viernes, 24 de julio de 2015

Sin puchos (3° entrega)

Me escuchaste, dijo. Me escuchaste. Me dijo. A mí. Como si me conociera, como si el grito hubiera sido para mí, como si yo supiera quién es, y ella quién soy yo. ¿La conozco? ¿La conozco? ¿La conozco? No. No sé quién es. Nunca la vi en mi vida antes. ¿O sí? No. Te estaba esperando, así, como si mi salida hubiera tenido que ver con su llamado, como si yo estuviera respondiendo a un llamado que ella me hizo y yo supiera, yo hubiera querido. Pero no. Yo no quise nada. Te estaba esperando, como él, también él me decía así. Siempre. Cuando llegaba unos minutos más tarde, cuando teníamos que encontrarnos y no llegaba tarde, siempre me decía que me estaba esperando. Entonces yo corría hacia él y lo abrazaba y le besaba la frente, como señal de bienvenida, como si yo también, como si la espera fuera de los dos porque queríamos. Espera es esperanza y todas esas cosas que se dicen. Reafirmarnos la espera, reafirmarnos la esperanza puesta en el otro. Pero en cambio. Acá yo no espero a nadie. Acá alguien que no sé quién es me espera y yo no sé qué decir, no sé qué hacer, no sé qué pensar. Sí. Que es tarde, que deben ser más de las 3 de la mañana, que hace frío, que está oscuro, que esta calle tiene poca iluminación, que tengo ganas de fumar, que no sé por qué estoy acá pero que no me puedo mover. Miro, miro, miro: un auto estacionado, una puerta vieja, un número (226), silencio, una lámpara que destella poca luz. Que tengo miedo. Cuando era chica le tenía miedo a la oscuridad. Y no me podía dormir. Mamá entreabría un poquito la puerta de mi pieza para que la luz del pasillo que dejaban prendida para mí entrara, se asomara y entonces no fuera todo oscuridad. Pero en cambio las sombras se me hacían más grandes, porque si alguien pasaba, si alguien caminaba su sombra se proyectaba como una enorme cosa negra sobre mí, que lejos de tranquilizarme me angustiaba más. Nunca lo dije, pobre mamá. Tenía miedo. Ahora tengo miedo. No sé quién es. No sé por qué me espera. No sé por qué me habla como si yo hubiera respondido a su pedido, como si quisiera estar ahí. Yo solamente pensaba en mí, pensaba en mí, pensaba en mí. Siempre pienso en mí. También él me decía eso. Que siempre pensaba en mí, que estaba tan preocupada pensando en mis problemas, los tuviera o no los tuviera, que no podía ver nada más que eso, como si el mundo fuera un gran ombligo en el que yo me moviera dando círculos y círculos y círculos. Si solo pensara en mí. Si solo. Pero no. Te estaba esperando. ¿Ahora, otra vez, alguien me espera? Y qué se supone que debería decir, simular que yo también la esperaba. Sí. Para tener esa sensación. Para recordar lo que es una mano sobre tu pelo y una mirada. Pero no me mira. Dijo lo que dijo y bajó la cabeza, se quedó en un silencio incómodo porque me obliga a mí a tener que emitir sonido. No puedo hablar. Tengo ganas de gritar. ¿Y si grito? También yo estoy esperando a alguien. También yo espero. Pero me calló. Y me tiemblan las manos, y mi ansiedad crece, crece, crece y es como una piedra atada en los zapatos, pero en la garganta. ¿Y si grito? Tengo ganas de llorar y mis manos tienen frío y ganas de fumar y acá todo está oscuro, todo está callado y no hay nadie más que las dos y qué, qué se hace con el miedo, qué se hace con el frío y esa mirada distante que me dice que me estaba esperando. A mí. Justo a mí que

Una frenada de coche lejana marcó el final. Marcó el comienzo. Cuando abrió los ojos (que nunca cerró, pero es como si), se encontró sentada en esa calle, tomándole las manos. Y sonreía.

