerpo en su contacto. Y una vez más, no sé por qué, pero la sigo. Una vez más, mi mano tras la suya en la búsqueda del sueño, del ser, de la nada, del mundo, del tiempo. Y mientras más me acerco, más me aproximo, los contornos se me vuelven difusos. No los de ellas, no los míos. La imagen primordial comienza a tener poros, comienza a tener arañas recorriendo mi espalda y él se va, una vez más, y yo me quedo, de vuelta, pero ahora con las manos agujereadas de piedras, y el agua que corre, escupiendo retazos de mí sobre el mármol de un inodoro. El agua se fusiona con la imagen, y sí, entonces es todo líquido, el abrazo se licua, mis ojos se licuan, nos tocamos la piel arrugada de inundarse de agua. Y una vez más te vas, en lo líquido, en lo sólido. Te vas. Y se desdibuja todo aún más. Agarro esa mano que me invita como para salvarme del naufragio. La mujer vuelve a mí mostrándome su cara más bestial y una sonrisa enorme con dos labios azules de tan rojos, y ese celeste de sus órbitas tan infinitamente cálido. Me dejo. También hoy, aunque ya sea mañana, me dejo. Y siento, en un temblor, una frenada, un golpe, ese resabio de la felicidad, ese placer de la felicidad sin cuentagotas, sin tratamientos homeopáticos, sin la vergüenza del querer. Es que de pronto la quiero tanto, que me arrastro tras de sí casi sonámbula. Y me escucho reír, me escucho reír. Mucho. Hasta el cielo. Hasta los angelitos de la guarda que no nos desamparan ni de noche ni de día. Hasta creérmelo. Hasta que se haga carne y sangre.

Amanecía. La luz del día inundaba con sus primeros rayos la calle cuando se escuchó un ruido, un fuerte estruendo producido por el golpe seco contra una pared, necesario, definitivo. Un auto roto, una mujer dentro, una inundación, unos ángeles, un resto de amor y el eco de una risa es lo que alcanzaron a ver unos vecinos que venían,  llegando.


Fernando Santana y Juliana Ortiz, jugando al ping pong en el verano de 2015.

martes, 4 de agosto de 2015

Sin puchos (4° entrega)

El aire se puso espeso. Las mismas caras de comprensión, aquellas en las cuales se había reconocido, la miraban ahora con algo de desconfianza, de enojo, de ira y con una gran determinación. Y se miraban entre ellas con complicidad. Entonces volvió a tener miedo, el miedo impotente que se encarna como una nada, ese miedo que se tiene cuando se acepta el devenir con resignación. Lo que no comprendía – todavía - era que ese día huir ya no era posible, no después de haber pronunciado aquella palabra, palabrapuerta, palabrapasaje.

Las mujeres comenzaron a levantarse de la vereda y se aproximaron a ella. Los rulos se le erizaron. Recién estaba cayendo en la cuenta de todo el riesgo que había corrido al estar ahí, y pensaba ¿quién mierda me mandó a salir a mí? Y entonces recordó los sobretodos y los humos de todos los detectives que admiraba y la impulsaron a salir, esos hombres que estaban dispuestos a todo por sus ansias de descubrimiento, de conocimiento, de desciframiento. Y también pensó en ella, en su vida cómoda y cobarde, en su vida sin riesgos, sin saltos. Y se quedó muda y dura (como tantas otras veces, algunas importantes, otras no tanto).

Se notaba que la primera mujer era la líder. Fue ella quien le tomó el brazo y le dijo con mucha seriedad: vamos a caminar. Las cinco mujeres armaron una fila más o menos pareja y caminaron en silencio por esa calle y luego doblaron la esquina y luego, doblaron otra vez. Había una brisa ínfima que alcanzaba a acariciar las hojas de los árboles y las hacía sonar (como el agua, como las hojas en el agua, como el agua que corría cuando él se lavaba los dientes y ella escuchaba desde la cama). Enseguida se dio cuenta de que estaban yendo para su casa. ¿Cómo sabían dónde vivía? ¿Quiénes eran estas mujeres? ¿Las conocía? No. No las conocía. Ya sabemos que no las conocía. Repasaba en su mente pero no, a ninguna conocía, ni de lejos. Se imaginaba el titular de mañana que ya no era el de ella salvando al prójimo y develando verdades, sino más bien una página triste y efímera: la de una nueva víctima a quien probablemente criticarían (¿A quién se le ocurre salir por la noche sola con las cosas que pasan? ¡No ven lo mal que hace fumar! ¡Todo por salir a comprar cigarrillos! Y después venía una campaña anti-tabaco financiada con impuestos de cigarrillos…).

