viernes, 12 de diciembre de 2014

Viajes

Esto se está yendo al tacho, Obdulio. Y no lo vi. Lo peor es que no lo vi. Debería haberlo imaginado a la primera señal. Si no fuera por la puta esperanza que te ciega, tal vez… me hubiera dado cuenta.

Y mientras lo decía miraba al horizonte, viendo realmente poco de lo que había delante de sus narices. Y después de hablar, se quedó sin palabras y siguió mirando, ahora al vacío, hacia dentro de sí.

Obdulio sabía que lo que se dijo era una verdad y que él tampoco había podido advertir las consecuencias de su poca perspicacia.

Y ambos, por primera vez, comprendieron que el futuro es el presente acelerado.

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Se gambeteó a cinco y después hizo dos paredes que terminaron en gol, en golazo para archivo.

Y una voz se escuchó, entre tantas otras que festejaban.

¡Vamoooo carajoooo! ¡Te sigo de acá a la China, papáaaaaa!– gritaba agitando su mano y su remera desde el paravalanchas.

Y se rió con la mayor plenitud posible. Y abrazó al que tenía al lado. Y después se tocó las bolas, dedicando ese gesto a la (virtual) hinchada contraria.

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Se citaron a tomar el té en una confitería antigua, llena de dorados y firuletes. La carta incluía distintas variedades de la preciada infusión y ofrecía acompañarlas con una degustación de tortas, bocaditos varios y sanguchitos de miga. Cuando el mozo llegó, pidieron todo. Se habían encontrado a las 17 hs., siguiendo las mejores tradiciones londinenses (o al menos así dicen).  Hacía tiempo que no se veían. Y se notaba.

Una de ellas dio una mirada periférica por el lugar y alcanzó a notar distintos rubios con peinados de peluquería, algunos dientes pintados sin intención, manos con anillos dorados en los dedos meñiques que (cada tanto) se alzaban con pretensión de buenos modales.

Cada una miraba para distintos lados y así transcurrió la espera hasta que la mesa estuvo repleta y entonces el espacio se llenó de comentarios elogiosos a los manjares y el ruido de las bocas rumiantes.

Y cuando ya no había externalidad que permitiera seguir posponiendo lo inevitable, empezó la conversación.

-       -  Escuchame, Elsita, no sé qué es lo que contaron pero, sea lo que sea, estoy acá para que me preguntes lo que quieras porque yo tengo la conciencia limpia ¿sabés? Hay gente muy mala en este mundo, que habla por envidia, por descaro, por desprecio, por aburrimiento, por querer joderle la vida a los demás. Y yo, sinceramente, quiero creer que vos confiás en mí porque vos me conocés bien y sabés que nunca haría nada para perjudicarte, que no pondría en peligro nuestra amistad de tantos años por nada del mundo. Porque ¿cómo podría hacer algo así? No creo que vos pienses que soy capaz de algo semejante ¿no? ¿no, Elsita? ¿Te acordás cuando íbamos a los bailes en Ferro? ¿Y cuándo le hicimos la joda a la Fernández? ¡Ja! ¿Te acordás, no? ¡La verdad que éramos bravas! La Fernández… ¡qué mala que era! Se lo merecía después de todo. Y después, siempre me acuerdo cuando íbamos a tu casa los sábados a pasar la tarde ¡Qué bien que la pasábamos mirando las revistas, enterándonos de esas cosas que parecían prohibidas!

Elsita, mientras tanto, la miraba.  Y la otra, absorta en sus recuerdos, siguió:

-       - ¿Y te acordás cuando seducíamos al boletero para que nos dejara quedarnos en el continuado? ¡Qué divertido que era! Y ese James Dean ¡Qué pinta que tenía! ¡Esos sí que eran galanes de verdad! No como los de ahora…  Bueno, a mí siempre me gustó James Dean pero a vos te gustaban más Marlon Brando o Marcello Mastroianni ¡Qué lindas que eran aquellas épocas! ¡Quién pudiera volver! Pero bueno… después vinieron los chicos y toda la cosa y la vida te cambia, te cambia toda. ¿Te acordás cuando pasamos ese verano en Mar del Tuyú? ¡Qué lindo fue todo! Y los chicos… ¡qué grandes están ahora! Me encanta que ellos también puedan ser amigos…

Elsita seguía comiendo y de a ratos sorbía algo de té. La escuchaba, la miraba, la buscaba y finalmente, le dijo con mucha tranquilidad:

-         - ¿Sabés qué pasa? Mientras vos venís, yo fui y vine cuarenta veces. Te vi, Dora. Y ahora me voy a ir y vos vas a pagar la cuenta. 

Y Elsita se limpió la boca con la servilleta, se levantó y se fue al carajo.

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Eran como ocho y estaban en perfecta fila. Una tras otra, misma dirección, llevando su carga. El sol les daba de refilón y en su camino bordearon toda la ventana. Y subían. Y bajaban. Y esquivaban los tornillos escondidos tras la pintura blanca. Y eran muy negras y lindas y también algo misteriosas.

A veces una de la fila se daba vuelta y se acercaba a otra y parecía como si le dijera algo. No, no, seguro algo le decía pero qué, se preguntaba. Y se acordó del jardín de sus abuelos y del parque y de la cocina y de todos los momentos que pasó en esos lugares mirándolas trasladar pedazos de flores y de hojas, robando azúcar o pedacitos de pan o galletitas.  Y le parecía divertido. Y le hubiera gustado ser una por un ratito de su vida. Así podría saber qué se decían y qué había tras los agujeritos por los que desaparecían. Ojo, saberlo de verdad, no como cuando te lo muestran en documentales por la tele.

Pero Francisco ¿Qué te pasa? ¡Estás en la luna! – le dijo la maestra, trayéndolo a la tierra de un (triste) ondazo.

Nada, Seño… – contestó él revoleando los ojos y haciendo de cuenta que no pasaba nada.

La maestra, satisfecha con la misión cumplida, siguió recorriendo los bancos y Francisco posó su mirada en el cuaderno, vacío, y agarró la birome.

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¡Aaaaaah, pero me estoy yendo a la loma del ojete! – gritó con una mano en el volante y otra en dirección a la cabeza, asumiendo (recién en ese preciso momento) que estaba completamente perdido.

Se puteaba a sí mismo y se preguntaba por qué no había impreso el mapa. Pero en el fondo, sabía, que era consecuencia de creer que su memoria podía retenerlo todo.

Y ahí estaba. En medio de la autopista, con verde alrededor y carteles que no le decían nada.

Siguió de largo buscando un lugar donde pudiera retomar pero ¿a dónde? Estaba en blanco, desesperado y solo. Y lo peor es que Silvia le había advertido que se imprimiera el mapa y él  no le había hecho caso porque decía que se conocía todo el Gran Buenos Aires de pe a pa.

Ahora iba a llegar recontra tarde y, encima, lo perseguía la imagen de los chorizos secos.

La radio sonaba de fondo y mientras seguía para el lugar que sabía que no era, escuchó:

“vuelve, que sin ti la vida se me va… oh, oh, vuelve…”

Los ojos se le transformaron. Y ahora le gritó a la radio: ¿Ah, sí, Ricky? ¿Por qué no te vas bien a la concha de tu madre, eh? Y cambió el dial.

En cuanto pudo, paró en la banquina, respiró hondo unos cuantos minutos y pensó (aunque no le sirviera para nada).


Y, finalmente, se decidió y agarró el teléfono y marcó.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Perspectiva

Se levantaba todos los días bastante antes de que el sol saliera. Abría los ojos, se incorporaba y apoyaba primero uno y después el otro pie en el suelo cementado. Con pasos invisibles e insonoros recorría el tramo hasta llegar a la ropa prolijamente doblada que había elegido la noche anterior. Y se ponía requetelinda.

Dejaba preparado el mate cocido para cuando los demás se levantaran y una canasta con algo de galletitas. Ella se tomaba el suyo en unos pocos minutos y después lavaba la taza y la apoyaba en la mesada. Era entonces el momento de salir.

Era temprano pero en su barrio mucha gente sale a esa hora, así que había algo de movimiento. Algunos iban a trabajar como ella, otros nunca se habían acostado y deambulaban por ahí fantasmalmente. A algunos de esos los conocía desde chiquitos, aunque sus ojos fueran muy otros.

Caminó los pasillos alumbrados por mezquinas luces hasta que por fin salió y caminó las siguientes cuadras hasta la parada del colectivo.

Era temprano pero a esa hora los colectivos vienen llenos y le tocaba – como siempre – viajar parada. Aprovechaba ese tiempo para mirar a través de la ventana las mismas cuadras aunque sabía que a veces eran más grises, otras más anaranjadas y que cada tanto, algo cambiaba. Y ella lo sabía y darse cuenta de eso la divertía. También sabía que los barrios se sucedían y eran distintos unos de otros y que algunos tenían más árboles y colores y otros menos, que algunos tenían edificios y porteros y negocios y escuelas, que eran distintas a la suya.  

