viernes, 24 de julio de 2015

Sin puchos (3° entrega)

Me escuchaste, dijo. Me escuchaste. Me dijo. A mí. Como si me conociera, como si el grito hubiera sido para mí, como si yo supiera quién es, y ella quién soy yo. ¿La conozco? ¿La conozco? ¿La conozco? No. No sé quién es. Nunca la vi en mi vida antes. ¿O sí? No. Te estaba esperando, así, como si mi salida hubiera tenido que ver con su llamado, como si yo estuviera respondiendo a un llamado que ella me hizo y yo supiera, yo hubiera querido. Pero no. Yo no quise nada. Te estaba esperando, como él, también él me decía así. Siempre. Cuando llegaba unos minutos más tarde, cuando teníamos que encontrarnos y no llegaba tarde, siempre me decía que me estaba esperando. Entonces yo corría hacia él y lo abrazaba y le besaba la frente, como señal de bienvenida, como si yo también, como si la espera fuera de los dos porque queríamos. Espera es esperanza y todas esas cosas que se dicen. Reafirmarnos la espera, reafirmarnos la esperanza puesta en el otro. Pero en cambio. Acá yo no espero a nadie. Acá alguien que no sé quién es me espera y yo no sé qué decir, no sé qué hacer, no sé qué pensar. Sí. Que es tarde, que deben ser más de las 3 de la mañana, que hace frío, que está oscuro, que esta calle tiene poca iluminación, que tengo ganas de fumar, que no sé por qué estoy acá pero que no me puedo mover. Miro, miro, miro: un auto estacionado, una puerta vieja, un número (226), silencio, una lámpara que destella poca luz. Que tengo miedo. Cuando era chica le tenía miedo a la oscuridad. Y no me podía dormir. Mamá entreabría un poquito la puerta de mi pieza para que la luz del pasillo que dejaban prendida para mí entrara, se asomara y entonces no fuera todo oscuridad. Pero en cambio las sombras se me hacían más grandes, porque si alguien pasaba, si alguien caminaba su sombra se proyectaba como una enorme cosa negra sobre mí, que lejos de tranquilizarme me angustiaba más. Nunca lo dije, pobre mamá. Tenía miedo. Ahora tengo miedo. No sé quién es. No sé por qué me espera. No sé por qué me habla como si yo hubiera respondido a su pedido, como si quisiera estar ahí. Yo solamente pensaba en mí, pensaba en mí, pensaba en mí. Siempre pienso en mí. También él me decía eso. Que siempre pensaba en mí, que estaba tan preocupada pensando en mis problemas, los tuviera o no los tuviera, que no podía ver nada más que eso, como si el mundo fuera un gran ombligo en el que yo me moviera dando círculos y círculos y círculos. Si solo pensara en mí. Si solo. Pero no. Te estaba esperando. ¿Ahora, otra vez, alguien me espera? Y qué se supone que debería decir, simular que yo también la esperaba. Sí. Para tener esa sensación. Para recordar lo que es una mano sobre tu pelo y una mirada. Pero no me mira. Dijo lo que dijo y bajó la cabeza, se quedó en un silencio incómodo porque me obliga a mí a tener que emitir sonido. No puedo hablar. Tengo ganas de gritar. ¿Y si grito? También yo estoy esperando a alguien. También yo espero. Pero me calló. Y me tiemblan las manos, y mi ansiedad crece, crece, crece y es como una piedra atada en los zapatos, pero en la garganta. ¿Y si grito? Tengo ganas de llorar y mis manos tienen frío y ganas de fumar y acá todo está oscuro, todo está callado y no hay nadie más que las dos y qué, qué se hace con el miedo, qué se hace con el frío y esa mirada distante que me dice que me estaba esperando. A mí. Justo a mí que

Una frenada de coche lejana marcó el final. Marcó el comienzo. Cuando abrió los ojos (que nunca cerró, pero es como si), se encontró sentada en esa calle, tomándole las manos. Y sonreía.