Efectivamente pararon en la puerta de la casa. Ella las miró (como disimulando, con la esperanza de que no supieran pero sabían) y fue entonces cuando la mujer abrió la boca de nuevo y le ordenó: abrí la puerta. Estaba muy nerviosa, no quería morir, no quería morirSE, no justo cuando se había empezado a rebelar sin saberlo, no justo cuando estaba sintiendo de nuevo, no cuando…

Sacó la llave del bolsillo y su mano temblaba y quería decirles que por favor no le hagan nada, que podía darles la plata que tenía guardada en el cajón, el auto y las joyas de la abuela pero que por favor no la lastimaran porque justo, ahora, no quería morir. No pudo hacerlo. Su garganta estaba trabada. Una nuez enorme se había colocado ahí (como ese día, ese día en que no pudo llorar ni decirle). Y mientras abría la puerta, sentía esa presencia en su espalda, la de esas cuatro mujeres ahí, amenazantes mujeres, desconocidas mujeres.

Entraron a la casa y prendió la luz del living. Esperaba instrucciones, parada, temerosa. Y las instrucciones llegaron. La boca de la mujer emitió nuevamente una orden: agarrá las llaves del auto. Ella se desconcertó tanto que no supo qué hacer y además cómo iba a explicarle que no sabía tan bien dónde estaban las llaves del auto y que siempre las perdía y que eso era más cosa de él que de ella y él ahora no estaba y entonces qué hacer y que ella nunca le había dicho quedate ni andate ni nada (como a ellas, ahora). No hizo falta que diera explicaciones porque mientras todos esos pensamientos volaban como aves rapaces por su cabeza, encontró las llaves (porque es increíble lo que puede hacer el instinto de supervivencia). Les mostró el manojo y enfilaron hacia la cochera. También prendió la luz, una horrible luz que ponía todo amarillento y lúgubre, un escenario de muerte perfecta (¿quién se fija en la luz de las cocheras?, pensó y se prometía que si seguía viviendo la cambiaría por una más linda, más acogedora, más luminosa). Abrió la puerta y en dos minutos estaban todas adentro del auto. La mujer del 226 a su lado, le dijo: encendelo y miró por el espejo retrovisor  a una de las mujeres que estaban detrás y le hizo un gesto. Esa mujer (que tenía puesto un pantalón suelto y alpargatas) se bajó del auto y empezó a abrir la puerta de la cochera y una vez que lo hizo, volvió a subirse al auto. 

Vamos, dijo la mujer del 226. Ella estaba aferrada al volante con todas sus fuerzas, las manos le transpiraban y las lágrimas empezaron a caérsele por las mejillas (así casi inconscientes) porque ella sabía que su vida pendía de un hilo y, también sabía que, esa noche, no quería morirse (justo ahora que). Puso el pie en el embriague y sacó una de las manos del volante para poner primera. Y salió con su auto, su obediencia y su instinto de supervivencia.  

viernes, 24 de julio de 2015

Sin puchos (3° entrega)

Me escuchaste, dijo. Me escuchaste. Me dijo. A mí. Como si me conociera, como si el grito hubiera sido para mí, como si yo supiera quién es, y ella quién soy yo. ¿La conozco? ¿La conozco? ¿La conozco? No. No sé quién es. Nunca la vi en mi vida antes. ¿O sí? No. Te estaba esperando, así, como si mi salida hubiera tenido que ver con su llamado, como si yo estuviera respondiendo a un llamado que ella me hizo y yo supiera, yo hubiera querido. Pero no. Yo no quise nada. Te estaba esperando, como él, también él me decía así. Siempre. Cuando llegaba unos minutos más tarde, cuando teníamos que encontrarnos y no llegaba tarde, siempre me decía que me estaba esperando. Entonces yo corría hacia él y lo abrazaba y le besaba la frente, como señal de bienvenida, como si yo también, como si la espera fuera de los dos porque queríamos. Espera es esperanza y todas esas cosas que se dicen. Reafirmarnos la espera, reafirmarnos la esperanza puesta en el otro. Pero en cambio. Acá yo no espero a nadie. Acá alguien que no sé quién es me espera y yo no sé qué decir, no sé qué hacer, no sé qué pensar. Sí. Que es tarde, que deben ser más de las 3 de la mañana, que hace frío, que está oscuro, que esta calle tiene poca iluminación, que tengo ganas de fumar, que no sé por qué estoy acá pero que no me puedo mover. Miro, miro, miro: un auto estacionado, una puerta vieja, un número (226), silencio, una lámpara que destella poca luz. Que tengo miedo. Cuando era chica le tenía miedo a la oscuridad. Y no me podía dormir. Mamá entreabría un poquito la puerta de mi pieza para que la luz del pasillo que dejaban prendida para mí entrara, se asomara y entonces no fuera todo oscuridad. Pero en cambio las sombras se me hacían más grandes, porque si alguien pasaba, si alguien caminaba su sombra se proyectaba como una enorme cosa negra sobre mí, que lejos de tranquilizarme me angustiaba más. Nunca lo dije, pobre mamá. Tenía miedo. Ahora tengo miedo. No sé quién es. No sé por qué me espera. No sé por qué me habla como si yo hubiera respondido a su pedido, como si quisiera estar ahí. Yo solamente pensaba en mí, pensaba en mí, pensaba en mí. Siempre pienso en mí. También él me decía eso. Que siempre pensaba en mí, que estaba tan preocupada pensando en mis problemas, los tuviera o no los tuviera, que no podía ver nada más que eso, como si el mundo fuera un gran ombligo en el que yo me moviera dando círculos y círculos y círculos. Si solo pensara en mí. Si solo. Pero no. Te estaba esperando. ¿Ahora, otra vez, alguien me espera? Y qué se supone que debería decir, simular que yo también la esperaba. Sí. Para tener esa sensación. Para recordar lo que es una mano sobre tu pelo y una mirada. Pero no me mira. Dijo lo que dijo y bajó la cabeza, se quedó en un silencio incómodo porque me obliga a mí a tener que emitir sonido. No puedo hablar. Tengo ganas de gritar. ¿Y si grito? También yo estoy esperando a alguien. También yo espero. Pero me calló. Y me tiemblan las manos, y mi ansiedad crece, crece, crece y es como una piedra atada en los zapatos, pero en la garganta. ¿Y si grito? Tengo ganas de llorar y mis manos tienen frío y ganas de fumar y acá todo está oscuro, todo está callado y no hay nadie más que las dos y qué, qué se hace con el miedo, qué se hace con el frío y esa mirada distante que me dice que me estaba esperando. A mí. Justo a mí que