Nunca había pensado en cómo se veían las cosas desde esa perspectiva. Ahí sentada en la vereda veía, otras cosas. Veía cómo corría el agua por la alcantarilla (que era poca pero era) y cómo en su fluir (divino y sonoro fluir) arrastraba pedacitos de hojas. ¿A dónde iban? ¿Ellas también habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían? Veía el empedrado apenas iluminado por la luna de la madrugada, un batallón de piedras en serie en el que, sin embargo, cada una de las piezas era una y singular, con su propio espacio, altura y tiempo. ¿De dónde venían? ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Por qué se quedaban? Veía también las ruedas de los autos que otros sí podían sacar y estacionar y se dio cuenta de que nunca se había percatado de cuán distintas podían ser las ruedas de los autos pero que más aún lo eran, las llantas. Altas llantas, pensó, y rió por dentro (un poco por miedo, otro poco por evasión). ¿Qué caminos habían recorrido? ¿A quién esperaban? ¿A dónde irían? Es que esto también formaba parte de las cosas que eran de, habían sido de, y que no podían sino ser con algo de dolor, de tristeza porque eran los resabios de esos pedacitos de mundo deshabitados, hasta ahora, hasta esa noche que empezaba a ser mañana, que ya era un mañana.

Mucho menos hubiera imaginado lo bien que se podía sentir al tomar unas manos que por tan ajenas eran, precisamente, tan cercanas ni que se mirarían tanto tiempo (ojo, tal vez no fuera tanto pero ocurre que a veces hay instantes que parecen perpetuos y, ese, era uno) ni que alguna vez pudiera encontrar a alguien que la hiciera sentirse así  tan llamada, tan buscada, tan esperada, sin ninguna razón aparente. Justo a ella que era la última opción en los equipos de deportes de la escuela, la última a la que llamaban porque – sabían – estaba disponible y –sentían- no era imprescindible. Claro, pensaba, tal vez por eso sea, porque no existen razones, porque esta mujer no me conoce, porque es de noche y no tengo cigarrillos y entonces escuché y vine.

En las noches el silencio es más largo y por eso mismo ya no quería gritar pero sabía, sí, que dentro suyo ese grito todavía esperaba salir. ¿Qué esperaba? ¿La esperaba a ella? ¿A esa mujer? ¿A quién fue tanto y ya no era? En el cordón de la vereda seguían tomadas de las manos y ella no podía evitar mirarse las zapatillas mientras decidía las palabras que iba a pronunciar, esa noche, esa madrugada abstemia. Y la mujer, permanecía ahí, tan presente, tan incomprensiblemente paciente...

El silencio se rompió con unos pasos que venían, venían a salvarla de tener que decir algo, algo de verdad, algo que partiera esa escena de misterio, miedo, excitación y calma, necesidad, necesidad de
Los pasos que venían no eran dos, sino cuatro, luego más bien seis. Las vio venir de distintos lugares, confluyendo, convergiendo ahí, en esa calle, en el cordón de la vereda, al frente de la calle del 226, esa madrugada. La mujer las miró, tal como lo había hecho con ella, y les dijo: era hora, las estaba esperando y con un gesto las invitó a sentarse con ellas. En esos otros rostros, comenzó a verse y por fin rompió el silencio y dijo: hola, disculpen, por casualidad ¿alguna tiene un cigarrillo?

¿Quiénes eran esas cuatro mujeres que estaban junto a ella? ¿Por qué estaban ahí? ¿Las unía el insomnio, la soledad, el miedo a, el miedo de? ¿Por qué esa mujer las esperaba?

¿A dónde iban? ¿Ellas también habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían?

¿De dónde venían? ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Por qué se quedaban?

¿Qué caminos habían recorrido? ¿A quién esperaban? ¿A dónde irían?

¿Hace cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo?

Se pellizcó para sentir (dolor), pero para sentir. Como si en ese tic, ese gesto trillado del sueño y la vigilia quisiera encontrar la confirmación de que también estaba, ella, ahí. Es que hacía tanto tiempo que no sentía, hacía tanto tiempo que no un estremecimiento, que no una mirada sagaz, que no una hoja que cae, un libro con otra mano que no fuera la suya, un cuchillo, que el comprobar que estaba allí, era al menos una forma de sentimiento, de esos que se tenía permitidos después de.