Lo que ella no sabía era que sus manos hablaban. Sí. Contaban todos los soles que las habían alumbrado pero también que habían vivido vientos y lluvias y arropado muchos bebés y cortado malezas y recogido maíces y mandiocas y algodón y plantado semillas y humeado cacerolas y limpiado tantas tantas cosas que no se podían contar.  Y por eso pintaba sus uñas de rosa, a veces de rojo y se las dejaba crecer todo lo largo que se podía.    

Siempre llegaba temprano y eso le gustaba y la enorgullecía. Podía cambiarse tranquila y así empezar con su rutina. Primero acá, después allá y allá y allá y sabía que debía cuidarse del pelado de traje que cada tanto rezongaba cuando perdía un papel. Pasaba por todos lados dejando brillos donde no había y se concentraba y también observaba. Sabía que la chica del rodete estaba enamorada del chico que estaba dos escritorios más allá pero que él no se daba cuenta, que a la señora que usaba trajes le gustaba sacarse los zapatos cuando nadie la miraba, que al señor de bigotes le gustaban los tangos de antes, que el flaquito ordenaba sus cosas por colores, que la mujer que siempre vestía de marrón le pifiaba seguido al tacho de basura y que comía muchos chicles de papel verde.

Y así, pasaba el día y cada tanto cruzaba palabras con alguien y seguro les sonreía. De verdad les sonreía. Y con sus compañeras de trabajo charlaban de las familias, de los vecinos y también de perfumes y peluquería. Y casi siempre sacaba algún nuevo dato importante.

Al salir, volvía a tomar el colectivo y ahí era posible que pudiera sentarse y lo agradecía, más que nada, porque las piernas a veces dolían un poco. A esa hora el viaje tardaba un poco más y era probable que el sol pegara en la ventana. Entonces pensaba en las cuentas, en las letras y en la tarea. Alcanzaba a pasar unas horas por su casa en las que aprovechaba para acomodar, limpiar y dejar preparada la cena y, si podía, se sentaba un rato a mirar la tele.

Con el sol casi cayendo volvía a salir de su casa. El tramo era más corto esta vez y podía hacerlo caminando. Llevaba en su bolso la carpeta, los lápices, la regla y todo lo que necesitaba. Y a la escuela también llegaba temprano y eso le gustaba y la enorgullecía y se sentaba en el banco del patio interno a esperar y saludaba a todos y cada uno de los que pasaban por ahí y lo hacía con una sonrisa.

Y así pasaba las dos horas siguientes, sentada en su pupitre ensayando letras y oraciones y cuentas y números y también observaba y atendía y pensaba y reía, a pesar de que a veces todo se le mezclaba en la cabeza y en la vista y parecía o se hacía difícil. Igual sonreía e intentaba una, dos, tres, muchas, muchísimas veces hasta que le salía.

Con su pelo negro, negrísimo y enrulado y sus ojos brillando, ella sonreía y yo así la veía, en perspectiva.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Cachos

Bancá un cacho que ya llego - expresó en un mensaje de texto al tiempo que mentía de manera alevosa. Y es curioso como los pelos, en esos casos, se rebelan como si tuvieran un pacto con la verdad, delatando el apuro.

Recién estaba saliendo de su casa y le quedaban – en condiciones óptimas - unos veinte minutos para llegar al lugar donde ya debería estar pero como lo sabía y sentía cierta culpa trataba de atenuarla buscando que el esperante supiera que llegaría en cualquier momento. Error.

Agarró la cartera, el pañuelo y las llaves pasando como remolino torpe por las habitaciones de la casa y en esa carrera se tragó una silla clavándose el filo de la pata en su propia canilla. Puteó. Quiso patear la silla pero no lo hizo y tal vez en algún momento se arrepintiera de esa gentileza innecesaria.

Caminó hasta el ascensor y apretó el botón por lo menos cinco veces. No había ruido.  Nada se movía. Tuvo que bajar por las escaleras donde descubrió que una familia se estaba mudando y vio las cajas apiladas y los muebles y tuvo que pedir permiso para poder seguir bajando y hacer frente al saludo amable de los nuevos vecinos a quienes respondió levantando la pera y haciendo una sonrisa.

Cuando por fin salió a la calle se dio cuenta que cuando se vistió se equivocó y que se iba a cagar de frío pero no iba a poder remediarlo en parte porque era tarde y en parte porque no iba a subir  por escalera los nueve pisos que la separaban de su casa.

Encaró con furia las cuadras que la llevaban a la parada del colectivo y en el medio se topó con personas que con su andar lento no se percataban de su apuro y amagó ir para un lado buscando pasar y no pudo y lo intentó de nuevo hasta que pudo. Manga de boludos, pensó.

Estaba llegando a la parada cuando vio que el colectivo se iba y a pesar de que intentó pararlo no tuvo éxito. Casi que era una obviedad en este contexto pero, por suerte, el próximo llegó en menos de cinco minutos y pudo subir y pagar con la SUBE el boleto que nunca se sabe si te cobran bien.

En el colectivo vio a un señor que se sacaba un moco tratando de disimular, a una pareja que se reía mientras se acariciaban, a un grupo de amigos que parecía venían de jugar al fútbol porque estaban sudados y con las medias bajas, a dos chicas que charlaban de tipos que les gustaban y sus circunstancias y que relojeaban por momentos al grupo de los pibes que estaba más al fondo, a una, dos, tres personas con auriculares una de las cuales canturreaba las canciones, otra se mandaba mensajes con alguien alternando la impaciencia con un juego en el celular, otra miraba un video, otra leía un libro, otros miraban para afuera y, de vez en cuando, para adentro. Todas esas vidas transcurrían ahí adentro y se movían al son de los frenos que al chofer le encantaba pisar sin ninguna sutileza. Ella aprovechó algún momento para mirarse en el reflejo de la ventanilla y acomodarse el frizz delator y arreglarse el pañuelo intentando que la protegiera un poco de la brisa fría.

Cuando el bondi iba a tomar la avenida se encontró con que estaba cerrada y siguió de largo. Había algo así como un festival de un centro cultural barrial y entonces el tramo que iba a durar cinco minutos tardó más de veinte y se acompañó de bocinazos y movimientos cortos e irritantes frente a los cuales nada podía hacerse más que esperar.

Saliendo por fin del desvío el colectivo siguió su recorrido sin demasiados sobresaltos. Se bajó una parada antes porque la ansiedad le ganó a la cordura. Y así fue como cincuenta y tres minutos después del mensaje inicial, llegó a su destino.                  

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Cortame un cacho de queso, dijo imperativo. Y alguien, del otro lado, levantó la ceja y cortó y sin mirarlo le extendió la mano. ¡Eeeeehhhhh, pero este quesito es un poco amarrete! ¿No te parece? Y alguien, del otro lado, siguió cortando en la tabla, cada vez con mayor énfasis y después de un rato de silencio y un resoplido le contestó: que yo sepa, Jorge, no existe en el mundo una unidad de medida que se llame cachos.  Eso es discutible, dijo él sintiéndose inteligente mientras tomaba un trago de vermouth y acto seguido apoyaba el vaso en el mantel de plástico con flores que tenía algunas marcas de quemaduras viejas de cigarrillo.  Y ahí nomás largó sus argumentos: el lenguaje siempre expresa algo que existe en realidad y por eso existe la palabra cacho y la palabra cachito, que nos sirven para distinguir la generosidad de la amarretería ¿entendés? Y eso, no te lo dicta la ciencia sino el sentido común pero, principalmente, el corazón. Ahí ves realmente quién es quién, es como una prueba casi y vos se ve que tenés ganas de darme muy poco…

Y tras decir eso se quedó pensando y esperando que ella le diga que no pero en vez de eso, le dijo: ¡Ay, Jorge, estás tan al pedo que no lo puedo creer! ¿Por qué no hacés algo productivo? ¿Qué te creés que pasa si voy por ahí pidiendo cachos de cosas por los negocios? El mundo no se maneja así, lo siento, y por eso existen las medidas y si querías un “cacho” más grande de queso, me lo hubieras pedido con amabilidad porque eso de pedir así como así también habla de la gente ¿sabés? Haceme el favor y poné la mesa que en un rato van a llegar las visitas. Claro, siempre y cuando, estés dispuesto a brindar un cachito de tu precioso tiempo filosofal a una tarea mundana. Jorge se levantó y buscó los platos de porcelana y las copas y los cubiertos de plata que les habían regalado para el casamiento y los puso en la mesa del comedor mientras rememoraba los cachitos de amor que añoraba.

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¡Pero me cacho en dié! - gritó al ver cómo había quedado el pantalón recién comprado después de que el auto pasara rápido por encima del agua podrida que sería impulsada, en un breve segundo, desde la zanja a la botamanga. Se quedó un poco pasmado porque no sabía qué hacer frente a tamaña mala suerte y con las manos en la nuca hacía movimientos que empezaban mirando al cielo y terminaban en la botamanga manchada. Recordó que en el bolsillo del saco tenía un pañuelo de tela y lo sacó para ver si servía de algo y alcanzó a sacar los pedacitos de tierra o mugre que venían colados en las aguas inmundas. Algo pudo limpiar y con lo poco que le quedaba de dignidad, siguió caminando. A media cuadra una pareja lo cruzó y lo miró con algo de desprecio (o miedo), y a él le dio la impresión de que creían que iba a robarles.