Una frenada de coche lejana marcó el final. Marcó el comienzo. Cuando abrió los ojos (que nunca cerró, pero es como si), se encontró sentada en esa calle, tomándole las manos. Y sonreía.

Nunca había pensado en cómo se veían las cosas desde esa perspectiva. Ahí sentada en la vereda veía, otras cosas. Veía cómo corría el agua por la alcantarilla (que era poca pero era) y cómo en su fluir (divino y sonoro fluir) arrastraba pedacitos de hojas. ¿A dónde iban? ¿Ellas también habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían? Veía el empedrado apenas iluminado por la luna de la madrugada, un batallón de piedras en serie en el que, sin embargo, cada una de las piezas era una y singular, con su propio espacio, altura y tiempo. ¿De dónde venían? ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Por qué se quedaban? Veía también las ruedas de los autos que otros sí podían sacar y estacionar y se dio cuenta de que nunca se había percatado de cuán distintas podían ser las ruedas de los autos pero que más aún lo eran, las llantas. Altas llantas, pensó, y rió por dentro (un poco por miedo, otro poco por evasión). ¿Qué caminos habían recorrido? ¿A quién esperaban? ¿A dónde irían? Es que esto también formaba parte de las cosas que eran de, habían sido de, y que no podían sino ser con algo de dolor, de tristeza porque eran los resabios de esos pedacitos de mundo deshabitados, hasta ahora, hasta esa noche que empezaba a ser mañana, que ya era un mañana.

Mucho menos hubiera imaginado lo bien que se podía sentir al tomar unas manos que por tan ajenas eran, precisamente, tan cercanas ni que se mirarían tanto tiempo (ojo, tal vez no fuera tanto pero ocurre que a veces hay instantes que parecen perpetuos y, ese, era uno) ni que alguna vez pudiera encontrar a alguien que la hiciera sentirse así  tan llamada, tan buscada, tan esperada, sin ninguna razón aparente. Justo a ella que era la última opción en los equipos de deportes de la escuela, la última a la que llamaban porque – sabían – estaba disponible y –sentían- no era imprescindible. Claro, pensaba, tal vez por eso sea, porque no existen razones, porque esta mujer no me conoce, porque es de noche y no tengo cigarrillos y entonces escuché y vine.

En las noches el silencio es más largo y por eso mismo ya no quería gritar pero sabía, sí, que dentro suyo ese grito todavía esperaba salir. ¿Qué esperaba? ¿La esperaba a ella? ¿A esa mujer? ¿A quién fue tanto y ya no era? En el cordón de la vereda seguían tomadas de las manos y ella no podía evitar mirarse las zapatillas mientras decidía las palabras que iba a pronunciar, esa noche, esa madrugada abstemia. Y la mujer, permanecía ahí, tan presente, tan incomprensiblemente paciente...

El silencio se rompió con unos pasos que venían, venían a salvarla de tener que decir algo, algo de verdad, algo que partiera esa escena de misterio, miedo, excitación y calma, necesidad, necesidad de
Los pasos que venían no eran dos, sino cuatro, luego más bien seis. Las vio venir de distintos lugares, confluyendo, convergiendo ahí, en esa calle, en el cordón de la vereda, al frente de la calle del 226, esa madrugada. La mujer las miró, tal como lo había hecho con ella, y les dijo: era hora, las estaba esperando y con un gesto las invitó a sentarse con ellas. En esos otros rostros, comenzó a verse y por fin rompió el silencio y dijo: hola, disculpen, por casualidad ¿alguna tiene un cigarrillo?

