Lunes, 7.30. Suena el
despertador. La mano se alza y el cuerpo salta de la cama. Corre al baño,
prende la ducha, se baña (shampoo- enjuague- jabón- crema de enjuague- enjuague),
cierra la ducha, agarra la toalla, se seca, se lava los dientes, se peina, se
viste, sorbe de un trago un té con leche, sale a la calle, sube al subte lleno
hasta los huevos, su cuerpo toca otros, baja en la estación y entra a la
oficina, prende la computadora, contesta mails importantes y otros no tanto,
conversa con alguien, baja a comprar la comida, come, vuelve, contesta mails
importantes y otros no tanto, contesta algún mensaje de texto, ríe, lee algún
papel, anota, contesta mails, trabaja, mira el reloj, cierra sesión y apaga, se
levanta, saluda, se pone el saco, sube al subte lleno hasta los huevos, se
baja, pasa por un supermercado, agarra un canasto, compra, vuelve a su casa,
cocina, toma vino, habla por teléfono, mira una serie, lee una revista, mira la
tele, se duerme. Martes, 7.30…
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Una existencia paradojal era la
que tenía: todo lo que le daba seguridad era lo que le provocaba inseguridad. Miraba
la puerta (casi siempre) desde adentro y sentía palpitaciones. Nada bueno podía
venir de afuera porque ahí estaba el peligro,
lo incontrolable. Seguridad sentía al
ver las paredes prolijamente blancas, los objetos ubicados siempre en el mismo
lugar y mayormente en fila o simetría, la alfombra sin manchas, los horarios
justos, los besos que cada mañana despedían y a la tarde, recibían, las ollas
relucientes, el medidor, la balanza, el programa de las 15 que veía en su
televisor que cubría casi toda la pared, las obras de arte, los almohadones que
había forrado con telas de Praga. Cada tanto se animaba a abrir la ventana, un
ratito, para ver cuánto aguantaba. Y aguantaba poco porque poco era el tiempo
en que las imágenes de los diarios tardaban en aparecer como ráfagas en su
mente. Entonces cerraba la ventana y fijaba su mirada en la pared blanca, la
colcha estirada, el cajón de juguetes cerrado, el escritorio brillante y, mientras
revisaba todas las cerraduras, respiraba profundo, para poder seguir sonriendo
a la hora que fuera necesario.
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No es mi culpa. Nunca fue mi
culpa. El problema es que soy buena y todos se aprovechan de mí, bah, algunos (aunque
sean la mayoría). No entiendo. No puedo
entender cómo me pasan estas cosas, si yo soy buena, tan buena con los demás. Doy
todo, lo mejor de mí y, sin embargo, así me pagan. De puras ingratitudes está
llena la vida. De eso y de gente mala, aprovechadora.
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Desde su sillón gobernaba el
mundo (en verdad parte de él) y así transcurría su vida casi todas las noches, algo
de las tardes y fines de semana. La mano se pegaba al control remoto, extensión
de brazo y cerebro mutilado. Los dedos parecían resortes, saltando por culos y
tetas, noticias trágicas, películas de terror, dibujos animados, partidos de
fútbol y otros, debates vacíos, chismes, personas cocinando, algunas viajando,
óperas, experimentos, biografías, guerras narradas minuto a minuto, tiros,
moda, producción en serie, violaciones, tecnología, videos pop y latinos, películas
dobladas. Esa era la vida en su
múltiple posibilidad, alcanzada tan solo por un dedo que se mueve. La boca, en
tanto, expresaba la necesidad, la demanda convertida en orden y transformada
luego en vasos de agua, tazas de café, empanadas, fideos, churrascos con puré,
huevos fritos, camisas planchadas. Casi nunca, besos ni abrazos.
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Ya sabía que no sabía nada, casi
nada de todo lo importante que había que saber. Se lo habían dicho siempre,
múltiples veces a lo largo de su vida: que vos no sabés, que no podés esto ni
aquello, que ese es el lugar que te tocó y a bancársela. En ese estrecho mundo
se movía, las más de las veces, con los ojos mirando el piso que tenía que
estar limpio, reluciente así como todos los polvos que andan volando y cuya
existencia evidencia su inoperancia. Entonces no se sorprendió cuando llegó la primera
acusación ni la segunda ni cuando tuvo que escuchar que todo lo roto o faltante
era su culpa, por ignorante, porque no le enseñaron a cuidar – le decían –
porque no sabe valorar el esfuerzo ajeno. Tampoco se sorprendió cuando no recibió
el dinero del trabajo mensual porque, ya le habían dicho, que lo consideraban
cobrado. Bancársela. Eso sí lo sabía y también que la próxima casa sería igual,
y la siguiente igual y la siguiente, igual y que los chicos sabrían inglés y
tal vez francés y podrían ser los mejores deportistas o intelectuales de la
ciudad, del país o del mundo y que el polvo y los faltantes, seguirían siendo
sus únicos méritos.