Al fin de cuentas, pensaba, no era nada raro este suceso en el que un evento fortuito lo convertía de hombre respetable a despreciable.

Esto ya le había pasado con la vecina del segundo piso, una mina muy linda a la que saludaba con frecuencia y con galantería le abría la puerta del ascensor o de la calle e intercambiaban frases intrascendentes pero, eso sí, muy respetuosas. Es cierto que algunas veces la había visto desde lejos que iba llegando y entonces él aminoraba el paso para “encontrársela” y entrar juntos pero nunca, jamás, se había pasado de la raya de las buenas costumbres hasta aquel día. Como tantas veces la cruzó en el ascensor y él sonrió y la saludó pero, por algún motivo al abrir la puerta del ascensor ella lo miró seria y le dijo “gracias pero prefiero no subir”. El motivo de tal desprecio lo supo recién cuando llegó al trabajo y Raúl le indicó que tenía la bragueta abierta y que, a través de ella, podía divisarse parte del miembro. Con una vergüenza infinita corrió al baño a arreglar la cuestión y cuando volvió a su casa el encargado lo encaró diciendo que había quejas en su contra por degenerado. No hubo manera de convencer a todos de que la culpa era, en verdad, de la vieja de la mercería que lo había estafado con el arreglo del cierre. Tuvo que mudarse.   

Pronto recordó también aquel día en que fue al restaurante con su cita del momento y que al abrir la puerta haciendo una reverencia para que ella pase escuchó un ruido del otro lado que resultó con una vieja de noventa años tirada en el piso y con la cadera rota, una ambulancia y toda una parentela que lo insultaba por haberle arruinado el cumpleaños a la Nona. Ni hablar que a la cita, tampoco volvió a verla.  

Y así repasó por su mente varios de esos sucesos desafortunados. En verdad, el problema radicaba en algo que él no esperaba porque el fanatismo te convierte en ciego. Absolutamente todos los sucesos habían sido precedidos por el mismo hecho: la misma música de siempre. Y él, no está en condiciones de enterarse de las causas de sus desgracias pero vos sí y podés hacerlo entrando acá.

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Escuchame, Ceferina, en estos casos es donde tenés que sacar el Cacho que hay en vos. Y Ceferina se escuchó y se hizo caso. Ella sabía lo que eso significaba.

Muchos, bastantes años antes, Ceferina fue una niña apodada Nina que creció jugando en su pueblo con muchos otros chicos y chicas. Jugaban en la tierra, a treparse a los árboles, a atrapar los sapos que salían después de la lluvia, corrían, se corrían y se reían mucho (bastante) en los ratitos que quedaban entre el trabajo en la casa, en los campos y las clases de la escuela.  Y con el tiempo fue aprendiendo que muchas de las cosas que le gustaba hacer no eran apropiadas y que, si las hacía, la gente del pueblo la miraba mal y le decían cosas a su mamá y a su papá que entre el espanto y el enojo le reprochaban que ella no era un Cacho si no una Nina y que si seguía así nadie la iba a querer. Y todo fue peor después de la primera vez que sangró y que empezaron a crecerle las tetas, a ensancharse sus caderas y a gustarle algún chico. Creció en ella el miedo al desprecio y aprendió a coserse la ropa, a hacerse polleras con volados, a desarrollar estrategias para gustar siguiendo todos los pasos que una mujer debía conocer. Y tuvo novios y, sobre todo, supo callarse cuando correspondía.  

Ya un poco más grande tuvo que mudarse a la ciudad en busca de trabajo y ahí vio que algunas de las reglas eran iguales a las de su pueblo y que si bien conoció mujeres con fortaleza, casi siempre se movían en los límites de lo que las hacía más Ninas y menos Cachos.  

Los años pasaron, y tiempo antes del suceso inesperado, un señor había entrado al negocio y le había pedido una torta para el cumpleaños de su hija y fue muy específico en que la torta fuera color rosa y tuviera unas princesas porque – afirmaba – eso era lo que la niña quería.

Sin mediaciones, a Ceferina se le saltó la chaveta y levantó la mano y con la palma golpeó fuerte el mostrador haciendo sobresaltar a todos los que estaban a su alrededor y acompañó ese gesto con un grito que incluía la palabra basta.  

Fue entonces que de su boca empezaron a brotar todas las pelotas que quiso patear, los árboles que quiso seguir trepando, las miles de palabras que calló, los gritos que ponen límites, los pelos que quiso dejar crecer, los que quiso cortarse, las puteadas merecidas, la música que quiso tocar con la guitarra, los tipos que quiso cogerse porque sí, los libros que le fueron negados, los vinos que no pudo tomar, las carcajadas a boca abierta, la vida que quiso y no tuvo, no pudo tener. Y le deseó al señor que ojalá pudieran brotar de su boca todas las muñecas a las que quiso arropar, las lágrimas que escondió, los abrazos que no dio, los silencios que calló, el amor que no mostró, los disfraces que no se puso, las pinturas que quiso pintar, las flores que quiso cultivar.

Y entre medio de las cosas que volaban por el aire, Ceferina y el señor se abrazaron sin conocerse y también, lloraron.

lunes, 1 de septiembre de 2014

¡MO-VE-TE!


Lunes, 7.30. Suena el despertador. La mano se alza y el cuerpo salta de la cama. Corre al baño, prende la ducha, se baña (shampoo- enjuague- jabón- crema de enjuague- enjuague), cierra la ducha, agarra la toalla, se seca, se lava los dientes, se peina, se viste, sorbe de un trago un té con leche, sale a la calle, sube al subte lleno hasta los huevos, su cuerpo toca otros, baja en la estación y entra a la oficina, prende la computadora, contesta mails importantes y otros no tanto, conversa con alguien, baja a comprar la comida, come, vuelve, contesta mails importantes y otros no tanto, contesta algún mensaje de texto, ríe, lee algún papel, anota, contesta mails, trabaja, mira el reloj, cierra sesión y apaga, se levanta, saluda, se pone el saco, sube al subte lleno hasta los huevos, se baja, pasa por un supermercado, agarra un canasto, compra, vuelve a su casa, cocina, toma vino, habla por teléfono, mira una serie, lee una revista, mira la tele, se duerme. Martes, 7.30…

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Una existencia paradojal era la que tenía: todo lo que le daba seguridad era lo que le provocaba inseguridad. Miraba la puerta (casi siempre) desde adentro y sentía palpitaciones. Nada bueno podía venir de afuera porque ahí estaba el peligro, lo incontrolable.  Seguridad sentía al ver las paredes prolijamente blancas, los objetos ubicados siempre en el mismo lugar y mayormente en fila o simetría, la alfombra sin manchas, los horarios justos, los besos que cada mañana despedían y a la tarde, recibían, las ollas relucientes, el medidor, la balanza, el programa de las 15 que veía en su televisor que cubría casi toda la pared, las obras de arte, los almohadones que había forrado con telas de Praga. Cada tanto se animaba a abrir la ventana, un ratito, para ver cuánto aguantaba. Y aguantaba poco porque poco era el tiempo en que las imágenes de los diarios tardaban en aparecer como ráfagas en su mente. Entonces cerraba la ventana y fijaba su mirada en la pared blanca, la colcha estirada, el cajón de juguetes cerrado, el escritorio brillante y, mientras revisaba todas las cerraduras, respiraba profundo, para poder seguir sonriendo a la hora que fuera necesario.

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No es mi culpa. Nunca fue mi culpa. El problema es que soy buena y todos se aprovechan de mí, bah, algunos (aunque sean la mayoría).  No entiendo. No puedo entender cómo me pasan estas cosas, si yo soy buena, tan buena con los demás. Doy todo, lo mejor de mí y, sin embargo, así me pagan. De puras ingratitudes está llena la vida. De eso y de gente mala, aprovechadora.    

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Desde su sillón gobernaba el mundo (en verdad parte de él) y así transcurría su vida casi todas las noches, algo de las tardes y fines de semana. La mano se pegaba al control remoto, extensión de brazo y cerebro mutilado. Los dedos parecían resortes, saltando por culos y tetas, noticias trágicas, películas de terror, dibujos animados, partidos de fútbol y otros, debates vacíos, chismes, personas cocinando, algunas viajando, óperas, experimentos, biografías, guerras narradas minuto a minuto, tiros, moda, producción en serie, violaciones, tecnología, videos pop y latinos, películas dobladas. Esa era la vida en su múltiple posibilidad, alcanzada tan solo por un dedo que se mueve. La boca, en tanto, expresaba la necesidad, la demanda convertida en orden y transformada luego en vasos de agua, tazas de café, empanadas, fideos, churrascos con puré, huevos fritos, camisas planchadas. Casi nunca, besos ni abrazos.      