¿Quiénes eran esas cuatro mujeres que estaban junto a ella? ¿Por qué estaban ahí? ¿Las unía el insomnio, la soledad, el miedo a, el miedo de? ¿Por qué esa mujer las esperaba?

¿A dónde iban? ¿Ellas también habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían?

¿De dónde venían? ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Por qué se quedaban?

¿Qué caminos habían recorrido? ¿A quién esperaban? ¿A dónde irían?

¿Hace cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo?

Se pellizcó para sentir (dolor), pero para sentir. Como si en ese tic, ese gesto trillado del sueño y la vigilia quisiera encontrar la confirmación de que también estaba, ella, ahí. Es que hacía tanto tiempo que no sentía, hacía tanto tiempo que no un estremecimiento, que no una mirada sagaz, que no una hoja que cae, un libro con otra mano que no fuera la suya, un cuchillo, que el comprobar que estaba allí, era al menos una forma de sentimiento, de esos que se tenía permitidos después de.

En el antes todo había sido tan distinto, se escuchaba reír, se escuchaba gemir y todo era siempre de a dos, el café con leche a la mañana, acostarse, lamerse, levantarse, el primer cigarrillo del día, el mirar la televisión, el noticiero, un canal de deportes, una música. Y eso olía a felicidad, a felicidad comprada en almacén, de anuncio de publicidad, sí, pero era suya. No importaba a cuánto la hubiera comprado, al final todo tenía un precio y todo valía algo, resignaba otra cosa, pero verlo con ella, ver sus ojos tan negros, como los suyos pero más, ver sus manos tan firmes, tan sólidas, un movimiento de piernas, un calzoncillo tirado en la bañera (que ella después se encargaría de levantar y colocar junto a la bombacha, que siempre, menos ese día, era lo último que lavaba), un reloj que sonaba antes, un reloj que sonaba después, esa graciosa manera de moverse cuando estaba dormido y se tenía que levantar, el ruido del agua que corre mientras se lavaba los dientes. Todo era una maquinaria tan perfectamente encastrada, en la que no había lugar a rendijas, no había lugar a ninguna mentira ni ningún disfraz, porque estaban bien, estaban bien, estaban bien. Como supo decir ella también esa última noche, que no era esta, cuando la negación de lo innegable aparecía como recurso para no gritar, para no callar, para no dejar que se fuera así como así y conformarse con pensar que quizás alguna vez, lo volvería a ver entrar por esa puerta y nada habría pasado. Pero no. Había pasado. Y si bien ella hubiera querido borrarlo, extirparlo, cagarlo a patadas, no la había vuelto a llamar, ni siquiera para saber cómo estaba, ¿y si no hubiera podido hacerlo? (a ella, que era tan dependiente, a ella, que no salía a la calle sin que le anunciara cómo estaba el clima del día o le sacara el auto a la vereda para que pudiera subir, a ella que tenía siempre un paraguas en la cartera por las dudas, y una libreta, y un sobre de azúcar y uno de edulcorante), ni siquiera para darle una señal, para hacerle creer que a lo mejor. Pero los finales son finales (sí, eso había dicho él) y lo peor que se puede hacer ante la inminencia de uno es no aceptarlo. Y ella había dicho que sí, pero no había llorado. No mientras él estuvo ahí, sí después, después lo lloró días, quizás incluso esta noche que nos ocupa lo haya llorado un poco, pero no en ese instante, no en el momento en que tendría que, porque no iba a jugar el papel de ser la que da lástima, porque no le gustaban las heroínas abnegadas de las películas y siempre se había sentido más identificada con las malas, especialmente por esa facilidad de jugarse a todo o nada sin importar un carajo qué se pueda perder con eso. Sí, era un rol que ni ella se creía, después de todo. Pero eran de esas pequeñas mentiras que la hacían sentir importante, sentir, nuevamente, sentir. Nunca la había llamado como esa noche, nunca la había abrazado como esa noche ni le había apretado tan fuerte los labios, ni la había besado con tanta virulencia, tanta pasión, tanta excitación, ¿cómo podría ella haberlo imaginado, si le mordía la carne, si la ahogaba en saliva, en deseo? Para después decir lo que dijo, para que ella se quedara callada. Pero el silencio es acción. Lo sabe. Él también lo supo. Tarde. Como siempre.

Una mano le acercó un cigarrillo y se encontró devolviendo sus dientes en una especie de frugal satisfacción y esperanza. Lo prendió casi como una tos, le gustó mirar cómo el fuego, muy de a poquito, iba quemando la punta, iba haciéndose brama, iba siendo canción, su canción. (Él cantaba mientras se bañaba, a ella le gustaba escucharlo, se paraba detrás de la puerta solo para hacerlo, y se quedaba ahí, sin hacer ruido, hasta que estuviera segura que las gotas habían dejado de caer de la ducha).