En el antes todo había sido tan distinto, se escuchaba reír, se escuchaba gemir y todo era siempre de a dos, el café con leche a la mañana, acostarse, lamerse, levantarse, el primer cigarrillo del día, el mirar la televisión, el noticiero, un canal de deportes, una música. Y eso olía a felicidad, a felicidad comprada en almacén, de anuncio de publicidad, sí, pero era suya. No importaba a cuánto la hubiera comprado, al final todo tenía un precio y todo valía algo, resignaba otra cosa, pero verlo con ella, ver sus ojos tan negros, como los suyos pero más, ver sus manos tan firmes, tan sólidas, un movimiento de piernas, un calzoncillo tirado en la bañera (que ella después se encargaría de levantar y colocar junto a la bombacha, que siempre, menos ese día, era lo último que lavaba), un reloj que sonaba antes, un reloj que sonaba después, esa graciosa manera de moverse cuando estaba dormido y se tenía que levantar, el ruido del agua que corre mientras se lavaba los dientes. Todo era una maquinaria tan perfectamente encastrada, en la que no había lugar a rendijas, no había lugar a ninguna mentira ni ningún disfraz, porque estaban bien, estaban bien, estaban bien. Como supo decir ella también esa última noche, que no era esta, cuando la negación de lo innegable aparecía como recurso para no gritar, para no callar, para no dejar que se fuera así como así y conformarse con pensar que quizás alguna vez, lo volvería a ver entrar por esa puerta y nada habría pasado. Pero no. Había pasado. Y si bien ella hubiera querido borrarlo, extirparlo, cagarlo a patadas, no la había vuelto a llamar, ni siquiera para saber cómo estaba, ¿y si no hubiera podido hacerlo? (a ella, que era tan dependiente, a ella, que no salía a la calle sin que le anunciara cómo estaba el clima del día o le sacara el auto a la vereda para que pudiera subir, a ella que tenía siempre un paraguas en la cartera por las dudas, y una libreta, y un sobre de azúcar y uno de edulcorante), ni siquiera para darle una señal, para hacerle creer que a lo mejor. Pero los finales son finales (sí, eso había dicho él) y lo peor que se puede hacer ante la inminencia de uno es no aceptarlo. Y ella había dicho que sí, pero no había llorado. No mientras él estuvo ahí, sí después, después lo lloró días, quizás incluso esta noche que nos ocupa lo haya llorado un poco, pero no en ese instante, no en el momento en que tendría que, porque no iba a jugar el papel de ser la que da lástima, porque no le gustaban las heroínas abnegadas de las películas y siempre se había sentido más identificada con las malas, especialmente por esa facilidad de jugarse a todo o nada sin importar un carajo qué se pueda perder con eso. Sí, era un rol que ni ella se creía, después de todo. Pero eran de esas pequeñas mentiras que la hacían sentir importante, sentir, nuevamente, sentir. Nunca la había llamado como esa noche, nunca la había abrazado como esa noche ni le había apretado tan fuerte los labios, ni la había besado con tanta virulencia, tanta pasión, tanta excitación, ¿cómo podría ella haberlo imaginado, si le mordía la carne, si la ahogaba en saliva, en deseo? Para después decir lo que dijo, para que ella se quedara callada. Pero el silencio es acción. Lo sabe. Él también lo supo. Tarde. Como siempre.

Una mano le acercó un cigarrillo y se encontró devolviendo sus dientes en una especie de frugal satisfacción y esperanza. Lo prendió casi como una tos, le gustó mirar cómo el fuego, muy de a poquito, iba quemando la punta, iba haciéndose brama, iba siendo canción, su canción. (Él cantaba mientras se bañaba, a ella le gustaba escucharlo, se paraba detrás de la puerta solo para hacerlo, y se quedaba ahí, sin hacer ruido, hasta que estuviera segura que las gotas habían dejado de caer de la ducha).