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Ya sabía que no sabía nada, casi nada de todo lo importante que había que saber. Se lo habían dicho siempre, múltiples veces a lo largo de su vida: que vos no sabés, que no podés esto ni aquello, que ese es el lugar que te tocó y a bancársela. En ese estrecho mundo se movía, las más de las veces, con los ojos mirando el piso que tenía que estar limpio, reluciente así como todos los polvos que andan volando y cuya existencia evidencia su inoperancia. Entonces no se sorprendió cuando llegó la primera acusación ni la segunda ni cuando tuvo que escuchar que todo lo roto o faltante era su culpa, por ignorante, porque no le enseñaron a cuidar – le decían – porque no sabe  valorar el esfuerzo ajeno. Tampoco se sorprendió cuando no recibió el dinero del trabajo mensual porque, ya le habían dicho, que lo consideraban cobrado. Bancársela. Eso sí lo sabía y también que la próxima casa sería igual, y la siguiente igual y la siguiente, igual y que los chicos sabrían inglés y tal vez francés y podrían ser los mejores deportistas o intelectuales de la ciudad, del país o del mundo y que el polvo y los faltantes, seguirían siendo sus únicos méritos.

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“No sé lo que quiero pero lo quiero ya”, Sumo.

Algunos objetos pueden convertirse en instrumentos de tortura. Y esto, especialmente, le pasaba con el reloj, que con espadas afiladas marcaba los segundos, los minutos, las horas y los días en los que eso que debía ocurrir, no ocurría. Al menos no a tiempo. La canción decía que el futuro llegó hace rato pero no era cierto, nada cierto – pensaba - porque el futuro no llega nunca y el presente, tampoco. Más bien sentía que el presente siempre llega tarde a todo y para aliviarse movía la pierna, una de ellas, con insistencia.  Y había otra que decía que el tiempo no para pero tampoco era cierto porque a veces se detiene tanto, que duele. Y recordó entonces que otro refrán decía que hay que darle tiempo al tiempo y no podían darle más ganas de vomitar que cuando pensaba en aquello. En el fondo sabía que el tiempo no existía y que su arbitrariedad dolía en la misma justa medida en que no podía expresar su deseo.

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“Amores como flechas van cruzando el sueño y te acribillarán”, Los Redondos
Sí, es intenso pero no sabés qué lindo. El primer mensaje me lo mandó cinco minutos después de habernos despedido y decía que me amaba y lo linda que soy. Al rato, me mandó otro mensaje – divino – en el que me decía “ojo con lo que te ponés que mirá que me pongo celoso, eh?”, al rato, otro que decía “no tengo ojos más que para vos” ¿no es hermoso? Cuando me cambié pensé un poco en eso, la verdad, y como sabía que no iba a volver a verlo hasta la noche, me puse la ropa para ir a la oficina pero sencillo, viste, simple, nada de escote ni pantalón ajustado. Estaba saliendo para el trabajo y me escribe de nuevo ¿qué estás haciendo? Y a mí la verdad que me encanta que tenga la cabeza en mí todo el día, entonces le cuento que estoy por tomar el colectivo y me dice “¿no te habrás puesto muy linda, no? Mirá que me peleo con cualquiera”. Me encanta cuando defiende así sus ideales. Y así estuvimos, todo el viaje en colectivo con el whatsapp y yo mandándole corazones y él también y, de a ratos, se cortaba la señal y cuando volvía él me preguntaba si seguía ahí y entonces yo le mandaba otro corazón y le decía “sí mi cielo, es que se corta la señal porque estoy en el colectivo”. Me encanta que cada vez que tiene un minuto, me escriba, porque nos extrañamos un montón, viste, no sé si te pasó alguna vez algo así, como que no podés parar y no te importa más nada. Te juro que si me sacan el teléfono, no sé cómo haría porque lo extraño tanto y, bueno, él también a mí. Después me preguntó quién era el pibe que estaba en la foto del trabajo pero yo no sabía de quién estaba hablando hasta que llegué a la oficina y vi que habían publicado en el face y entonces le dije que nada, que era un compañero nuevo de trabajo y él me dijo “tiene cara de pelotudo, la verdad” y nos reímos y después me preguntó también quién era la trola que tenía la mini y también me reí porque esa piba es una calientapavas, no me la banco. Y bueno, estuve laburando un rato y después tuvimos que ir a una reunión y yo sentía que el teléfono vibraba y un poco me angustié porque sabía que era él el que me escribía y no le podía contestar y por ahí va a pensar cualquier cosa, que no lo quise atender pero la verdad es que no podía. Cuando fue el horario de almuerzo, recién ahí pude contestar los veinte mensajes que me había dejado ¿no es hermoso? ¡Nunca estuve con alguien que se preocupara tanto por mí! Además es re atento y me compra las flores que me gustan y me llenó la pieza de ositos de peluche. Ya sé, es medio boludo a los veintipico pero igual ¿no es re dulce? Pará, te dejo porque me está llamando y no hablé en todo el día. Nos vemos. Besos.  

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El brazo se alza de a poco como ola que se dispersa en el aire y llega a una mano que también, ondulante, mira hacia el cielo y nadando, busca. Así, se inicia, lento, el movimiento.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Silencios

I

¿No ves? ¡Sos un zapallo, tu cabeza ES un zapallo! ZA-PA-LLO. ¡Siempre lo mismo! ¿¡Será de Dios!?, le dijo mientras lo agarraba fuerte de la mano y lo arrastraba por la calle.

¿Qué querés hacer? ¿Me querés volver loca? Te dije una y mil veces, QUICHICIENTAS veces te dije que no hagas eso pero vos, dale, que dale, que dale, que dale. Me pregunto: ¿tanto sacrificio para qué? ¿para criar un zapallo? Mirá, ahí está la verdulería, capaz que te dejo. Me harían un favor.

Pasaron por la verdulería e hizo un amague y algo le dijo al verdulero. Y él, iba flotando pesadamente tras la mano que lo empujaba, lo estrujaba. Miraba para abajo así que no vio al verdulero pero sí a los zapallos, a todos, para sentirse un poco acompañado.

Así caminaron las otras dos, tres, cuatro, cinco cuadras hasta que llegaron y la mano se alivió junto con los oídos. Al menos un segundo, al menos por las siguientes siete horas. Saludaron al portero, la maestra los recibió y él se fue con sus compañeros de la sala naranja mientras escuchaba que, de lejos, hablaban de él y de lo mal que se portaba.

Ella se fue corriendo a tomar el colectivo que la llevaba a su trabajo y ahí se iba a pintar en minutos robados en medio del tráfico, iba a sacar los auriculares para escuchar música y mirar después las fotos de su familia, a quien tanto quería.

II

Hola mi amor: quiero decirte que hoy te extrañé

Bollo. Piso.

Hola mi amor: hoy estuve pensando que, tal vez, podríamos

Bollo. Piso.

Mi vida: ¿podríamos, si te parece

Bollo.

Después,

piso.

Hola belleza: tengo tu olor pegado a mí, te extraño y estás conmigo. Todo al mismo tiempo. ¿Podríamos

Recontrabollo. Piso y patada. Vuela el bollo, que es avión por un ratito.

Mano, bollo, mano, bollo, mano, bollo, pasos-pasos-pasos-pasos, mano, bollo. Bollos. Bolsa. Nudo. Calle. Basura.


III

Veía un color pero tras ese color, estaba. Sabía que estaba. Estaba y no estaba. Podía hablarle en cualquier momento. Podía. No podía. Quería. No podía. Deseaba. No podía. No quería. Quería. No sabía qué quería.

Buscó que su mirada fuera a otra parte, calmar la ansiedad, dejar de mirar, dejar de esperar, dejar.

Ocupó su tiempo todo pero igual ahí estaba, en frágil alcance, en amplia distancia, en total inoportunidad.

martes, 15 de julio de 2014

Espera

Que suene el teléfono
y surja la voz que anuncie
la buena noticia
(de su existencia).

Que los sueños
algún día
dejen de ser
solo una imagen proyectada en infinitos mundos
y tengan tierra donde pisar y cielos a los que mirar.

Que la felicidad exista
y sea posible,
más allá de un miserable segundo
en que se extingue como chispa.

Que las dudas
no le carcoman los huesos hasta estallarlos, astillarlos
si no preguntas que movilizan
y vale la pena seguir.

Que el agua corra
y los volcanes hiervan
(sin catástrofes)
y que puedan inundar con su fuego, la vida.

Que la liviandad no sea estúpida
y la pesadez inteligencia
que la mente no sea obstáculo si no abremundos
y que lo simple sea simple y más que eso.

Que la apariencia inmóvil
no le oculte la fuerza
que implica
aplacar la ansiedad del egoísmo.

Que la estupidez no gane
 y que creer en algo,
sirva para algo.

Que la espera sea
el preludio de la esperanza
y no viceversa.

jueves, 19 de junio de 2014

Causas y azares

Los mundiales ayudan a ver la posta: te gusta o no te gusta el fútbol.

Entre quienes esperamos con ansiedad letal el momento del partido se encuentran los fanáticos que miran cualquier partido de fútbol que pase por sus ojos, los que aman a su equipo y no pueden dejar de verlo ni de llevar sus colores a donde vayan y los que nos arrimamos a él en circunstancias especiales porque en algún rincón nuestro el fútbol significa algo y no podemos separarlo de nuestra historia y, por ende, de lo que somos.