Gracias. Dijo gracias. Como si con eso hubiera sido suficiente, como si eso solo hubiera sido suficiente para justificar el día, la salida, la madrugada, el frío, el miedo. Se levantó como para irse, las miró a las mujeres como para irse, hizo algo así como un ademán de saludo cordial, de esos que le enseñaban las series de televisión. Se hubiera arremangado el vestido si hubiera tenido uno. Vos de acá no te vas nada. Escuchó, tartamudeó su cuerpo en la vacilación, me quedo, me voy, me quedo, me voy. Vos de acá todavía no te vas, se repitió. Entonces se dio vuelta.

jueves, 16 de julio de 2015

Sin puchos (2° entrega)

Caminó con cierto aire de decisión los primeros metros, aquellos que la arrojaban de su casa hacia el afuera, ese mundo que últimamente le venía resultando tan extraño. Es que antes, era fácil salir abrazada a la cintura de, recorrer el paisaje con la seguridad que le daba tener esos dos ojos encima de los suyos como un rezo, como una plegaria o un manual de protecciones y de defensa. Pero ya no. Entonces, cómo no dejar, ahora, en ese ahora de lo nuevo, de lo inaudito, de lo ridículo, dejar por unos breves segundos que el viento le tocara el cuerpo con una intensidad inmensa (¿hacía cuánto que no sentía esa emoción en el cuerpo?), abrirse a lo desconocido de la noche, mirar, mirar, mirar, mirar, como quien ve, como quien tiene ojos, como quien no se guarda para sí el secreto del descubrimiento, que era ella misma después de todo, eran los cigarrillos que no tenía, era el encendedor en su bolso.

Y hubiera seguido, sin dudas, arropada en esa música tan honda que la embriagaba como un látigo (triple conjugación de espasmos, el deseo de fumar y no tener qué, el deseo de ser partícipe de un acontecimiento que de rutinario la volviera en un ser excepcional  y no saber, el deseo – todo se conjuga en el deseo, finalmente- que se permitía sentir al saberse sola en la noche tan llena de presencias y ojos que no eran los que antes, que no eran los de siempre, que no eran), pero otra vez, el grito, el aullido, la voz vino a sacarla de ese ensimismamiento y la devolvió al presente de su realidad de rulos y miedo (porque tenía miedo, claro), al hecho de estar parada en medio de la noche con un sentido que ni siquiera ella podría traducir en palabras. Y las ganas de fumar como un martilleo constante, como un golpe, como otro grito – no el de afuera, que era real- como otro certero, exacto, preciso, cachetazo en la sien.

Era un grito corto, seco esta vez, y se sintió, de golpe, desconcertada. Como si no pudiera saber desde qué dirección cardinal se emitía. Hubiera sido más fácil y más patético si el grito se repitiera como un eco constante y ella solo, casi mecánicamente, debiera dirigirse hacia el punto en que se hallaba el origen y contemplar, acechar, esperar que las cosas se desenvolvieran por sí solas y ella tener el papel estelar, ella tener la voz autorizada, la voz de autoridad que permitiera conocer la fuente, las razones detrás de. Pero en cambio, se vio en la tarea de intentar descifrar de dónde provenía: un par de pasos a la derecha, tres a la izquierda, la duda y no saber, hasta ganar, de nuevo, esa seguridad de saber.

Pensó, pensó, pensó. Había que adecuar el rol, había que simular un aspecto, una forma de llegar, un rictus. Se previno para toda clase de situaciones, otra vez esa palpitación, se vio envuelta en un crimen pasional, una venganza, un simple robo, una situación de pareja frustrada (otra, pero ella no había gritado, ella se había mordido el labio inferior, había escuchado, había callado, había esperado que terminara de una vez porque ya no había vuelta atrás después de todo, y ella lo sabía, lo sabía desde antes que pasara), una orgía, un festejo, algo parecido al dolor, al placer. Repasar entonces el repertorio de caras, de movimientos para cada uno de los pasos pero iba avanzando. Su cuerpo había cedido a la inacción, se encontraba en un movimiento que ni ella podía reconocer ni explicar en su motivación. Otra vez las ganas de fumar, otra vez esa oscuridad simplona, absurda, paralítica, que la acompañaba en sus pasos como una canción que no se acordaba de cantar.

Pero la realidad, ella lo sabía también, tiene aristas y facetas que no necesariamente tienen que ver con lo que uno planifica. Porque siguió caminando, siguió buscando la fuente, siguió flotando en ese espacio perturbador durante unos 10 o 15 minutos. Y llegó. Lo encontró. Y se le dibujó una mueca.

Peráperáperáperáperá. Paremos acá porque algo no cierra. ¿Cómo es que llegó esa noche a quedarse sin puchos? ¿Empezó con la soledad? ¿La de antes, la del durante o la del después? ¿En qué momento había dejado de ser ella?  ¿Era una rebeldía? ¿Una posibilidad inconsciente, un camino abierto al imprevisto? ¿Un cambio de prioridades?