Nunca había pensado en cómo se veían las cosas desde esa perspectiva. Ahí sentada en la vereda veía, otras cosas. Veía cómo corría el agua por la alcantarilla (que era poca pero era) y cómo en su fluir (divino y sonoro fluir) arrastraba pedacitos de hojas. ¿A dónde iban? ¿Ellas también habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían? Veía el empedrado apenas iluminado por la luna de la madrugada, un batallón de piedras en serie en el que, sin embargo, cada una de las piezas era una y singular, con su propio espacio, altura y tiempo. ¿De dónde venían? ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Por qué se quedaban? Veía también las ruedas de los autos que otros sí podían sacar y estacionar y se dio cuenta de que nunca se había percatado de cuán distintas podían ser las ruedas de los autos pero que más aún lo eran, las llantas. Altas llantas, pensó, y rió por dentro (un poco por miedo, otro poco por evasión). ¿Qué caminos habían recorrido? ¿A quién esperaban? ¿A dónde irían? Es que esto también formaba parte de las cosas que eran de, habían sido de, y que no podían sino ser con algo de dolor, de tristeza porque eran los resabios de esos pedacitos de mundo deshabitados, hasta ahora, hasta esa noche que empezaba a ser mañana, que ya era un mañana.

Mucho menos hubiera imaginado lo bien que se podía sentir al tomar unas manos que por tan ajenas eran, precisamente, tan cercanas ni que se mirarían tanto tiempo (ojo, tal vez no fuera tanto pero ocurre que a veces hay instantes que parecen perpetuos y, ese, era uno) ni que alguna vez pudiera encontrar a alguien que la hiciera sentirse así  tan llamada, tan buscada, tan esperada, sin ninguna razón aparente. Justo a ella que era la última opción en los equipos de deportes de la escuela, la última a la que llamaban porque – sabían – estaba disponible y –sentían- no era imprescindible. Claro, pensaba, tal vez por eso sea, porque no existen razones, porque esta mujer no me conoce, porque es de noche y no tengo cigarrillos y entonces escuché y vine.

En las noches el silencio es más largo y por eso mismo ya no quería gritar pero sabía, sí, que dentro suyo ese grito todavía esperaba salir. ¿Qué esperaba? ¿La esperaba a ella? ¿A esa mujer? ¿A quién fue tanto y ya no era? En el cordón de la vereda seguían tomadas de las manos y ella no podía evitar mirarse las zapatillas mientras decidía las palabras que iba a pronunciar, esa noche, esa madrugada abstemia. Y la mujer, permanecía ahí, tan presente, tan incomprensiblemente paciente...

El silencio se rompió con unos pasos que venían, venían a salvarla de tener que decir algo, algo de verdad, algo que partiera esa escena de misterio, miedo, excitación y calma, necesidad, necesidad de
Los pasos que venían no eran dos, sino cuatro, luego más bien seis. Las vio venir de distintos lugares, confluyendo, convergiendo ahí, en esa calle, en el cordón de la vereda, al frente de la calle del 226, esa madrugada. La mujer las miró, tal como lo había hecho con ella, y les dijo: era hora, las estaba esperando y con un gesto las invitó a sentarse con ellas. En esos otros rostros, comenzó a verse y por fin rompió el silencio y dijo: hola, disculpen, por casualidad ¿alguna tiene un cigarrillo?

¿Quiénes eran esas cuatro mujeres que estaban junto a ella? ¿Por qué estaban ahí? ¿Las unía el insomnio, la soledad, el miedo a, el miedo de? ¿Por qué esa mujer las esperaba?

¿A dónde iban? ¿Ellas también habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían?

¿De dónde venían? ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Por qué se quedaban?

¿Qué caminos habían recorrido? ¿A quién esperaban? ¿A dónde irían?

¿Hace cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo?

Se pellizcó para sentir (dolor), pero para sentir. Como si en ese tic, ese gesto trillado del sueño y la vigilia quisiera encontrar la confirmación de que también estaba, ella, ahí. Es que hacía tanto tiempo que no sentía, hacía tanto tiempo que no un estremecimiento, que no una mirada sagaz, que no una hoja que cae, un libro con otra mano que no fuera la suya, un cuchillo, que el comprobar que estaba allí, era al menos una forma de sentimiento, de esos que se tenía permitidos después de.

