viernes, 7 de agosto de 2015

Sin puchos (final)

Por qué. Por qué puso primera si tenía que dar marcha atrás, y así, tal como era previsible, el auto en vez de comenzar su proceso de salida hacia el mundo comenzó a adelantar su sentido casi golpeando con la pared que funcionaba como límite de ese espacio. Un rápido reflejo de pedales, un colocar un pie justo en el freno antes de la colisión, un leve sonrojo. Por qué cumplía mal su papel, por qué no era siquiera capaz de sacar bien el auto, incluso en condiciones como esta en la que parecía estar en juego más que su temor, más que su supuesto trauma no superado (que era siempre la ausencia de él), por qué no era capaz de hacer, simplemente, lo que las mujeres le pedían que haga. Su mente reveló una foto como de polaroid antigua. Ella abrazada a él, en ese mismo coche, con la ventanilla baja, un cigarrillo y unos anteojos negros, una sonrisa, dos, eso tan parecido a la felicidad. Era todo tan distinto antes, era todo tan ayer, tan difuso y tan vivido, que de no haber sido por un movimiento de impaciencia de una de las acompañantes hubiera creído, hubiera podido creer que esa imagen era también su presente. ¿Qué era su presente, después de todo, más que un redibujar esas escenas, esperarlo, soñarlo, dibujarlo en un café con leche, en una medialuna, en un humo). Colocó marcha atrás, sí. Sus dedos colocaron la palanca en punto muerto, giraron a la derecha, arriba, abajo, parecía haber entrado bien. Lo comprobó cuando comenzó, lentamente, a sacar el pie del acelerador y el auto, en breves espasmos epilépticos, ronroneó un movimiento hacia atrás. Ahora venía lo peor.

Por qué. Por qué obedecía, por qué decidía, una vez más, hacer lo que esas voces transformadas en mujeres feroces (por lo patéticas, por el maquillaje mal pintado, por su falta de gusto al vestir) le pedían que hiciera. Siempre había sido igual, de esas que se guardaban las cosas. No había llorado ni gritado. No ahora, antes, en esa otra escena primordial que también, vaya a saber por qué, le volvía ahora (como siempre, pero ahora). Se vio agarrándole las manos (ya no importaba si había sido él, si había sido ella, lo que importaba eran las manos juntas, era la despedida), se vio acomodándose el pelo para parecer más linda (el pelo sobre su frente no la favorecía, lo sabía, no concordaba tampoco con el momento en sí que le tocaba estar viviendo, ella debía tener el pelo para atrás, ella debía tener limpia la mirada, ella debía no bajar los ojos, debía mirar a los de él, esperando una complicidad, un hueco, una fisura, que no habría de llegar, pero ella no sabía). El auto siguió corriendo marcha atrás, muy lentamente. No llegaba a preocuparse de lo que estaba haciendo, sus ojos no estaban ahí después de todo. Se veía, una vez más, viendo cómo él se levantaba, se dirigía a la puerta, la miraba (creía ella porque no sería así, finalmente) por última vez. El auto, entonces, chocó contra una de las paredes laterales. No un golpe de esos que dejan hendiduras, sino un raspón, una marca de esas que le iban a mostrar de aquí en más su inexperiencia, que la señalarían. Otra marca. Giró el volante, también, como si fuera autómata, a la derecha, bruscamente, siguió levantando el pie del acelerador, el auto se movía ahora en una diagonal, que iría a impactar contra la otra pared, contra un nuevo raspón.

Por qué. Por qué carajo se sometía a esa humillación. Por qué carajo había salido en esa noche, en ese mundo, y ahora se encontraba ahí, arriba de un auto que no sabía manejar (no sabía sacar de la cochera, pero vale la exageración). Las mujeres en cambio parecían divertirse en su brusquedad, en su torpeza. Diálogos sordos le llegaban del asiento de atrás, humo (una de ellas estaba fumando), risas, murmullos. La mujer de adelante, en cambio, se mantenía impasible, con cara de nada. A la espera. Por qué esa humillación, volvía a repetirse. También ella se había sentido humillada en la misma escena primordial, también ella había sentido esas palabras (las de él), como un ultraje, como una violación, como una mancha de barro en la remera, como un pedazo de comida que se cae en la ropa recién puesta. Pero se había levantado, no se había quedado inmóvil mientras él se dirigía a la puerta, se había levantado, se había acercado a él.