Tendría 4 o 5 años cuando el abuelo Chiquito nos llevaba a la cancha a ver a Ferro. Recuerdo que antes de llegar pasábamos por la pizzería de Neuquén casi Rojas al lado de la que en aquel entonces era mi casa y comíamos de parados una maravillosa porción de pizza de cancha. Que nos divertía mirar el partido y estar rodeadas de viejos en la platea, que usaban boinas y escuchaban la transmisión de la radio y decían cosas que nos causaban mucha gracia. Lo lindo de la historia compartida es que te ayudan a llenar los huecos que la memoria escondía, como la del viejo que gritaba “Parodi, correte que están jugando” al pobre señor que, obviamente, no cazaba one.

En esa época y un poco más también recuerdo que era deseable el empate entre Ferro y River porque no se puede optar por lados de la familia y porque era mejor mantener la armonía y la alegría.

Recuerdo a mi abuelo Chiquito relatar la odisea del viaje a Montevideo a ver a Racing jugar la final del mundo con mi viejo y mis tíos y que desde entonces no se le quitó el odio por el trato recibido en el país hermano; a mi abuelo Armando y a mi viejo sufriendo porque River no salía campeón y a mi abuela Rosita diciendo que era de San Lorenzo aunque nunca le interesó un pomo escuchar los partidos.

Nací de River y no elegí otra cosa. En la familia, gana el hincha y pierde el cuadro del que poco le importa el fútbol. Entonces soy de River pero siempre fui un poco de Ferro hasta que a los 5 años me mudé a Floresta y recién a los 13 tuve conciencia de que había que ser un poco del Albo por eso de la defensa territorial y de los amigos hinchas. Lo que se dice, soy una verdadera veleta.

Cacareé como loca. Gallineta por opción, viví triunfos y también un descenso histórico a la B que a pesar de que fue un momento de darle poca bola al fútbol, me amargó enormemente. 

Ví al River campeón del 86 y al póster que mi hermano tuvo por años en nuestra habitación. Recuerdo la camiseta y los shortcitos negros cortos, el auspicio de Fate y su logo de neumático, ví jugar al genio y elegante Francescoli, al crack del Burrito Ortega, a la astucia del Payaso Aymar, al veloz e interesante Conejito Saviola, a un buen repartidor de juego como Redondo, a Mascherano robando pelotas en medio de la cancha, a las gamberolas del Mencho Medina Bello embocando una de cada veinte que tiraba - realmente - a la mierda. A Borelli y Gorosito no los recuerdo tanto jugando pero sí como técnicos y la admiración que sentía por ellos por buenos tipos y por gustarles el lindo fútbol. También recuerdo con cariño a Ubaldo Matildo Filliol, por querido y porque un verano en Mar del Plata jugué al fútbol en contra de la hija que era una capa del balón.

Los principios de los 90 fueron la época de frustración con una serie de superclásicos que nos tenían entre los perdedores y algunas apuestas perdidas con compañeros xeneizes con los que compartía cancha en el Club Estrada de Almagro, un 3 a 1 que se convirtió en 4 a 3 contra San Lorenzo en un torneo de verano que venía a golpear el alma y el humor en medio de un campamento. Primero el Bati y después Palermo y su mechón rubio la descocían y empezaba a sospechar que con tantas cosas para sufrir en el mundo, ésta iba a dejar de serlo.

Ver los domingos Fútbol de Primera y esperar a ver cómo habían salido los partidos y a las geniales compilaciones previas a la síntesis de los partidos que mostraban hinchas yendo a la cancha, eso era y es para mí el fútbol. Mis programas preferidos de entonces eran Simplemente Fútbol conducido por Quique Wolff y su pelota en mano y los compilados de Gonzalo Bonadeo, que compartían las genialidades del fútbol mundial. Y entre los de más acá Hablemos de Fútbol porque realmente se hacía eso, contra las miles de ofertas de gritos y chicanas estúpidas, faranduleras y tiramierda. Influida por la mirada de mi viejo sobre el fútbol y porque la belleza en sí misma enamora aprendí lo que era una rabona, una chilena, a apreciar caños y tacos y pisadas y a esperarlos como regla, a ver equipos que se entienden y juegan como tales. 




Obviamente admiré a Maradona y sus gambetas infinitas,  a la naranja mecánica, al juego de Pelé, a Zidane, a los lindos equipos y los jugadores que derrochan fantasías por la cancha, a las paredes que hacen nacer goles o casi goles pero que emocionan igual por lo que dicen del juego colectivo. Y soy de River pero no puedo dejar de querer y admirar la precisión de Riquelme  y al busca y busca genial de Carlitos Tévez.  

Mundialísticamente, imágenes registran a un bebé nacido meses antes del mundial del 78, rodeado de banderas y gorros; haber visto a Argentina campeón en el 86 sentada debajo de una mesa en la casa de Mir de la calle Formosa es un recuerdo inolvidable como la alegría y los abrazos que se repitieron en los 90 cuando no pudimos creer que le ganamos a Brasil después de que por magia la pelota no entrara en nuestro arco después de pegar varias veces en el palo o cuando Goyco se atajó los penales inolvidables, motivando la salida de Italia y nuestra entrada a la final que, perdimos, en un afano colosal y un mal arbitraje que recordaremos para siempre, la cortada de piernas del 94, un aliento con camiseta para el mundial del 98, una hinchada multitudinaria para el 2002 y unos olvidables 2006 y 2010 por la ilusión rota. Me gustó la Copa América conducida por el Coco y también disfruté de los juveniles de Pekerman y de una etapa de Bielsa.

El fútbol es mi hermano jugando con la pelota de media en mi casa mientras relataba sus propias jugadas, los relatos sobre el potrero y la amistad, mis abuelos, mi viejo, mis primas y primos, los cuentos de Fontanarrosa y de Galeano que me hacen reír y sonreír, el Racing que un poco sufrí también con sus partidos perdidos en el último minuto o su inexplicable mala leche de tiros en los palos haciendo real el dicho de que la pelota no entra, compartir la emoción, el abrazo y la decepción, los tablones de madera de la cancha de Ferro a la que volví a ver de adolescente en su decadencia futbolística por razones amorosas y propias, y convocada en más de un recital, la cancha de Lanús a la que íbamos a almorzar, las letras de una bandera que ayudé a hacer, muchas cosas que no entiendo ni entenderé, muchas cosas que disfruto y espero seguir disfrutando, la picada que en cada partido de la selección renace para encontrarnos en esa esperanza de querer que el equipo juegue lindo y se encuentre, otra vez. 


lunes, 9 de junio de 2014

Salto

                                                  Rayo
                                            que parte
                                           te parte
                                       las certezas
                                       que caen
                                    desplumadas
                              desnudas de verdades
                                 y mueren a tus pies, que andan y andan
                                                                  hasta el puente
                                                               que es camino
                                                           invitando a explorar
                                                             a saltar
                                                     a mirar el otro lado
                                                de las cosas.





sábado, 7 de junio de 2014

Absolutos

Mi mamá solía hacerme notar con cuánta frecuencia utilizaba la palabra “Odio” para iniciar mis oraciones en la etapa de la adolescencia. Y en esa etapa, el apasionamiento es lo que rige en casi todos los ámbitos de nuestra vida.

¿Dejé de odiar o simplemente dejé de decirlo? ¿Sigo odiando o el tiempo me llevó a atenuar el odio al transformarlo en otras cosas? 

Sin amor no hay odio. Complementarios, ambos movilizan y apasionan y ambos tienen diferentes gradualidades, niveles, sujetos y objetos a los que dedicamos nuestro sentimiento.

Entonces, hago listas, repaso en mi cabeza que hay de cada lado y escribo.

Odio
La represión en todas sus formas.
La injusticia, siempre.
El egoísmo, sobre todo cuando es ejercido contra otros.
La desconexión.
La mentira.
La traición.
El capitalismo.
La desesperación.
El calor extremo.
El subte lleno.
El cilantro.
El picante que sale por la nariz.
Las canciones que denigran.
Cuando no me sale algo y me siento inútil.
Cuando lo que hago es inútil.
Cuando no creo en mí.
Cuando no puedo parar de juzgarme.
Cuando el odio me toma y me hace ver todo mal.
Cuando camino por la calle y no miro.
Enojarme, por no poder hacer otra cosa.
Olvidar algo importante.
Quedarme dormida.
El odio inútil.
Saber quién es Wanda Nara y otras personas que poco importan.