En el antes todo había sido tan distinto, se escuchaba reír, se escuchaba gemir y todo era siempre de a dos, el café con leche a la mañana, acostarse, lamerse, levantarse, el primer cigarrillo del día, el mirar la televisión, el noticiero, un canal de deportes, una música. Y eso olía a felicidad, a felicidad comprada en almacén, de anuncio de publicidad, sí, pero era suya. No importaba a cuánto la hubiera comprado, al final todo tenía un precio y todo valía algo, resignaba otra cosa, pero verlo con ella, ver sus ojos tan negros, como los suyos pero más, ver sus manos tan firmes, tan sólidas, un movimiento de piernas, un calzoncillo tirado en la bañera (que ella después se encargaría de levantar y colocar junto a la bombacha, que siempre, menos ese día, era lo último que lavaba), un reloj que sonaba antes, un reloj que sonaba después, esa graciosa manera de moverse cuando estaba dormido y se tenía que levantar, el ruido del agua que corre mientras se lavaba los dientes. Todo era una maquinaria tan perfectamente encastrada, en la que no había lugar a rendijas, no había lugar a ninguna mentira ni ningún disfraz, porque estaban bien, estaban bien, estaban bien. Como supo decir ella también esa última noche, que no era esta, cuando la negación de lo innegable aparecía como recurso para no gritar, para no callar, para no dejar que se fuera así como así y conformarse con pensar que quizás alguna vez, lo volvería a ver entrar por esa puerta y nada habría pasado. Pero no. Había pasado. Y si bien ella hubiera querido borrarlo, extirparlo, cagarlo a patadas, no la había vuelto a llamar, ni siquiera para saber cómo estaba, ¿y si no hubiera podido hacerlo? (a ella, que era tan dependiente, a ella, que no salía a la calle sin que le anunciara cómo estaba el clima del día o le sacara el auto a la vereda para que pudiera subir, a ella que tenía siempre un paraguas en la cartera por las dudas, y una libreta, y un sobre de azúcar y uno de edulcorante), ni siquiera para darle una señal, para hacerle creer que a lo mejor. Pero los finales son finales (sí, eso había dicho él) y lo peor que se puede hacer ante la inminencia de uno es no aceptarlo. Y ella había dicho que sí, pero no había llorado. No mientras él estuvo ahí, sí después, después lo lloró días, quizás incluso esta noche que nos ocupa lo haya llorado un poco, pero no en ese instante, no en el momento en que tendría que, porque no iba a jugar el papel de ser la que da lástima, porque no le gustaban las heroínas abnegadas de las películas y siempre se había sentido más identificada con las malas, especialmente por esa facilidad de jugarse a todo o nada sin importar un carajo qué se pueda perder con eso. Sí, era un rol que ni ella se creía, después de todo. Pero eran de esas pequeñas mentiras que la hacían sentir importante, sentir, nuevamente, sentir. Nunca la había llamado como esa noche, nunca la había abrazado como esa noche ni le había apretado tan fuerte los labios, ni la había besado con tanta virulencia, tanta pasión, tanta excitación, ¿cómo podría ella haberlo imaginado, si le mordía la carne, si la ahogaba en saliva, en deseo? Para después decir lo que dijo, para que ella se quedara callada. Pero el silencio es acción. Lo sabe. Él también lo supo. Tarde. Como siempre.

Una mano le acercó un cigarrillo y se encontró devolviendo sus dientes en una especie de frugal satisfacción y esperanza. Lo prendió casi como una tos, le gustó mirar cómo el fuego, muy de a poquito, iba quemando la punta, iba haciéndose brama, iba siendo canción, su canción. (Él cantaba mientras se bañaba, a ella le gustaba escucharlo, se paraba detrás de la puerta solo para hacerlo, y se quedaba ahí, sin hacer ruido, hasta que estuviera segura que las gotas habían dejado de caer de la ducha).

Gracias. Dijo gracias. Como si con eso hubiera sido suficiente, como si eso solo hubiera sido suficiente para justificar el día, la salida, la madrugada, el frío, el miedo. Se levantó como para irse, las miró a las mujeres como para irse, hizo algo así como un ademán de saludo cordial, de esos que le enseñaban las series de televisión. Se hubiera arremangado el vestido si hubiera tenido uno. Vos de acá no te vas nada. Escuchó, tartamudeó su cuerpo en la vacilación, me quedo, me voy, me quedo, me voy. Vos de acá todavía no te vas, se repitió. Entonces se dio vuelta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario