jueves, 9 de julio de 2015

Sin puchos (1° entrega)

La puta madre, me quedé sin puchos.

Dijo, pensó, suspiró, con una especie de persistencia, de resistencia, de desconcierto, de un excitante desasosiego. Ahora el mundo se le abría en dos opciones, que se le presentaban a la vez como antagónicas (que sin dudas lo eran), pero como si a cada una de las dos le correspondiera una especie de clausura, de riesgo, de elección casi mortal, de esas que traen arrepentimientos y culpas. Sintió el vértigo. Pensándolo rápidamente, cosa que también hacía, la disyuntiva era de por sí simple: salir a la calle a comprar o aguantarse las ganas de fumar hasta el día siguiente, que la devolvería a la calle, a seguir la rutina y los ritmos de los días. Un detalle no menor es la hora en la que esto le sucede. Es exactamente un jueves, y el reloj le marca las 2 y 26 de la mañana. Pero no tiene sueño. Entonces, qué.

Lo que más la irritaba (a ella, tan propensa a toda clase de irritabilidades) era no haber previsto que esto podía sucederle. Por lo general, almacenaba en los bolsillos, en algún cajón, arriba de algún mueble, entre los libros, algún paquete de cigarrillos, porque la sola sensación de sentir que no tenía más le generaba unas ganas de fumar inusitada, era capaz de prenderse uno tras otro lo que quedaba, con tal de comprobarse a sí misma el malestar que iba a causarle no tener. Sin embargo esta vez había sido distinto. Había estado distraída, había estado pensando (no sabía qué, el universo se repartía ahora en la simple conjuración que era no tenerlos), y así, la sorpresa era aún mayor, con el mismo final desgarrador y triste: el deseo de poseer. Comprobó, para sacarse las dudas simplemente, que no quedaba ni siquiera un medio cigarro apagado en un cenicero. No era de esa gente que prende y apaga los cigarrillos como un ejercicio, como una actividad física. No. En cambio, era de la que gustaba pitar de ellos hasta la última bocanada, hasta el último humo, hasta la tos, hasta sentir que lo había finalizado y que con él, también finalizaba algo de ella. Sí, suena casi a fenómeno espiritual, pero ella no es así. Ni siquiera cree en la espiritualidad ni en nada que se le parezca. El cigarrillo era, tan solo, una prolongación de su mano, un gesto, una sonrisa, unas ganas de hablar, una conspiración, un secreto, unos labios apretados, una mancha (muy suave) de rouge sobre el filtro, el olor en los dedos, una satisfacción perversa que a veces (porque tampoco era algo que le pasaba todo el tiempo) lograba colmarla.

Está sola, para más detalle. Tiene un auto que aprendió a manejar hace unos meses guardado en la cochera de su casa que no se anima a sacar. No ahora, siempre. El temor de no poder dar marcha atrás sin que los laterales del vehículo impacten contra las paredes era algo que la paralizaba. Pero siempre había alguien qué (hasta ahora), siempre había quien le acomodara el coche en la entrada para que ella, con la impericia de quien no maneja el asunto, se subiera a él y lo anduviera hasta llegar a su destino (siempre distancias cortas, siempre sin saber cómo llegar). Pero no hay nadie esta noche en esa casa, excepto ella, la noche, sus rulos negros y sus ganas de fumar, de inhalar, de exhalar.

La impaciencia y la incapacidad de definir qué hacer estaban llegándole a un punto extremo de exacerbación. Quizás por eso, fue que escuchó el grito. Lo escuchó pero en ese momento lo dudó. Por eso salió al jardín como si pudiera ver algo, como si esperara a ese nuevo grito venir, distrayendo su atención del tema que la preocupaba, la tomaba. Y vino. Otro grito ocupó la noche, ahora más corto pero también más nítido, más profundo. Sentía que, por fin, iba a ser protagonista de algo, como en las series que veía, que alguien vendría a preguntarle y que ella iba a poder contar la verdad. Pero para eso, tendría que descubrirla. Fue entonces que ahí, parada en medio del verde, los rosales y las margaritas, rastrilló con los ojos la cuadra entera, buscando un signo, una orientación cardinal, una pista. Y mientras tanto no se decidía acerca del carácter del grito ni tampoco del sujeto que lo emitía ¿era varón o mujer (o ambos)?. Si tuviera un cigarrillo, se decía, podría pensar mejor, concentrarme, esperar con el tiempo en la mano.

Se enfrentaba nuevamente al dilema de quedarse o salir pero los argumentos cambiaban, se ampliaban. Ahora salir no implicaba solamente satisfacer su necesidad nicotínica sino también la posibilidad de descubrir, de ver, de escuchar más de cerca, de ser partícipe, de encarnar el personaje con todas las de la ley (no por nada, los grandes detectives de la historia estaban envueltos en humos, pensaba). El problema, sin embargo, es que todas las ventajas que veía en el hecho de traspasar el umbral de la casa, lo tenía – en la misma medida - de desventaja porque podría ocurrir que el grito no se escuchara desde fuera y, entonces, perdería la oportunidad de un nuevo grito, una nueva pista.

Se enredaba un manojo de rulos en el dedo que iba y venía, iba y venía, iba y venía, iba y venía, iba y venía y se dijo que tenía que ir a buscar el celular que había dejado adentro, así la próxima vez podría grabar el grito y analizar las pruebas. Corrió hacia adentro con una habilidad desconocida y sagazmente sorteó la mesas y las sillas del comedor, después el sofá hasta que llegó a la cocina y encontró lo que buscaba. Y como en una posta maratónica alcanzó el aparato, dio la vuelta y casi que voló otra vez al jardín.

Ahora sí estaba preparada. Sentía palpitaciones. (¿Hacía cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo?) Celular en mano, botón apretado, miraba al cielo esperando una nueva oportunidad. Y vino. El grito ahora fue más largo que el anterior y casi que estaba segura que venía del este y que la voz era femenina (aunque esto último no era todavía muy claro). Paró de grabar. Volvió a escuchar pero mientras escuchaba un nuevo grito sonó. No pudo grabarlo ahora. No importa, se dijo. Sabía ahora con certeza que quien gritaba era una mujer y que ese grito venía de la cuadra que da hacia el norte, no de la del este. Tenía que ir, eso era claro. ¿Y si llamaba a la policía primero? Podría ser peligroso ir hasta ahí, además ¿qué haría ella que no podía siquiera sacar el auto de la cochera? No, se dijo. Tengo que ir y ver qué pasa. Agarró la cartera, puso el encendedor adentro y salió a la calle.    

Continuará...

(Una co-producción Fernando Santana - Juliana Ortiz)

2 comentarios:

  1. Dijo Ciberpop: Esto es excelente!

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    1. Buenísimo, Ciberpop que te haya gustado esta primera parte. Te invitamos a leer y comentar las siguientes, que fuimos publicando. Gracias por tu tiempo.

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