Amo
Las hojas de otoño, más si tienen muchos colores.
El olor del jazmín del país cuando me sorprende caminando por la calle.
El ruido del mar, sobre todo si hay poca gente en la playa.
El mar, cuando puedo contemplarlo.
El sol tibio.
El olor que queda después de la lluvia.
El olor de la comida en general y en particular cuando viene de mi casa.
Que la comida tenga muchos colores.
Cocinar para otros y que les guste.
Hacer y probar comidas nuevas.
Compartir la comida con personas que quiero.
El salame y el queso, el cantimpalo, los panes, las sopas, los guisos, la papa y cualquier cosa que se haga con ella, en especial la tortilla.
La cerveza, sobre todo si es verano, está muy fría, es compartida y se toma en la calle.
El mate.
Hacer regalos.
El color violeta.
Las historietas, sobre todo las que mi viejo me enseñó.
El vino tinto a temperatura ambiente especialmente si lo acompaña una charla.
La música, más si encuentro la que acompaña el momento.
Las canciones que me hacen sonreír al escucharlas.
Las  letras de las canciones cuando me hacen sentir acompañada.
Las canciones que están dentro de mi vida porque me hacen recordar algo.
Bailar, sobre todo con mis amigas.
Los libros, cuando me hacen imaginar y pensar y no quiero que terminen.
Las películas que me hacen emocionar.
Los cuadros, cuando abren miradas distintas del mundo.
Los bares viejos, siempre que no tengan dorado.
La amistad, en especial las que construí en mi vida.
La soledad, si está en su justa medida.
La compañía, cuando es real.
Las miradas.
Las luchas que se ganan, las que se siguen, las que inquietan y movilizan.
Todo lo que me conmueve, porque me muestra que estoy viva.
Gritar un gol con el alma.
Cuando algo me sale bien.
Reírme a carcajadas y que me duela la panza.
Cuando mis sobrinos se ríen y juegan, cuando salen corriendo a saludarme.
La alegría.
Soñar despierta.
Imaginar.
Escribir.
Enseñar.
Aprender.
Descubrir que esta lista es mucho más larga que la otra.
Abrazar, besar, amar.
A muchas personas
Por lo que son
Por lo que admiro de ellas
Por tenerlas en mi vida
Por lo que entregan
Por lo que de mí reflejan, sea malo o bueno.
A mi familia, la de cerca y la de lejos, la biológica y la elegida.
A mis abuelos, por haber podido jugar con ellos.
A mis amigas, por encontrarnos en la vida y elegirnos.
Vivir, para poder seguir haciendo esta lista.


martes, 27 de mayo de 2014

Como ventanas

Se abren…. 

Entra el viento y la luz que de a poco ilumina, escenas, que entran de a una y simultáneamente. 

I

Ahí estaba el hombre, todo abatatado por la macana que se mandó por querer hacerse el macanudo. Y la jodió. La jodió bien jodida cuando le dijo Zulma a la mujer del amigo que resulta que era la que iba después de Zulma y no recordaba su nombre. ¡Ta que lo parió!, se decía a sí mismo mientras se rascaba la cabeza con el dedo índice y la otra mano iba a la cintura para mantenerse erguido pensando cómo salir de esta. Y todo eso pasaba, mientras la que no se llamaba Zulma con risa incómoda por fuera y enojada por dentro miraba la pollera tableada y roja que el viento movía y que en ese momento parecía mucho menos linda que cuando la había probado esa tarde en su casa. El segundo hombre en cuestión, culpable por haber tenido un pasado amoroso y un amigo tan cachivache, trataba de tomar con su mano transpirada la mano de la postZulma que lo esquivaría, solo por el rato en que durara el mal trago de un pasado, pisado. 


II

Se está apagando el gas del horno, Rogelio, y no puedo hacer la torta para el cumpleaños del nene. ¿Y qué querés que haga? – respondió él, que en el fondo se sentía un poco inútil por no poder resolverlo. Ella se fue para el living y marcó el teléfono del gasista que, por suerte y GRACIAS A DIOS y a la falta de clientes más urgentes, le dijo que estaba cerca y pasaría en un rato. Ella trató de matar la ansiedad que la carcomía usando su tiempo en las otras millones de cosas que tenía que resolver: sacar la ropa, colgarla, llamar a la amiga para arreglar la salida del domingo con las chicas, terminar el vitel tone, regar las plantas, poner el repuesto del papel en el baño, armar la lista de lo que había que comprar para la cena del sábado, planchar la ropa que se iban a poner…

¡Riiiiiiiiiiiiiiingggggg! ¡Riiiiiiiiiiiiiiingggggg! ¡Riiiiiiiiiiiiiiingggggg!

Rogelio corre a la puerta a recibir al gasista que entra secándose la transpiración con la parte externa de la mano mientras saluda a todos y se intercambian preguntas sobre el bienestar de las familias. Abre la puerta del horno, mira, prende, se apaga, agarra una herramienta, prende de nuevo, se apaga, tiene el botón apretado un rato y nada, se apaga, hace un chasquido raro con la boca de esos que indican un desafío para el hombre de oficio. Rogelio y Nora se miran preocupados por distintas cosas y también miran al señor esperando que su saber más lo que lleva en la valija sean capaces de resolver el problema ya. La mano del gasista vuelve a frotar la frente, clic, prende, se apaga de nuevo, usa una tenaza y mueve algo, clic, prende, pup, se apaga, ahora clic dura un poco más, Rogelio y Nora se esperanzan pero no, pup, se vuelve a apagar y es entonces cuando la sentencia fue dicha sin remedio: es la termocupla y hay que cambiarla. 


III

Yo le dije a la Carmen que el tipo era un crápula pero no me hizo caso y ahora mirá como está la pobre, toda descompuesta por la bazofia esa que le compró. Es que en serio te digo parece como si el alma se le hubiera ido por los caños y ahora estuviera nadando andá a saber en qué parte del Río de la Plata. Pobrecita. Tan linda que era, como una venusafrodea a la que todos se daban vuelta para mirar y sin embargo, insistía e insistía en querer adelgazar. Es que llega un momento que se tu pudre la cabeza ¿viste?, que meta con las tetas paradas, la cara sin arrugas, la panza achatada, que al final con tanto service se le fueron hasta las ganas de reír. ¿Sabés lo que hacía? Se llevaba un tapercito escondido con una ración de – vamos a decirle comida – para picotear por ahí lo justo y necesario para mantenerse con vida. ¡Se cuidaba un montón! Se cuidaba de que el vestido le entre, de que la admiraran y la halagaran porque no parecía para nada la edad que tenía, de no odiarse cuando mirara su cuerpo en el espejo pero no, nunca era suficiente. Entonces apareció el mercachifle ese con la pastilla y durante un tiempo estuvo algo bien, como que le volvía la emoción al cuerpo aunque más que nada se aceleraba pero ella decía que estaba fantástica y con los días la energía se fue transformando en nervios y después en una cagadera interminable que la dejó encerrada. Y acá está, la pobrecita, apoliyando día y noche, levantándose de a poco para comer otro poco y seguir viva. A veces llora, la escucho que llora pero no sé si entrar a su habitación porque no quiero meterme donde no me mandan.     

Y son como ventanas las palabras, que abren mundos.

martes, 15 de abril de 2014

Barrio

Volver al barrio queriéndolo porque es todo lo que fue y lo que hizo conmigo al transitarlo.

Bajar del bondi en la Av. Rivadavia frente a la casa en la que viví durante 16 importantes años de mi vida, cruzar la avenida por el medio y ver que el supermercado chino sigue ahí pero que todo lo demás está casi otra cosa y recordar que ese supermercado fue antes el negocio en que mi abuelo Armando compraba las galletitas en lata y antes un lugar donde vendían heladeras, que los kioscos que estaban casi pegados ya no están más pero que yo iba a comprar a ambos porque era amiga de ambos kiosqueros y que cuando iba a uno trataba de que el otro no se diera cuenta. Que en uno podían comprarse las mielcitas y el naranjú y en el otro las cosas de librería que la escuela pedía y que había olor a mapas y papel afiche y que los viejos te llamaban por tu nombre y conocían a toda tu familia, que a ambos iba a comprar los cigarrillos para mis viejos y que, en épocas de malaria hiperinflacionaria pasaron de paquete a cigarrillos sueltos de marca Achalay o atados baratos Saratoga de color verde oscuro.  

Pasar por la esquina de lo que era Balón 4, bar y pizzería de no recuerdo cuales 4 gloriosos jugadores de Racing Club de Avellaneda donde todos fuimos a festejar las victorias del Mundial del 90, hasta que se pudo. Ver la todavía esquina rota y desahuciada del club social Mariano Acosta, que algunas noches observaba desde la ventana de mi habitación, con sus lúgubres luces verdes y de la que escuchaba un poco la música que movía a las parejas que bailaban en la pista.

Doblar por la esquina subiendo por Mariano Acosta, y ver la verdulería y el otro kiosco y la peluquería que todavía existen, la escuela primaria Ángela Medone de Caviglia que hace unos años ya había visto pero que esta vez traspasé con el recuerdo para revivir los juegos en los hermosos patios coloniales, las comidas en el comedor, los juegos en el salón de actos fuera de clase, mi maestra Susana de 6° y 7° grado, mis compañeros, la puerta que en los veranos usábamos de escenario para hacer las coreografías de Flavia está de fiesta y jugar a algo mientras algunos vecinos pasaban y sonreían, caminar por  la puerta de la casa de Grachu de la que en ese momento salió un Señor, la puerta de la casa de Elsa donde iba a cantar acompañada y que también era de Alberto y Luciano y Camila, la esquina donde alguna vez hubo un almacén que – aunque íbamos poco – recuerdo que abría los domingos. Ver de refilón en la calle de enfrente la puerta verde de la casa de Ale, la negra de la casa de Giselda y la bordó de la casa de Gaby, de las que también conservo recuerdos de juegos compartidos en tardes post escuela.