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“No sé lo que quiero pero lo quiero ya”, Sumo.
Algunos objetos pueden
convertirse en instrumentos de tortura. Y esto, especialmente, le pasaba con el
reloj, que con espadas afiladas marcaba los segundos, los minutos, las horas y
los días en los que eso que debía ocurrir, no ocurría. Al menos no a
tiempo. La canción decía que el futuro
llegó hace rato pero no era cierto, nada cierto – pensaba - porque el
futuro no llega nunca y el presente, tampoco. Más bien sentía que el presente
siempre llega tarde a todo y para aliviarse movía la pierna, una de ellas, con
insistencia. Y había otra que decía que el tiempo no para pero tampoco era
cierto porque a veces se detiene tanto, que duele. Y recordó entonces que otro
refrán decía que hay que darle tiempo al
tiempo y no podían darle más ganas de vomitar que cuando pensaba en
aquello. En el fondo sabía que el tiempo no existía y que su arbitrariedad
dolía en la misma justa medida en que no podía expresar su deseo.
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“Amores como flechas van cruzando el sueño y te acribillarán”, Los
Redondos
Sí, es intenso pero no sabés qué
lindo. El primer mensaje me lo mandó cinco minutos después de habernos
despedido y decía que me amaba y lo linda que soy. Al rato, me mandó otro
mensaje – divino – en el que me decía “ojo con lo que te ponés que mirá que me
pongo celoso, eh?”, al rato, otro que decía “no tengo ojos más que para vos”
¿no es hermoso? Cuando me cambié pensé un poco en eso, la verdad, y como sabía
que no iba a volver a verlo hasta la noche, me puse la ropa para ir a la
oficina pero sencillo, viste, simple, nada de escote ni pantalón ajustado.
Estaba saliendo para el trabajo y me escribe de nuevo ¿qué estás haciendo? Y a
mí la verdad que me encanta que tenga la cabeza en mí todo el día, entonces le
cuento que estoy por tomar el colectivo y me dice “¿no te habrás puesto muy
linda, no? Mirá que me peleo con cualquiera”. Me encanta cuando defiende así
sus ideales. Y así estuvimos, todo el viaje en colectivo con el whatsapp y yo
mandándole corazones y él también y, de a ratos, se cortaba la señal y cuando
volvía él me preguntaba si seguía ahí y entonces yo le mandaba otro corazón y
le decía “sí mi cielo, es que se corta la señal porque estoy en el colectivo”.
Me encanta que cada vez que tiene un minuto, me escriba, porque nos extrañamos
un montón, viste, no sé si te pasó alguna vez algo así, como que no podés parar
y no te importa más nada. Te juro que
si me sacan el teléfono, no sé cómo haría porque lo extraño tanto y, bueno, él
también a mí. Después me preguntó quién era el pibe que estaba en la foto del
trabajo pero yo no sabía de quién estaba hablando hasta que llegué a la oficina
y vi que habían publicado en el face y entonces le dije que nada, que era un
compañero nuevo de trabajo y él me dijo “tiene cara de pelotudo, la verdad” y
nos reímos y después me preguntó también quién era la trola que tenía la mini y
también me reí porque esa piba es una calientapavas, no me la banco. Y bueno,
estuve laburando un rato y después tuvimos que ir a una reunión y yo sentía que
el teléfono vibraba y un poco me angustié porque sabía que era él el que me
escribía y no le podía contestar y por ahí va a pensar cualquier cosa, que no lo quise atender pero la verdad es que no
podía. Cuando fue el horario de almuerzo, recién ahí pude contestar los veinte
mensajes que me había dejado ¿no es hermoso? ¡Nunca estuve con alguien que se
preocupara tanto por mí! Además es re atento y me compra las flores que me
gustan y me llenó la pieza de ositos de peluche. Ya sé, es medio boludo a los
veintipico pero igual ¿no es re dulce? Pará, te dejo porque me está llamando y
no hablé en todo el día. Nos vemos. Besos.
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El brazo se alza de a poco como
ola que se dispersa en el aire y llega a una mano que también, ondulante, mira
hacia el cielo y nadando, busca. Así, se inicia, lento, el movimiento.
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