Ese día no había sido como los demás pero tan absorta en su mismidad, no alcanzó a percibirlo. Desde la mañana hubo rastros, huellas que fueron desperdigadas como miguitas de pan esperando que alguien las siguiera (tal vez ella misma, tal vez un otro). Por empezar, cuando se fue a bañar abrió el agua fría antes que la caliente y la bombacha no fue lo último que lavó. Después de secarse dejó la toalla húmeda arriba de la cama (en vez de colgarla en el barral del baño, como hacía siempre). Pasó la mano por el espejo todavía empañado y vio su cara demacrada (si no hubiera dado tantas vueltas para dormir anoche…) y decidió resucitar el tapa ojeras y pintarse un poco. También se arregló los rulos para mantenerlos controlados, consumiéndose así el tiempo del café con leche. Entonces sí llegó el instante en que se expresaba la paradoja cotidiana, la de animarse o no a sacar el auto de la cochera (pero ya sabemos, ganó el no, sin nadie que pudiera sacarlo por ella, el riesgo era grande). Y este acto, duda reiterada, miedo recurrente, le daba una sensación irremediable de bronca y de impotencia. Pero ese día, antes de salir, se asomó a la cochera, miró al auto y dijo: mañana.

Esa palabra era clave para ella (como para tantos otros), promesa de futuro, certeza de pasado, era casi como un salto, una esperanza mágica: mañana es todo lo que hoy no va a ser, no podrá, no pudo ser. Lo de ayer, en cambio, es lo que puede repetirse (porque en esa repetición está la seguridad) y eso sucedió cuando tomó el colectivo y cuando fue al trabajo. Pero, dijimos, ese hoy no fue exactamente igual que los ayeres, solo que no era tan obvio, sobre todo para ella que acostumbraba a registrar solo los grandes acontecimientos. Por eso, no le llamó la atención cuando subió primera al ascensor (y no última), cuando dejó sonar el teléfono varias veces para que otra persona atendiera ni tampoco cuando esperó dos horas para contestar una demanda estúpida (porque ya dijimos que era irritable, y en parte, su chispa se encendía cuando seguía las prioridades ajenas en vez de las propias, cuando corría sin saber por qué ni para qué). Tampoco se percató de que en la calle la habían mirado ni que una sonrisa se le zafó al ver una enredadera abrazando a un árbol. Esto ocurrió en el momento justo en que tendría que haber parado en el kiosco. Cosas que pasan (pero no pasan siempre).  

Igual no alcanza. La respuesta no está en ese día ni en ese kiosco ignorado porque podría haber parado en todos los demás lugares que había en el tramo hasta su casa. Habrá que ver entonces hacía cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo, cuerpo suyo, cuerpo de.

Pero renunciemos por ahora al origen y volvamos a esa noche, al momento de la mueca. En el umbral de la puerta del 226 había una mujer, mirando, mirándola. Me escuchaste, le dijo, te estaba esperando.

Se paralizó. El tiempo se congeló con ella.

jueves, 9 de julio de 2015

Sin puchos (1° entrega)

La puta madre, me quedé sin puchos.

Dijo, pensó, suspiró, con una especie de persistencia, de resistencia, de desconcierto, de un excitante desasosiego. Ahora el mundo se le abría en dos opciones, que se le presentaban a la vez como antagónicas (que sin dudas lo eran), pero como si a cada una de las dos le correspondiera una especie de clausura, de riesgo, de elección casi mortal, de esas que traen arrepentimientos y culpas. Sintió el vértigo. Pensándolo rápidamente, cosa que también hacía, la disyuntiva era de por sí simple: salir a la calle a comprar o aguantarse las ganas de fumar hasta el día siguiente, que la devolvería a la calle, a seguir la rutina y los ritmos de los días. Un detalle no menor es la hora en la que esto le sucede. Es exactamente un jueves, y el reloj le marca las 2 y 26 de la mañana. Pero no tiene sueño. Entonces, qué.