Mirar por Ramón Falcón para el lado de Candelaria y recordar las salidas del colegio en las que iba a acompañar a mi amiga Diana porque nos gustaba quedarnos en la esquina de la panadería Don Valentín charlando con los chicos. Recuerdo que ahí también paraba una banda de pibes grandes (debían tener 15 años, como mucho 17 mientras yo tendría entre 10 y 12 años), que fueron los primeros rolingas que vi en mi vida, con jardineros de jean y en cueros y topper blancas, alguna que otra remera de Sumo, alternando esquina con los fichines de Rivadavia. Que después supe que algunos de ellos se habían hecho adictos a la heroína (gran problema de los adictos de los 80) y que alguno también había muerto por haber contraído SIDA, en ese entonces tan nueva y poco tratable.   

Que nuestras tardes transcurrían ahí a veces y otras en la calle Rafaela frente a la escuela de monjas del Milagro, bellísima calle por la que pocos autos pasaban y en ciertas épocas se inundaba de florecidos jacarandás. 

Otras tantas tardes las pasábamos en la plaza – también llamada – Ramón Falcón luego devenida en Ernesto Che Guevara, como resultado de la organización vecinal, plaza en la que jugué muchas veces y pasé más para tomar un bondi, visitar a alguien o acortar camino para el Parque Avellaneda, plaza que nos cobijó el día que amenazaron de bomba a la escuela primaria y resultó ser una de las actividades más divertidas a pesar del terror que originaba la idea de que todo podía explotar por el aire, plaza a la que nos llevaban mis viejos y a la que íbamos a tomar helado de manzana verde porque era uno de los gustos más ricos y originales, plaza que tiene el mural de los pibes que murieron en el accidente en la ruta cuando iban a ver a Boca y a los que sus amigos quisieron recordar por siempre en el barrio que amaban, plaza con mesitas de cemento y una fuente que nunca funcionó como tal, con un anfiteatro bello que no se usaba para mucho pero era un genial escenario de juego porque tenía muchísimas escaleras para subir y bajar sin parar, plaza que hacía de ring para las peleas que se iniciaban en la escuela y debían seguir en otro lugar, plaza a la que llevé a un taiwanés que quería aprender español para enseñarle palabras y cómo manejarse en la calle.  

Cruzando la calle llegué al antiguo Larroque, mi escuela secundaria, alegremente reconvertida en bachillerato popular. Entré por la puerta que crucé tantas, miles de veces y viví presente y pasado de un solo golpe, dibujada la sonrisa, espontánea y el corazón saliéndose de la emoción. Creo que se lo dije a cada persona que me crucé, con una indisimulable densidad para extraños (les pido mil disculpas).

Al pasar el pasillo, un vejestorio cartel que decía preceptoría y que recuerdo como lugar de Marta y Betty y al que una vez fui preocupada a contarles con una vergüenza sin igual que me tenía que ir porque me había manchado todo el guardapolvo. Marta me acompañó hasta mi casa para que pudiera cambiarme en un lindo gesto de solidaridad femenina. De ahí, subir por la escalera al lugar de la reunión que significaba volver al aula donde empecé mi primer año de escuela secundaria.

Recordé el corte carré y las tetazas de Farace, la profesora de biología, y su talento para acortar apellidos y para pronunciar de manera inolvidable las palabras fitoplancton y zooplancton, a la vieja Morales de lengua y literatura que se llevaba las agujas para tejer y se dormía mientras hacía dictados, al profesor de francés canoso que pienso que duró poco, que repetía “Et voilá!” señalando el libro de texto mientras escupía y se le juntaba baba en las esquinas de la boca pero que parecía simpático, el tacho de basura que quemó Garacciolo, un rubio con aparatos y pelo largo, bardero y gracioso que solo duró ese año, el pelo tirante de la que fue después mi amiga Mechy, los ojos verdes de la que sería luego mi compañera de banco y amiga Sabri, los rulos y la sonrisa perpetua y matinal de Sami tan llena de un (para mí) incomprensible optimismo, las amigas de la primaria con las que continuamos y las que empezamos a hacer nuevas.    

Poco duré en el asiento, en parte porque la reunión no empezaba y me dio el pie perfecto para circular en soledad con mis recuerdos. Bajé la escalera y vi el aula donde cursé 3° año y que en ese momento estaba habitada por chicos y chicas que hacían alguna actividad. 

En ese aula mi viejo fue a dar una charla sobre literatura fantástica y novela negra a pedido de la vicerrectora que era una señora muy poco agradable (parece que a causa de un pasado triste) pero que sí amaba la literatura y que pegó buena onda con mi viejo porque su marido fallecido era tan amante de esa literatura como mi papá. En ese aula me enojé con la profesora de matemática Ruggeri, a la cual estimaba, porque no había querido explicarme algo que no entendí, en ese aula todos nos complotamos en una graciosa mentira colectiva dirigida hacia la profesora Maniglia de geografía, una vieja amargada que usaba yoguineta y mocasines y que tenía una valijita marrón de cuero en la que guardaba sus mapas amarillos y calcos precisos y una cartuchera con bellas lapiceras de tinta, que vivía contando anécdotas sobre cuánto amaba a su padre fallecido y que se hacía traer una silla especial porque le dolía la columna. Señora a la que poco le importaba que aprendamos algo, que nos obligaba a aprender nombres de ríos y orografías varias de memoria y con la que dábamos lección leyendo el libro abierto tras sus espaldas. Era muy fácil, considerando que la mujer nunca se daba vuelta para mirarnos y que lo único que le importaba era que calquemos mapas. En ese aula tuve también una de las primeras discusiones con algunos de mis compañeros, propiciadas por la genial profesora de Cívica Cajuso que usaba pulóveres iguales a los de Carlitos Balá pero que nos hizo buscar la historia de los partidos políticos que quisiéramos y entonces investigamos con mis amigas sobre el Partido Socialista y por no sé qué consigna terminamos grabando en un cassette en el living de Mataderos “la marcha de la bronca”, no sin antes habernos reído un millón de veces. En esa clase fue que grité a mis compañeros que tenían que leer el Nunca Más y que no era cierto que uno no podía posicionarse por no haber vivido en ese tiempo o porque tu familia no se hubiera visto afectada por la situación. En ese aula conformamos el cuarteto donde dibujábamos a los profesores y nos reíamos mucho, cargando a Sami con su “novio” Diego, el profesor de biología al que no le gustaba lavar a mano y parece que no tenía lavarropas o haciendo a piloto con Rusjan (básicamente porque el piloto era más grande que ella). Y solo había visto una puerta.   

Subí la otra escalera y me asomé por la puerta de lo que fue el aula de mecanografía, que en otros tiempos solía tener el teclado de la máquina de escribir pegado en el frente para que memorizaras las letras y miraras para adelante. La profesora Zunilda usaba polleras como las de mi abuela Rosita pero tenía - por lo menos - como 30 años menos y el profesor Claudio venía a las clases tarde y con más cara de dormido que yo (¡y eso es mucho decir!). En apariencia inútil, para algo sirvió porque años después tuve un trabajo como data entry por a saber escribir sin mirar el teclado.

Caminé por el pasillo y me recordé en tránsito en los momentos de recreo, recordé al pibe que pasaba cantando las canciones de cancha y al otro que me decía “orfordddd” cada vez que nos cruzábamos, la circulación en la que conocías a los de otros años, primero todos más grandes, luego todos más chicos, el preceptor que tenía una banda de música y era fan de Soda Stéreo, la escalera en la que un día mi hoy amiga Paula me prestó el videocassette de Silvio Rodriguez como una primera complicidad, los mini patios, el kiosco donde compraba los paquetes de palitos o chicitos truchos y, eventualmente, algún que otro Guaymallén. De pasada bien apurada también ví las aulas de 2°, 4° y 5°.

Como catarata de imágenes, viene la estación del Sarmiento y su puente infame con olor a meo, el mercado, la heladería Trento, la librería Pepe Grillo, la casita de la Selva, la plaza, el parque, el empedrado de la esquina de Bacacay, el Saavedra y el Calviño, los nefastos Centros de Detención Clandestina Talleres Orletti y El Olimpo, que escrachamos las veces que pudimos, las mueblerías yendo hacia Nazca, los negocios de sanitarios sobre la Av. Alberdi, el 4, el 86, el 5, el 36, el 63, el 2, el 92, el 96, el 104, el 114, el 85 que me ayudaban a ir y volver del resto de la vida, la placita de la Candelaria, el banco Provincia que conocí desde adentro porque vivía mi amiga Rosario, la casa de sepelios del Sr. que había sido presidente de la cooperadora de mi escuela primaria, el Blockbuster que antes fue Pumper Nic y al que alcanzamos a ir en algún tiempo recién empezada la secundaria, la calle Ensenada en la que vivió mi viejo una vez separado y en las que escuchábamos a Pappo y la Mississippi, All Boys aunque estuviera a 25 cuadras, la pizzería Bum que tenía rocola, las puertas de las casas que hacían de bar los viernes y sábados por la noche, la entrada del edificio que fue testigo de charlas, de tiempos al huevo, de besos, amores y amistades.    