Por qué. Por qué. Por qué. Sus preguntas, siempre sus preguntas. Ahora redobladas. Su cabeza entró en una especie de letargo. Ya había sacado los pies del embriague. Ya había soltado la palanca, como resignándose al no poder. Por qué. Por qué. Se encontraba sentada. Casi invisible, en ese asiento que la devoraba poco a poco. El silencio (suyo, interno) por fin y por esa vez le había ganado. Se sintió feliz. Por qué, por qué, por qué. Pero ahora no era ella. Eran esas mujeres. Le recriminaban, le reprochaban, la interpelaban, no por el auto, no porque no pudiera manejarlo, no por esa noche ni esas circunstancias. Era un por qué de un pasado remoto, cercano, era una culpa existencial, era otra vez la escena primordial. Por qué, por qué, por qué. Por qué carajo lo hiciste, mierda. ¿Hice qué? No importa. Vos sabés. Y eso basta. Vos sabés. Vos sabés. La mujer de adelante salió del auto. Y las otras la siguieron. ¿Tenía que seguirlas? ¿Qué tenía que hacer ahora?

Necesitaba instrucciones, reglas, certezas ajenas que le indicaran con precisión suiza como vivir y para qué hacerlo. Otra vez la abandonaban. Ahora, estas mujeres, antes él, antes ellos, antes que nada, ella misma. Por qué, por qué, por qué, seguía preguntándose y no arribaba a respuesta alguna. ¿Qué es eso que había hecho? ¿Qué es lo que tenía que saber? Ahora, por lo pronto, la decisión se repartía entre seguir a las mujeres o mantenerse ahí en el auto (ese auto tan poco suyo). Decidió quedarse y vio a las mujeres de a poco alejarse por la calle y doblar la esquina. ¿Por qué se iban? ¿Qué era lo que querían? ¿Qué es lo que tenía que saber que ellas sabían?

Se quedó sola en el auto, con las ventanillas semi-abiertas que delataban el abrupto abandono, un resabio de olor a humo y la sensación en el cuerpo de que podría haber muerto esa noche. Pero no, no murió ni moriría (no al menos realmente). Tampoco saldría en los diarios ni su vida cambiaría hacia el orden de lo extraordinario (o sí, no es posible asegurarlo todavía).

Afuera la brisa se hizo más intensa y veía las hojas en las copas de los árboles, bailar. Y también las escuchaba. Las veía y las escuchaba. Y las veía danzantes, acompasadas, colectivas, crujientes, firmes y frágiles, con segura fecha de vencimiento. Pero todavía no era el momento de caer, porque era verano y en verano las hojas no se caen.

Lo que sí cayó fue en cambio una gota y después otra pero advirtió de pronto que no eran de afuera sino suyas, propias. Lloró primero como para llenar un vaso y después le alcanzó como para llenar una palangana y una calle y una cuadra y un barrio y un océano, podría decirse que hasta cubrir el mundo entero. Y eso es porque lloró con los ojos pero también con la boca, con la cara, con las manos, con sus rulos negros, con los brazos, con la cadera, con los dedos de los pies, con la espalda, con todo su cuerpo. Lloró fuerte, a grito pelado, pero también lloró bajito, con melancolía, con nostalgia, lloró con espasmos que la dejaban sin aire, lloró con muecas, con risas. Lloró por las noches en las que la oscuridad le dio miedo y nadie acudió, por todas las veces que quiso decir algo y no pudo, por todas las cosas que nunca se preguntó, por las cosas que no hizo, por las que sí, por las que dijo, por las decisiones que tomó, por haber descansado en una foto (que era esa imagen de la felicidad detenida), por el agua que corría en el baño y ya no escuchaba, por el abrazo ausente, por lo que dijo esa última vez cuando tocó su espalda, por haber amado tanto.   

Las lágrimas pararon cuando por fin se vio, en el auto, afuera de la cochera, cuando se dio cuenta que el auto estaba ahí porque ella lo había sacado aunque la hubiera impulsado el miedo o el instinto de supervivencia.  Es que mañana ya era hoy y hoy – se dijo - todo iba a ser distinto.