Lo que más la irritaba (a ella, tan propensa a toda clase de irritabilidades) era no haber previsto que esto podía sucederle. Por lo general, almacenaba en los bolsillos, en algún cajón, arriba de algún mueble, entre los libros, algún paquete de cigarrillos, porque la sola sensación de sentir que no tenía más le generaba unas ganas de fumar inusitada, era capaz de prenderse uno tras otro lo que quedaba, con tal de comprobarse a sí misma el malestar que iba a causarle no tener. Sin embargo esta vez había sido distinto. Había estado distraída, había estado pensando (no sabía qué, el universo se repartía ahora en la simple conjuración que era no tenerlos), y así, la sorpresa era aún mayor, con el mismo final desgarrador y triste: el deseo de poseer. Comprobó, para sacarse las dudas simplemente, que no quedaba ni siquiera un medio cigarro apagado en un cenicero. No era de esa gente que prende y apaga los cigarrillos como un ejercicio, como una actividad física. No. En cambio, era de la que gustaba pitar de ellos hasta la última bocanada, hasta el último humo, hasta la tos, hasta sentir que lo había finalizado y que con él, también finalizaba algo de ella. Sí, suena casi a fenómeno espiritual, pero ella no es así. Ni siquiera cree en la espiritualidad ni en nada que se le parezca. El cigarrillo era, tan solo, una prolongación de su mano, un gesto, una sonrisa, unas ganas de hablar, una conspiración, un secreto, unos labios apretados, una mancha (muy suave) de rouge sobre el filtro, el olor en los dedos, una satisfacción perversa que a veces (porque tampoco era algo que le pasaba todo el tiempo) lograba colmarla.

Está sola, para más detalle. Tiene un auto que aprendió a manejar hace unos meses guardado en la cochera de su casa que no se anima a sacar. No ahora, siempre. El temor de no poder dar marcha atrás sin que los laterales del vehículo impacten contra las paredes era algo que la paralizaba. Pero siempre había alguien qué (hasta ahora), siempre había quien le acomodara el coche en la entrada para que ella, con la impericia de quien no maneja el asunto, se subiera a él y lo anduviera hasta llegar a su destino (siempre distancias cortas, siempre sin saber cómo llegar). Pero no hay nadie esta noche en esa casa, excepto ella, la noche, sus rulos negros y sus ganas de fumar, de inhalar, de exhalar.

La impaciencia y la incapacidad de definir qué hacer estaban llegándole a un punto extremo de exacerbación. Quizás por eso, fue que escuchó el grito. Lo escuchó pero en ese momento lo dudó. Por eso salió al jardín como si pudiera ver algo, como si esperara a ese nuevo grito venir, distrayendo su atención del tema que la preocupaba, la tomaba. Y vino. Otro grito ocupó la noche, ahora más corto pero también más nítido, más profundo. Sentía que, por fin, iba a ser protagonista de algo, como en las series que veía, que alguien vendría a preguntarle y que ella iba a poder contar la verdad. Pero para eso, tendría que descubrirla. Fue entonces que ahí, parada en medio del verde, los rosales y las margaritas, rastrilló con los ojos la cuadra entera, buscando un signo, una orientación cardinal, una pista. Y mientras tanto no se decidía acerca del carácter del grito ni tampoco del sujeto que lo emitía ¿era varón o mujer (o ambos)?. Si tuviera un cigarrillo, se decía, podría pensar mejor, concentrarme, esperar con el tiempo en la mano.

Se enfrentaba nuevamente al dilema de quedarse o salir pero los argumentos cambiaban, se ampliaban. Ahora salir no implicaba solamente satisfacer su necesidad nicotínica sino también la posibilidad de descubrir, de ver, de escuchar más de cerca, de ser partícipe, de encarnar el personaje con todas las de la ley (no por nada, los grandes detectives de la historia estaban envueltos en humos, pensaba). El problema, sin embargo, es que todas las ventajas que veía en el hecho de traspasar el umbral de la casa, lo tenía – en la misma medida - de desventaja porque podría ocurrir que el grito no se escuchara desde fuera y, entonces, perdería la oportunidad de un nuevo grito, una nueva pista.

Se enredaba un manojo de rulos en el dedo que iba y venía, iba y venía, iba y venía, iba y venía, iba y venía y se dijo que tenía que ir a buscar el celular que había dejado adentro, así la próxima vez podría grabar el grito y analizar las pruebas. Corrió hacia adentro con una habilidad desconocida y sagazmente sorteó la mesas y las sillas del comedor, después el sofá hasta que llegó a la cocina y encontró lo que buscaba. Y como en una posta maratónica alcanzó el aparato, dio la vuelta y casi que voló otra vez al jardín.

Ahora sí estaba preparada. Sentía palpitaciones. (¿Hacía cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo?) Celular en mano, botón apretado, miraba al cielo esperando una nueva oportunidad. Y vino. El grito ahora fue más largo que el anterior y casi que estaba segura que venía del este y que la voz era femenina (aunque esto último no era todavía muy claro). Paró de grabar. Volvió a escuchar pero mientras escuchaba un nuevo grito sonó. No pudo grabarlo ahora. No importa, se dijo. Sabía ahora con certeza que quien gritaba era una mujer y que ese grito venía de la cuadra que da hacia el norte, no de la del este. Tenía que ir, eso era claro. ¿Y si llamaba a la policía primero? Podría ser peligroso ir hasta ahí, además ¿qué haría ella que no podía siquiera sacar el auto de la cochera? No, se dijo. Tengo que ir y ver qué pasa. Agarró la cartera, puso el encendedor adentro y salió a la calle.    

Continuará...