Algunos dicen que afirmar que sos de barrio y estar orgulloso de eso es una gilada pero el barrio es el espacio público en el que te movés como si fuera tu casa, el lugar de juegos, de estudio, de aprendizajes, de amistades, de amores,  el lugar desde donde ves otras partes del mundo. 

Y yo amo a Floresta, mi barrio. 

sábado, 15 de marzo de 2014

Palabras

Todos tenemos nuestras preferidas y nuestras detestadas, las que más decimos, las que tienen épocas, las que nunca diremos, las que nos hacen recordar, las que omitimos, las que queremos olvidar.

Amadas, elegidas, odiadas, usadas, prohibidas, ajenas, memorables, omisibles, olvidables.

Todo eso pueden ser las palabras.  Y más también…


Linda buzarda le quedó después de lastrar la buseca que contenía altos niveles de perejil, de esos comestibles, bien verdes y perfumados que poco tienen que ver con los otros que - por perejiles - generalmente evitamos.  

Fue entonces que alguien dijo una paparruchada y se rió con lo poco de panza libre que le quedaba mientras dejaba un restito para el tinto que tomaba sin soda ni hielo tal como le habían enseñado.

La luz de la temprana tarde filtraba por el vidrio del vaso cada vez más vacío en el que alcanzaba a ver las partículas volando y, también, el ojete de Marta. Pero mirarlo le daba vergüenza y no quería parecer ni un salame ni un baboso, así que enseguida llevó sus ojos hacia otros lugares de la terraza. 

Se encontró con un ancho de basto arriba de la mesa que venía a querer hacer una primera y despertaba suspicacias en los restantes cinco jugadores que se preguntaban si eso sería todo o si habría más. Todavía, la ronda no había permitido que las señas pasaran de boca, ojo, cara a ojo, así que el clima se mantenía con suspenso y algún que otro reproche.  

Vio la palangana verde que estaba en el piso, conteniendo las extremidades inferiores de la Tota que estaba dándose un mimo luego de las horas que pasó parada cocinando para todos. Entonces se tocó la panza, casi como en un gesto de agradecimiento a ese sacrificio culinario. Al lado, el perro tirado al sol, descansaba y miraba a todos de reojo y de vez en cuando levantaba una oreja cuando sonaba un grito de falta envido o risas que venían de lejos.

Los nenes y las nenas corrían, algo gritaban, se peleaban y reían mientras jugaban a algo que no conocía. Otro grupo había aproximado las sillas armando una ronda que poco tenía que ver con lo circular pero que igual unía a través de la palabra, la mirada y el mate. Los restantes, se mantenían dispersos, en sus mundos o en los ajenos, como él. 

Mientras oteaba pensó que tan mal no tenía la azotea porque todavía se acordaba todas las fechas de los partidos del domingo y también las de los cumpleaños de todos los presentes. Suficiente, pensó, para seguir llenando el vaso en esta linda jornada. Y se alegró y arengó un brindis.
  
Glosario

Buzarda: dícese de la panza considerable, probablemente hinchada  y acompañada por una o dos manos (propias) que la tocan, ya que esta se encuentra saciada.

Perejil: hierba para sazonar o aromatizar comidas, de crecimiento cuasi silvestre o adjetivo aplicado a personas con características de nabo, que pagan culpas ajenas justamente a causa de su condición. 

Paparruchada: boludez.

Ojete: puede aplicarse a cierta parte posterior del cuerpo humano, que puede ser protuberante o no y que es objeto de miradas, deseos y dichos (no siempre bien recibidos). Puede utilizarse también como adjetivo para describir una situación en la que a alguien le ocurren cosas buenas sin haber hecho nada para merecerlo o a quien tiene suerte por azar.   

Salame: embutido maravilloso e irremplazable, generador de felicidad y de colesterol malo para toda aquella persona que no haya renunciado a comer carne por amor a los animales. Se utiliza también como adjetivo aplicado a personas que realizan acciones desubicadas para su contexto o que pretenden ser graciosas, sin lograrlo. 

Azotea: parte superior de un inmueble o de una persona.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Redondeando

“Te prefiero igual, internacional”, Fuegos de Oktubre.

Tengo muchos recuerdos de la música a lo largo de mi historia y de las muchas músicas y letras, siempre hay algunas que se incrustan como partes, bien adentro, algo así como constitutivas, a las que siempre poder volver para encontrarse.

Eso representan para mí Los Redondos, los que en su largo nombre son Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y que recuerdo haber escuchado por primera vez a los 10 u 11 años cuando pasaban sus temas por la Rock & Pop y yo solo tenía un cassette de Sui Generis. El disco que sonaba era Un baion para el ojo idiota y esa canción que hablaba de una Vaca Cubana me gustaba mucho sin saber por qué. 

Cuando tuve 15 o 16 los fui a ver por primera vez a la cancha de Huracán y puedo asegurar que sentí plena felicidad y que varias veces cerré los ojos para sentir solo la música que estaba siendo, a pesar de los apretujones, las tocadas de culo y los aplastamientos. Recuerdo que, de pronto, una zapatilla se perdió en la multitud y que gritamos para encontrarla y que una vez que lo hicimos junto a otros muchos desconocidos amigos nos abrazamos armando la ronda para que nuestra Cenicienta de Topper pudiera ponérsela y volviéramos todos a saltar otra vez, hermanados.

Pero la historia es incompleta sin mencionar la presencia policial que hubo antes y después en años de gatillo fácil, razzias que dejaban a muchos pibes con las esperanzas de llegar al recital, y un Walter Bulacio de por medio al que siempre y cada vez íbamos a recordar. 

Y a pesar de eso, sabiendo todo eso, todos queríamos volver porque volver también era una forma de decir que acá estamos a pesar de los palos, los gases y las balas de goma. Y, a veces, también la pasamos mal. 

Fue ese día supe que era parte de ese sentimiento, de ese movimiento que nos unía a todos en el canto y el pogo y que ellos y su música eran una parte de mí y de muchos otros también.


Los discos de Palladium y Stud Free Pub con temas inéditos que uno de mis primos grabó en cassette para que conociera todo lo que había circulando, el saxo que me invitó a soplar (y del cual increíblemente salió un sonido) y que él había decidido tocar porque Sergio Dawi así se lo dijo con la mirada en un recital.

Todos los rock que bailé con mis dos compañeras de ese baile a lo largo de las décadas y con las cuales el bailar siempre viene con el cantar y la emoción de haber saltado juntas en esos recitales, y en la vida.

La remera negra y vieja en la que pinté con letras violetas Violencia es Mentir de un lado y Vivir solo cuesta Vida del otro, la frase que escribí en colores en la pieza de la adolescencia “fijate de qué lado de la mecha te encontrás, con tanto humo el bello fiero fuego no se ve” junto a los pósters del Indio cantando con su bigote y otra de la banda completa en un banco de alguna plaza. 

Las canciones que cantamos un sábado, en grupo, sentados en distintas partes del bondi, copando los asientos de atrás y del medio mientras íbamos quien sabe a dónde.

El “Omar, hay un acople” que muchos sabemos de memoria y decimos riendo porque antecede a las geniales frases de esa canción “si empiezo a desconfiar de mi suerte, estoy perdido pues tengo ideas cada vez menos atrevidas”, “tu bolsillo es más profundo que su gracia y calcular tu oración puede llevarle la vida a un corazón que no puede cumplir más promesas ya”.

Los recitales en la cancha de Huracán, en los estadios de Mar del Plata, la primera vez de Villa María, en el Monumental, en la cancha de Colón en Santa Fé, en la de Racing y el último de todos en el Chateau Carreras de Córdoba capital aquel fatal 2001. Las travesías para llegar hasta allá, los micros, trenes, autos, combis que copamos. La policía, siempre.

Las bengalas rojas y las banderas agitadas en el mar de gente más lindo del mundo en un anfiteatro colmado en la noche de Villa María, cantando, saltando y bailando por todas las cosas que tenemos ondeando en el corazón.

El grito “vamo´ loco que somos todos redondos” como código para evitar la cagada o desubicación de alguien que andaba por ahí.

La guerra de barro en la cancha de Colón, como bálsamo tras la corrida de la policía. El ignoto que me agarró de los pelos para cuidarme de la estampida y del que no recuerdo ni sé si vi su cara.  

Las miles de cuadras que caminamos al salir del Cilindro de Avellaneda y la vista a ese puente en el que solo había multitudes.

El dibujo de Oktubre que copié y pinté en la espalda del guardapolvo, en las que un tipo rompía cadenas.

El rojo y el negro.

El sonido del inicio de Luzbelito y las Sirenas.

Todas las frases que me acompañan en la vida.

El gris y el naranja.

El diablo y los perros, repetidas veces.

El tema que un día eligieron para bailar y cantar, como un regalo.


Elegir es muy difícil pero en un esfuerzo infrahumano y autoimpuesto seleccioné cuatro temas de cada disco porque claro está que sino los elegiría a todos. 

Va la lista que, espero, disfruten tanto como yo.

¡Salud! El infierno está encantador esta noche.