martes, 4 de agosto de 2015

Sin puchos (4° entrega)

El aire se puso espeso. Las mismas caras de comprensión, aquellas en las cuales se había reconocido, la miraban ahora con algo de desconfianza, de enojo, de ira y con una gran determinación. Y se miraban entre ellas con complicidad. Entonces volvió a tener miedo, el miedo impotente que se encarna como una nada, ese miedo que se tiene cuando se acepta el devenir con resignación. Lo que no comprendía – todavía - era que ese día huir ya no era posible, no después de haber pronunciado aquella palabra, palabrapuerta, palabrapasaje.

Las mujeres comenzaron a levantarse de la vereda y se aproximaron a ella. Los rulos se le erizaron. Recién estaba cayendo en la cuenta de todo el riesgo que había corrido al estar ahí, y pensaba ¿quién mierda me mandó a salir a mí? Y entonces recordó los sobretodos y los humos de todos los detectives que admiraba y la impulsaron a salir, esos hombres que estaban dispuestos a todo por sus ansias de descubrimiento, de conocimiento, de desciframiento. Y también pensó en ella, en su vida cómoda y cobarde, en su vida sin riesgos, sin saltos. Y se quedó muda y dura (como tantas otras veces, algunas importantes, otras no tanto).

Se notaba que la primera mujer era la líder. Fue ella quien le tomó el brazo y le dijo con mucha seriedad: vamos a caminar. Las cinco mujeres armaron una fila más o menos pareja y caminaron en silencio por esa calle y luego doblaron la esquina y luego, doblaron otra vez. Había una brisa ínfima que alcanzaba a acariciar las hojas de los árboles y las hacía sonar (como el agua, como las hojas en el agua, como el agua que corría cuando él se lavaba los dientes y ella escuchaba desde la cama). Enseguida se dio cuenta de que estaban yendo para su casa. ¿Cómo sabían dónde vivía? ¿Quiénes eran estas mujeres? ¿Las conocía? No. No las conocía. Ya sabemos que no las conocía. Repasaba en su mente pero no, a ninguna conocía, ni de lejos. Se imaginaba el titular de mañana que ya no era el de ella salvando al prójimo y develando verdades, sino más bien una página triste y efímera: la de una nueva víctima a quien probablemente criticarían (¿A quién se le ocurre salir por la noche sola con las cosas que pasan? ¡No ven lo mal que hace fumar! ¡Todo por salir a comprar cigarrillos! Y después venía una campaña anti-tabaco financiada con impuestos de cigarrillos…).

Efectivamente pararon en la puerta de la casa. Ella las miró (como disimulando, con la esperanza de que no supieran pero sabían) y fue entonces cuando la mujer abrió la boca de nuevo y le ordenó: abrí la puerta. Estaba muy nerviosa, no quería morir, no quería morirSE, no justo cuando se había empezado a rebelar sin saberlo, no justo cuando estaba sintiendo de nuevo, no cuando…

Sacó la llave del bolsillo y su mano temblaba y quería decirles que por favor no le hagan nada, que podía darles la plata que tenía guardada en el cajón, el auto y las joyas de la abuela pero que por favor no la lastimaran porque justo, ahora, no quería morir. No pudo hacerlo. Su garganta estaba trabada. Una nuez enorme se había colocado ahí (como ese día, ese día en que no pudo llorar ni decirle). Y mientras abría la puerta, sentía esa presencia en su espalda, la de esas cuatro mujeres ahí, amenazantes mujeres, desconocidas mujeres.

Entraron a la casa y prendió la luz del living. Esperaba instrucciones, parada, temerosa. Y las instrucciones llegaron. La boca de la mujer emitió nuevamente una orden: agarrá las llaves del auto. Ella se desconcertó tanto que no supo qué hacer y además cómo iba a explicarle que no sabía tan bien dónde estaban las llaves del auto y que siempre las perdía y que eso era más cosa de él que de ella y él ahora no estaba y entonces qué hacer y que ella nunca le había dicho quedate ni andate ni nada (como a ellas, ahora). No hizo falta que diera explicaciones porque mientras todos esos pensamientos volaban como aves rapaces por su cabeza, encontró las llaves (porque es increíble lo que puede hacer el instinto de supervivencia). Les mostró el manojo y enfilaron hacia la cochera. También prendió la luz, una horrible luz que ponía todo amarillento y lúgubre, un escenario de muerte perfecta (¿quién se fija en la luz de las cocheras?, pensó y se prometía que si seguía viviendo la cambiaría por una más linda, más acogedora, más luminosa). Abrió la puerta y en dos minutos estaban todas adentro del auto. La mujer del 226 a su lado, le dijo: encendelo y miró por el espejo retrovisor  a una de las mujeres que estaban detrás y le hizo un gesto. Esa mujer (que tenía puesto un pantalón suelto y alpargatas) se bajó del auto y empezó a abrir la puerta de la cochera y una vez que lo hizo, volvió a subirse al auto. 

Vamos, dijo la mujer del 226. Ella estaba aferrada al volante con todas sus fuerzas, las manos le transpiraban y las lágrimas empezaron a caérsele por las mejillas (así casi inconscientes) porque ella sabía que su vida pendía de un hilo y, también sabía que, esa noche, no quería morirse (justo ahora que). Puso el pie en el embriague y sacó una de las manos del volante para poner primera. Y salió con su auto, su obediencia y su instinto de supervivencia.  

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