Esto se está yendo
al tacho, Obdulio. Y no lo vi. Lo peor es que no lo vi. Debería haberlo
imaginado a la primera señal. Si no fuera por la puta esperanza que te ciega,
tal vez… me hubiera dado cuenta.
Y mientras lo decía miraba al horizonte, viendo realmente
poco de lo que había delante de sus narices. Y después de hablar, se quedó sin
palabras y siguió mirando, ahora al vacío, hacia dentro de sí.
Obdulio sabía que lo que se dijo era una verdad y
que él tampoco había podido advertir las consecuencias de su poca perspicacia.
Y ambos, por primera vez, comprendieron que el
futuro es el presente acelerado.
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Se gambeteó a cinco y después hizo dos paredes que
terminaron en gol, en golazo para archivo.
Y una voz se escuchó, entre tantas otras que festejaban.
¡Vamoooo carajoooo! ¡Te sigo de acá a la China, papáaaaaa!– gritaba agitando su mano y su remera
desde el paravalanchas.
Y se rió con la mayor plenitud posible. Y abrazó al
que tenía al lado. Y después se tocó las bolas, dedicando ese gesto a la (virtual)
hinchada contraria.
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Se citaron a tomar el té en una confitería antigua,
llena de dorados y firuletes. La carta incluía distintas variedades de la
preciada infusión y ofrecía acompañarlas con una degustación de tortas, bocaditos
varios y sanguchitos de miga. Cuando el mozo llegó, pidieron todo. Se habían
encontrado a las 17 hs., siguiendo las mejores tradiciones londinenses (o al
menos así dicen). Hacía tiempo que no se
veían. Y se notaba.
Una de ellas dio una mirada periférica por el lugar
y alcanzó a notar distintos rubios con peinados de peluquería, algunos dientes
pintados sin intención, manos con anillos dorados en los dedos meñiques que
(cada tanto) se alzaban con pretensión de buenos modales.
Cada una miraba para distintos lados y así
transcurrió la espera hasta que la mesa estuvo repleta y entonces el espacio se
llenó de comentarios elogiosos a los manjares y el ruido de las bocas
rumiantes.
Y cuando ya no había externalidad que permitiera
seguir posponiendo lo inevitable, empezó la conversación.
- - Escuchame, Elsita, no sé qué es lo que contaron
pero, sea lo que sea, estoy acá para que me preguntes lo que quieras porque yo
tengo la conciencia limpia ¿sabés? Hay gente muy mala en este mundo, que habla
por envidia, por descaro, por desprecio, por aburrimiento, por querer joderle
la vida a los demás. Y yo, sinceramente, quiero creer que vos confiás en mí
porque vos me conocés bien y sabés que nunca haría nada para perjudicarte, que
no pondría en peligro nuestra amistad de tantos años por nada del mundo. Porque
¿cómo podría hacer algo así? No creo que vos pienses que soy capaz de algo
semejante ¿no? ¿no, Elsita? ¿Te acordás cuando íbamos a los bailes en Ferro? ¿Y
cuándo le hicimos la joda a la Fernández? ¡Ja! ¿Te acordás, no? ¡La verdad que
éramos bravas! La Fernández… ¡qué mala que era! Se lo merecía después de todo.
Y después, siempre me acuerdo cuando íbamos a tu casa los sábados a pasar la
tarde ¡Qué bien que la pasábamos mirando las revistas, enterándonos de esas
cosas que parecían prohibidas!
Elsita, mientras tanto, la miraba. Y la otra, absorta en sus recuerdos, siguió:
- - ¿Y te acordás cuando seducíamos al boletero para
que nos dejara quedarnos en el continuado? ¡Qué divertido que era! Y ese James
Dean ¡Qué pinta que tenía! ¡Esos sí que eran galanes de verdad! No como los de
ahora… Bueno, a mí siempre me gustó
James Dean pero a vos te gustaban más Marlon Brando o Marcello Mastroianni ¡Qué
lindas que eran aquellas épocas! ¡Quién pudiera volver! Pero bueno… después
vinieron los chicos y toda la cosa y la vida te cambia, te cambia toda. ¿Te
acordás cuando pasamos ese verano en Mar del Tuyú? ¡Qué lindo fue todo! Y los
chicos… ¡qué grandes están ahora! Me encanta que ellos también puedan ser
amigos…
Elsita seguía comiendo y de a ratos sorbía algo de
té. La escuchaba, la miraba, la buscaba y finalmente, le dijo con mucha
tranquilidad:
- - ¿Sabés qué pasa? Mientras vos venís, yo fui y vine cuarenta veces. Te vi, Dora.
Y ahora me voy a ir y vos vas a pagar la cuenta.
Y Elsita se limpió la boca con la servilleta, se
levantó y se fue al carajo.
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Eran como ocho y estaban en perfecta fila. Una tras
otra, misma dirección, llevando su carga. El sol les daba de refilón y en su
camino bordearon toda la ventana. Y subían. Y bajaban. Y esquivaban los
tornillos escondidos tras la pintura blanca. Y eran muy negras y lindas y también
algo misteriosas.
A veces una de la fila se daba vuelta y se acercaba
a otra y parecía como si le dijera algo. No, no, seguro algo le decía pero qué,
se preguntaba. Y se acordó del jardín de sus abuelos y del parque y de la
cocina y de todos los momentos que pasó en esos lugares mirándolas trasladar
pedazos de flores y de hojas, robando azúcar o pedacitos de pan o galletitas. Y le parecía divertido. Y le hubiera gustado
ser una por un ratito de su vida. Así podría saber qué se decían y qué había
tras los agujeritos por los que desaparecían. Ojo, saberlo de verdad, no como
cuando te lo muestran en documentales por la tele.
Pero Francisco ¿Qué te pasa? ¡Estás en la luna! – le dijo la maestra, trayéndolo a la tierra de
un (triste) ondazo.
Nada, Seño… – contestó él revoleando los ojos y
haciendo de cuenta que no pasaba nada.
La maestra, satisfecha con la misión cumplida,
siguió recorriendo los bancos y Francisco posó su mirada en el cuaderno, vacío,
y agarró la birome.
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¡Aaaaaah, pero me estoy yendo a la loma del ojete!
– gritó con una mano en el volante y otra en dirección a la cabeza, asumiendo (recién
en ese preciso momento) que estaba completamente perdido.
Se puteaba a sí mismo y se preguntaba por qué no
había impreso el mapa. Pero en el fondo, sabía, que era consecuencia de creer
que su memoria podía retenerlo todo.
Y ahí estaba. En medio de la autopista, con verde
alrededor y carteles que no le decían nada.
Siguió de largo buscando un lugar donde pudiera retomar
pero ¿a dónde? Estaba en blanco, desesperado y solo. Y lo peor es que Silvia le
había advertido que se imprimiera el mapa y él no le había hecho caso porque decía que se
conocía todo el Gran Buenos Aires de pe a pa.
Ahora iba a llegar recontra tarde y, encima, lo
perseguía la imagen de los chorizos secos.
La radio sonaba de fondo y mientras seguía para el
lugar que sabía que no era, escuchó:
“vuelve,
que sin ti la vida se me va… oh, oh, vuelve…”
Los ojos se le transformaron. Y ahora le gritó a la
radio: ¿Ah, sí, Ricky? ¿Por qué no te vas
bien a la concha de tu madre, eh? Y cambió el dial.
En cuanto pudo, paró en la banquina, respiró hondo
unos cuantos minutos y pensó (aunque no le sirviera para nada).
Y,
finalmente, se decidió y agarró el teléfono y marcó.