miércoles, 22 de octubre de 2014

Perspectiva

Se levantaba todos los días bastante antes de que el sol saliera. Abría los ojos, se incorporaba y apoyaba primero uno y después el otro pie en el suelo cementado. Con pasos invisibles e insonoros recorría el tramo hasta llegar a la ropa prolijamente doblada que había elegido la noche anterior. Y se ponía requetelinda.

Dejaba preparado el mate cocido para cuando los demás se levantaran y una canasta con algo de galletitas. Ella se tomaba el suyo en unos pocos minutos y después lavaba la taza y la apoyaba en la mesada. Era entonces el momento de salir.

Era temprano pero en su barrio mucha gente sale a esa hora, así que había algo de movimiento. Algunos iban a trabajar como ella, otros nunca se habían acostado y deambulaban por ahí fantasmalmente. A algunos de esos los conocía desde chiquitos, aunque sus ojos fueran muy otros.

Caminó los pasillos alumbrados por mezquinas luces hasta que por fin salió y caminó las siguientes cuadras hasta la parada del colectivo.

Era temprano pero a esa hora los colectivos vienen llenos y le tocaba – como siempre – viajar parada. Aprovechaba ese tiempo para mirar a través de la ventana las mismas cuadras aunque sabía que a veces eran más grises, otras más anaranjadas y que cada tanto, algo cambiaba. Y ella lo sabía y darse cuenta de eso la divertía. También sabía que los barrios se sucedían y eran distintos unos de otros y que algunos tenían más árboles y colores y otros menos, que algunos tenían edificios y porteros y negocios y escuelas, que eran distintas a la suya.  

Lo que ella no sabía era que sus manos hablaban. Sí. Contaban todos los soles que las habían alumbrado pero también que habían vivido vientos y lluvias y arropado muchos bebés y cortado malezas y recogido maíces y mandiocas y algodón y plantado semillas y humeado cacerolas y limpiado tantas tantas cosas que no se podían contar.  Y por eso pintaba sus uñas de rosa, a veces de rojo y se las dejaba crecer todo lo largo que se podía.    

Siempre llegaba temprano y eso le gustaba y la enorgullecía. Podía cambiarse tranquila y así empezar con su rutina. Primero acá, después allá y allá y allá y sabía que debía cuidarse del pelado de traje que cada tanto rezongaba cuando perdía un papel. Pasaba por todos lados dejando brillos donde no había y se concentraba y también observaba. Sabía que la chica del rodete estaba enamorada del chico que estaba dos escritorios más allá pero que él no se daba cuenta, que a la señora que usaba trajes le gustaba sacarse los zapatos cuando nadie la miraba, que al señor de bigotes le gustaban los tangos de antes, que el flaquito ordenaba sus cosas por colores, que la mujer que siempre vestía de marrón le pifiaba seguido al tacho de basura y que comía muchos chicles de papel verde.

Y así, pasaba el día y cada tanto cruzaba palabras con alguien y seguro les sonreía. De verdad les sonreía. Y con sus compañeras de trabajo charlaban de las familias, de los vecinos y también de perfumes y peluquería. Y casi siempre sacaba algún nuevo dato importante.

Al salir, volvía a tomar el colectivo y ahí era posible que pudiera sentarse y lo agradecía, más que nada, porque las piernas a veces dolían un poco. A esa hora el viaje tardaba un poco más y era probable que el sol pegara en la ventana. Entonces pensaba en las cuentas, en las letras y en la tarea. Alcanzaba a pasar unas horas por su casa en las que aprovechaba para acomodar, limpiar y dejar preparada la cena y, si podía, se sentaba un rato a mirar la tele.

Con el sol casi cayendo volvía a salir de su casa. El tramo era más corto esta vez y podía hacerlo caminando. Llevaba en su bolso la carpeta, los lápices, la regla y todo lo que necesitaba. Y a la escuela también llegaba temprano y eso le gustaba y la enorgullecía y se sentaba en el banco del patio interno a esperar y saludaba a todos y cada uno de los que pasaban por ahí y lo hacía con una sonrisa.

Y así pasaba las dos horas siguientes, sentada en su pupitre ensayando letras y oraciones y cuentas y números y también observaba y atendía y pensaba y reía, a pesar de que a veces todo se le mezclaba en la cabeza y en la vista y parecía o se hacía difícil. Igual sonreía e intentaba una, dos, tres, muchas, muchísimas veces hasta que le salía.

Con su pelo negro, negrísimo y enrulado y sus ojos brillando, ella sonreía y yo así la veía, en perspectiva.

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