jueves, 16 de julio de 2015

Sin puchos (2° entrega)

Caminó con cierto aire de decisión los primeros metros, aquellos que la arrojaban de su casa hacia el afuera, ese mundo que últimamente le venía resultando tan extraño. Es que antes, era fácil salir abrazada a la cintura de, recorrer el paisaje con la seguridad que le daba tener esos dos ojos encima de los suyos como un rezo, como una plegaria o un manual de protecciones y de defensa. Pero ya no. Entonces, cómo no dejar, ahora, en ese ahora de lo nuevo, de lo inaudito, de lo ridículo, dejar por unos breves segundos que el viento le tocara el cuerpo con una intensidad inmensa (¿hacía cuánto que no sentía esa emoción en el cuerpo?), abrirse a lo desconocido de la noche, mirar, mirar, mirar, mirar, como quien ve, como quien tiene ojos, como quien no se guarda para sí el secreto del descubrimiento, que era ella misma después de todo, eran los cigarrillos que no tenía, era el encendedor en su bolso.

Y hubiera seguido, sin dudas, arropada en esa música tan honda que la embriagaba como un látigo (triple conjugación de espasmos, el deseo de fumar y no tener qué, el deseo de ser partícipe de un acontecimiento que de rutinario la volviera en un ser excepcional  y no saber, el deseo – todo se conjuga en el deseo, finalmente- que se permitía sentir al saberse sola en la noche tan llena de presencias y ojos que no eran los que antes, que no eran los de siempre, que no eran), pero otra vez, el grito, el aullido, la voz vino a sacarla de ese ensimismamiento y la devolvió al presente de su realidad de rulos y miedo (porque tenía miedo, claro), al hecho de estar parada en medio de la noche con un sentido que ni siquiera ella podría traducir en palabras. Y las ganas de fumar como un martilleo constante, como un golpe, como otro grito – no el de afuera, que era real- como otro certero, exacto, preciso, cachetazo en la sien.

Era un grito corto, seco esta vez, y se sintió, de golpe, desconcertada. Como si no pudiera saber desde qué dirección cardinal se emitía. Hubiera sido más fácil y más patético si el grito se repitiera como un eco constante y ella solo, casi mecánicamente, debiera dirigirse hacia el punto en que se hallaba el origen y contemplar, acechar, esperar que las cosas se desenvolvieran por sí solas y ella tener el papel estelar, ella tener la voz autorizada, la voz de autoridad que permitiera conocer la fuente, las razones detrás de. Pero en cambio, se vio en la tarea de intentar descifrar de dónde provenía: un par de pasos a la derecha, tres a la izquierda, la duda y no saber, hasta ganar, de nuevo, esa seguridad de saber.

Pensó, pensó, pensó. Había que adecuar el rol, había que simular un aspecto, una forma de llegar, un rictus. Se previno para toda clase de situaciones, otra vez esa palpitación, se vio envuelta en un crimen pasional, una venganza, un simple robo, una situación de pareja frustrada (otra, pero ella no había gritado, ella se había mordido el labio inferior, había escuchado, había callado, había esperado que terminara de una vez porque ya no había vuelta atrás después de todo, y ella lo sabía, lo sabía desde antes que pasara), una orgía, un festejo, algo parecido al dolor, al placer. Repasar entonces el repertorio de caras, de movimientos para cada uno de los pasos pero iba avanzando. Su cuerpo había cedido a la inacción, se encontraba en un movimiento que ni ella podía reconocer ni explicar en su motivación. Otra vez las ganas de fumar, otra vez esa oscuridad simplona, absurda, paralítica, que la acompañaba en sus pasos como una canción que no se acordaba de cantar.

Pero la realidad, ella lo sabía también, tiene aristas y facetas que no necesariamente tienen que ver con lo que uno planifica. Porque siguió caminando, siguió buscando la fuente, siguió flotando en ese espacio perturbador durante unos 10 o 15 minutos. Y llegó. Lo encontró. Y se le dibujó una mueca.

Peráperáperáperáperá. Paremos acá porque algo no cierra. ¿Cómo es que llegó esa noche a quedarse sin puchos? ¿Empezó con la soledad? ¿La de antes, la del durante o la del después? ¿En qué momento había dejado de ser ella?  ¿Era una rebeldía? ¿Una posibilidad inconsciente, un camino abierto al imprevisto? ¿Un cambio de prioridades?

Ese día no había sido como los demás pero tan absorta en su mismidad, no alcanzó a percibirlo. Desde la mañana hubo rastros, huellas que fueron desperdigadas como miguitas de pan esperando que alguien las siguiera (tal vez ella misma, tal vez un otro). Por empezar, cuando se fue a bañar abrió el agua fría antes que la caliente y la bombacha no fue lo último que lavó. Después de secarse dejó la toalla húmeda arriba de la cama (en vez de colgarla en el barral del baño, como hacía siempre). Pasó la mano por el espejo todavía empañado y vio su cara demacrada (si no hubiera dado tantas vueltas para dormir anoche…) y decidió resucitar el tapa ojeras y pintarse un poco. También se arregló los rulos para mantenerlos controlados, consumiéndose así el tiempo del café con leche. Entonces sí llegó el instante en que se expresaba la paradoja cotidiana, la de animarse o no a sacar el auto de la cochera (pero ya sabemos, ganó el no, sin nadie que pudiera sacarlo por ella, el riesgo era grande). Y este acto, duda reiterada, miedo recurrente, le daba una sensación irremediable de bronca y de impotencia. Pero ese día, antes de salir, se asomó a la cochera, miró al auto y dijo: mañana.

Esa palabra era clave para ella (como para tantos otros), promesa de futuro, certeza de pasado, era casi como un salto, una esperanza mágica: mañana es todo lo que hoy no va a ser, no podrá, no pudo ser. Lo de ayer, en cambio, es lo que puede repetirse (porque en esa repetición está la seguridad) y eso sucedió cuando tomó el colectivo y cuando fue al trabajo. Pero, dijimos, ese hoy no fue exactamente igual que los ayeres, solo que no era tan obvio, sobre todo para ella que acostumbraba a registrar solo los grandes acontecimientos. Por eso, no le llamó la atención cuando subió primera al ascensor (y no última), cuando dejó sonar el teléfono varias veces para que otra persona atendiera ni tampoco cuando esperó dos horas para contestar una demanda estúpida (porque ya dijimos que era irritable, y en parte, su chispa se encendía cuando seguía las prioridades ajenas en vez de las propias, cuando corría sin saber por qué ni para qué). Tampoco se percató de que en la calle la habían mirado ni que una sonrisa se le zafó al ver una enredadera abrazando a un árbol. Esto ocurrió en el momento justo en que tendría que haber parado en el kiosco. Cosas que pasan (pero no pasan siempre).  

Igual no alcanza. La respuesta no está en ese día ni en ese kiosco ignorado porque podría haber parado en todos los demás lugares que había en el tramo hasta su casa. Habrá que ver entonces hacía cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo, cuerpo suyo, cuerpo de.

Pero renunciemos por ahora al origen y volvamos a esa noche, al momento de la mueca. En el umbral de la puerta del 226 había una mujer, mirando, mirándola. Me escuchaste, le dijo, te estaba esperando.

Se paralizó. El tiempo se congeló con ella.

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