(Una co-producción Fernando Santana - Juliana Ortiz)

sábado, 30 de mayo de 2015

Decisiones

El documento nacional de identidad decía que su nombre era Carlos Arístides Sánchez. Así era, en primer lugar, en honor al Zorzal, cuya voz mágica había provocado el cabezazo inicial que derivó en casorio y luego, en bombo inflado. El segundo lugar guardaba el homenaje para el abuelo materno, que si bien había sido fullero hasta la manija (provocando quiebras diversas y llantos familiares) también había sido el tipo que instaló la primera calesita en el barrio. Y además, se llamaba Arístides, lo que permitía aumentar la jerarquía de ser un “Carlos Sánchez” más en el mundo.

Pero pasado el tiempo Carlos creció y con los años fue juntando fuerza y fundamentos y fue así que un día, el día en que los cortos cambiaron por los largos, les comunicó a todos que a partir de ese mismísimo momento su nombre ya no era Carlos sino Charly.

Era Charly así, con y griega, jamás con ye ni con i y para eso tenía varias razones: la ye (se decía) es para yuta o para yeta y la “i” tiene dos problemas: la de tener un sombrerito y la de obligarte a hacer una sonrisa. Y a Charly no le gustaba nada de todo eso. En cambio, la y griega es otra cosa (se decía), es una letra que cae amablemente y permite que al enunciarla puedas torcer un lado del labio (medio para abajo). Y, si se tornaba necesario, podía acompañarlo con un gesto de la mano derecha. Ese gesto podía ser con mano abierta y apertura de brazo o con pulgar e índice unidos por la punta en un gesto similar al que se hace cuando se dice te bato la posta.  

Al principio, su familia estaba empecinada en seguir llamándolo Carlos (anque Carlitos) pero él, naranja. Ignorancia total. Y así, los fue educando de a poco. Y ya no hubo nueva persona en la tierra que lo llamara Carlos.

Miento. La lucha llegaba siempre cuando tenía que hacer trámites. Le preguntaban su nombre y él decía Charly Arístides Sánchez. Y lo decía así, aunque sonara mal y los que lo anotaban le miraban los documentos como para no discutir. Y si llamaban a Carlos Arístides Sánchez él no iba y después discutía con todos (a veces con tono subido) porque tardaban en atenderlo. Lo cierto es que no lo hacía de modo vengativo ni combativo sino porque, simplemente, ese nombre (aunque parecido al suyo), ya no lo era.  

Charly había nacido en la década del treinta en los suburbios de la ciudad. Y en esa época, ser de los suburbios no era lo mismo que ahora. Bah, rigurosamente, nada de antes es igual que ahora. En ese entonces las calles eran de tierra y las casas estaban todavía un poco alejadas unas de otras, la mayoría tenía un espacio para árboles frutales y convivían los carros de caballos de los vendedores ambulantes con los automóviles. Charly creció ahí pero más temprano que tarde supo que su destino estaba cerca de las luces del centro y de la Avenida Corrientes, así que en cuanto pudo se alquiló una pieza por ahí y consiguió un trabajo en un piringundín.

Las noches eran su día y las mañanas eran, claramente, para otros seres. Charly se hizo una persona reconocida en el ambiente nocturno. Parado en la puerta iniciaba conversaciones invitando a los caballeros al inframundo de la felicidad (así le decía) y después, whisky en mano, encaraba a unos y otros iniciando conversaciones múltiples. Como relaciones públicas prestaba mucha atención a su indumentaria. Le encantaban los trajes claros y usar las camisas semi abiertas, tipo Cacho Castaña. El pelo era un capítulo aparte.

Con el pasar de los años Charly pasó de un piringundín a otro. Y muchos se lo disputaban por su fenomenal talento para la parla. A Charly no le gustaba envejecer. No le gustaba nada de nada, así que con el nacimiento de las primeras canas comenzó a incursionar en la carmela. Charly sabía que con el tiempo se iba a notar pero las canas también se notan y un hombre con canas siempre parece mayor que uno sin ellas (se decía), así que el rojizo comenzó a ser el tono normal para sus apretados rulos que nunca iban a ser pelada.

Las arrugas eran la otra cosa que Charly no podía, por nada del mundo, soportar, así que a mediados de los 90, en pleno boom cirujanil, le entró al quirófano y quedó lisito como puerta nueva. Claro que eso le quitó un poco de expresión pero se compensaba con sus habilidades chamuyeriles.

Casi la única actividad diurna que Charly desarrollaba era ir al gimnasio de su barrio porque para él era muy importante mantener los pectorales firmes, permitiéndole así seguir haciendo gala de su pelo en pecho. Y en una de esas tardes fue que lo vi, con una remera semi-ajustada al cuerpo, unos pantalones de jogging y sus rulos rojos caminando por la esquina de Rodríguez Peña y Corrientes.


Si andan por ahí, tal vez lo vean y sepan un poco más sobre su historia.