Es que mañana ya es hoy, mañana, hoy, mañana, hoy, palabras que se dicen y no significan nada,  porque la nada al final de todo es siempre una imagen en la pared de los ausentes. Las paredes son blancas, las paredes son rojas, guardan sus pequeños secretos. Mañana. Ya es mañana. Me río. Tiemblo, quizás el llanto. Sí. Por qué no lloré ese día. Por qué no lloré. Porque si lloraba, quizás, mis manos dejarían de abrazar al vacío de ese cuerpo, dejarían de abrazar la figura del aire que se mueve en una cortina que se cierra, se abre, se vuela, se vuelve. Porque todo me vuelve. Todo. Siempre. A mí. Relámpagos de frases. ¿Es que te acordás que me ibas a amar para toda la vida? Sí, me cerrabas los ojos. No a mí, no cerrabas mis ojos, cerrabas los tuyos mientras me lo decías, y los sonidos se quedaban bailando por ahí, eran la magia, eran la música que necesito, aún, porque siempre es aún, por qué siempre es aún, antes de irme a dormir. Hoy ya es mañana. Y las palabras se me quedaban por el aire para llenarme, ahora, de silencios. Me llamaban. Me venían como una imposibilidad, como una súplica, como un pedido de perdón. Por qué escuché, por qué no me callé, cerré los dientes y las manos, por qué no grité, no aullé, no me rompí la carne, los ojos, si ahora es todo así, si ahora me quedo así, con el sabor a sangre de mi boca que chilla sin sonidos. Las mujeres se fueron, también ellas. Como una imagen más, que se cae. Por qué no te lloré ese día, con un dolor de adentro, desgarrando mis tripas, mis flaquezas, mis ganas de ir al baño. Me decías que te ibas, que no ibas a volver, que a lo mejor, que un tiempo, que después, entonces te miré, con esa mirada tan hermosamente dulce que tenías, con ese cuello tan hermosamente largo que tenías, y me callé, para llenarme, una vez más, de palabras que no iba a decir nunca, que no iba a gritar nunca. Las nenas buenas no gritan ni hacen berrinches nunca, me decía mi mamá. Entonces, no importaban las sombras como monstruos porque yo era una buena nena. Y me dijiste que te ibas. Y yo me fui hasta el baño porque de pronto tenía muchas ganas de hacer pis, de esas que si no hacés te pensás que estallás, que te vas a hacer encima, y te quedaste ahí, esperando no sé qué, como si no fuera ya suficiente. Y yo salí agitada, porque el corazón me latía fuerte, como un tanque de agua que se llena, y me dijiste que iba a ser feliz sin vos, que iba a poder, que todo iba a pasar, que me quedara tranquila. Sí, me dijiste todo eso. Las nenas buenas no gritan, no hacen puchero, no se sacan los mocos, no se tocan las partes íntimas, no andan descalzas por la casa, no le abren las puertas a desconocidos. Que me quedara tranquila. Sí. Yo tenía que hacer caso, porque eso me enseñó mamá. Pero me porté mal, porque mientras estabas ahí parado tuve malos pensamientos. No, no de esos de que mi vida iba a ser una mierda, ni de la soledad me iba a quemar la garganta como la sed a los enfermos que no pueden tomar agua (tengo tanta sed, tengo tanta sed. Siempre tuve sed. Siempre). Tuve pensamientos feos. Qué mal, qué mal, qué mal. Y te me fuiste, No, antes me abrazaste, y después te fuiste, sí, saliste, sí, y me dejaste acá, sola y acá, con la casa tan llena de vos, con los muebles tan tuyos, tan de los dos recordándome a cada paso tu ausencia, tu presencia, algún momento. Y me prendí un cigarrillo, que tenía, y me fumé uno, dos, cinco, ocho hasta el asco, y me empezó a faltar el aire, y abrí la puerta para ver si así podía refrescarme pero no. Porque vos me dijiste que me ibas a amar para toda la vida, ¿no? Y porque una mujer bien se casa para siempre. Otra vez el siempre. Después empezaron a venir. Ellas. No estas, otras, cualquieras, sin nombre, sin voz, sin nada, hasta esta noche. Una sombra, una forma de mujer frente al vidrio. Sí. A acompañarme, porque otra vez estaba sola. Iban, venían, salían, gemían, mordían, lastimaban, peleaban entre sí, se arrancaban los pelos, las uñas. Una tras otra se acercaban, con caras familiares, con caras nunca vistas, con rostros descoloridos, llenos de noche, de sueño. Todavía me cuesta dormirme, sí. Y se iban. Y yo no decía nada. Después se iban y me dejaban sola, como ahora. Es que ahora es tan distinto. Ya es mañana. Ya. Entonces miro estas manos que parecen no ser mías, miro estos pies que se mueven y parecen no ser míos, me miro y me alejo de mí misma, esperando en ese viaje encontrar el por qué de la pregunta que me hicieron, que me hago, que me devuelva abruptamente al presente, a entender qué pasó, esta noche, todas las noches, todos los conjuros, los silencios. Y no me encuentro. Me miro y no sé quién carajo soy. Me miro y no soy más que un llanto de recién, no soy más que una ausencia clavada en la pared, un dibujo mal hecho, mal pintado. Mamá guardaba mis dibujos en una cajita de madera. Sí. Cuando murió corrí a encontrarme con ellos y la caja y la abrí y estaban todos ahí, malgastados del tiempo, de silencio, de no haber salido al sol por años, por milenios. Y tampoco me vi. Veía garabatos, manchas, trazos gruesos, trazos finos, que devoraban mi pasado como una gran boca para dejarme sin nada, para comerme los recuerdos. Ser la cáscara. ¿Y si salgo a buscarlas? ¿Y si fuera posible encontrar la respuesta a sus interrogantes, a los míos, a todos los interrogantes del mundo? ¿Y si en esas miradas me mirara a mí misma como un espejo viejo y carcomido que no quiere correrse? Acercarme una vez más a ellas, para la comprobación, para la exactitud, para el sacrificio, para la coronación del ritual. Para ser llave, para ser puerta. Están ahí, ¿y es que se habían ido? Están ahí, esperándome otra vez. Tal vez entonces no se fueron nunca y yo creí que sí, que se habían ido y en realidad estaban como siempre, invitándome a seguirlas, a mirarlas, a contemplarlas en su quietud. Me ven llegar. La más grande me extiende la mano, esa mano que acaricia, esa mano que estremeció mi cuerpo en su contacto. Y una vez más, no sé por qué, pero la sigo. Una vez más, mi mano tras la suya en la búsqueda del sueño, del ser, de la nada, del mundo, del tiempo. Y mientras más me acerco, más me aproximo, los contornos se me vuelven difusos. No los de ellas, no los míos. La imagen primordial comienza a tener poros, comienza a tener arañas recorriendo mi espalda y él se va, una vez más, y yo me quedo, de vuelta, pero ahora con las manos agujereadas de piedras, y el agua que corre, escupiendo retazos de mí sobre el mármol de un inodoro. El agua se fusiona con la imagen, y sí, entonces es todo líquido, el abrazo se licua, mis ojos se licuan, nos tocamos la piel arrugada de inundarse de agua. Y una vez más te vas, en lo líquido, en lo sólido. Te vas. Y se desdibuja todo aún más. Agarro esa mano que me invita como para salvarme del naufragio. La mujer vuelve a mí mostrándome su cara más bestial y una sonrisa enorme con dos labios azules de tan rojos, y ese celeste de sus órbitas tan infinitamente cálido. Me dejo. También hoy, aunque ya sea mañana, me dejo. Y siento, en un temblor, una frenada, un golpe, ese resabio de la felicidad, ese placer de la felicidad sin cuentagotas, sin tratamientos homeopáticos, sin la vergüenza del querer. Es que de pronto la quiero tanto, que me arrastro tras de sí casi sonámbula. Y me escucho reír, me escucho reír. Mucho. Hasta el cielo. Hasta los angelitos de la guarda que no nos desamparan ni de noche ni de día. Hasta creérmelo. Hasta que se haga carne y sangre.

Amanecía. La luz del día inundaba con sus primeros rayos la calle cuando se escuchó un ruido, un fuerte estruendo producido por el golpe seco contra una pared, necesario, definitivo. Un auto roto, una mujer dentro, una inundación, unos ángeles, un resto de amor y el eco de una risa es lo que alcanzaron a ver unos vecinos que venían,  llegando.


Fernando Santana y Juliana Ortiz, jugando al ping pong en el verano de 2015.

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