Gracias. Dijo gracias. Como si con eso hubiera sido suficiente, como si eso solo hubiera sido suficiente para justificar el día, la salida, la madrugada, el frío, el miedo. Se levantó como para irse, las miró a las mujeres como para irse, hizo algo así como un ademán de saludo cordial, de esos que le enseñaban las series de televisión. Se hubiera arremangado el vestido si hubiera tenido uno. Vos de acá no te vas nada. Escuchó, tartamudeó su cuerpo en la vacilación, me quedo, me voy, me quedo, me voy. Vos de acá todavía no te vas, se repitió. Entonces se dio vuelta.

jueves, 16 de julio de 2015

Sin puchos (2° entrega)

Caminó con cierto aire de decisión los primeros metros, aquellos que la arrojaban de su casa hacia el afuera, ese mundo que últimamente le venía resultando tan extraño. Es que antes, era fácil salir abrazada a la cintura de, recorrer el paisaje con la seguridad que le daba tener esos dos ojos encima de los suyos como un rezo, como una plegaria o un manual de protecciones y de defensa. Pero ya no. Entonces, cómo no dejar, ahora, en ese ahora de lo nuevo, de lo inaudito, de lo ridículo, dejar por unos breves segundos que el viento le tocara el cuerpo con una intensidad inmensa (¿hacía cuánto que no sentía esa emoción en el cuerpo?), abrirse a lo desconocido de la noche, mirar, mirar, mirar, mirar, como quien ve, como quien tiene ojos, como quien no se guarda para sí el secreto del descubrimiento, que era ella misma después de todo, eran los cigarrillos que no tenía, era el encendedor en su bolso.

Y hubiera seguido, sin dudas, arropada en esa música tan honda que la embriagaba como un látigo (triple conjugación de espasmos, el deseo de fumar y no tener qué, el deseo de ser partícipe de un acontecimiento que de rutinario la volviera en un ser excepcional  y no saber, el deseo – todo se conjuga en el deseo, finalmente- que se permitía sentir al saberse sola en la noche tan llena de presencias y ojos que no eran los que antes, que no eran los de siempre, que no eran), pero otra vez, el grito, el aullido, la voz vino a sacarla de ese ensimismamiento y la devolvió al presente de su realidad de rulos y miedo (porque tenía miedo, claro), al hecho de estar parada en medio de la noche con un sentido que ni siquiera ella podría traducir en palabras. Y las ganas de fumar como un martilleo constante, como un golpe, como otro grito – no el de afuera, que era real- como otro certero, exacto, preciso, cachetazo en la sien.

Era un grito corto, seco esta vez, y se sintió, de golpe, desconcertada. Como si no pudiera saber desde qué dirección cardinal se emitía. Hubiera sido más fácil y más patético si el grito se repitiera como un eco constante y ella solo, casi mecánicamente, debiera dirigirse hacia el punto en que se hallaba el origen y contemplar, acechar, esperar que las cosas se desenvolvieran por sí solas y ella tener el papel estelar, ella tener la voz autorizada, la voz de autoridad que permitiera conocer la fuente, las razones detrás de. Pero en cambio, se vio en la tarea de intentar descifrar de dónde provenía: un par de pasos a la derecha, tres a la izquierda, la duda y no saber, hasta ganar, de nuevo, esa seguridad de saber.

Pensó, pensó, pensó. Había que adecuar el rol, había que simular un aspecto, una forma de llegar, un rictus. Se previno para toda clase de situaciones, otra vez esa palpitación, se vio envuelta en un crimen pasional, una venganza, un simple robo, una situación de pareja frustrada (otra, pero ella no había gritado, ella se había mordido el labio inferior, había escuchado, había callado, había esperado que terminara de una vez porque ya no había vuelta atrás después de todo, y ella lo sabía, lo sabía desde antes que pasara), una orgía, un festejo, algo parecido al dolor, al placer. Repasar entonces el repertorio de caras, de movimientos para cada uno de los pasos pero iba avanzando. Su cuerpo había cedido a la inacción, se encontraba en un movimiento que ni ella podía reconocer ni explicar en su motivación. Otra vez las ganas de fumar, otra vez esa oscuridad simplona, absurda, paralítica, que la acompañaba en sus pasos como una canción que no se acordaba de cantar.

Pero la realidad, ella lo sabía también, tiene aristas y facetas que no necesariamente tienen que ver con lo que uno planifica. Porque siguió caminando, siguió buscando la fuente, siguió flotando en ese espacio perturbador durante unos 10 o 15 minutos. Y llegó. Lo encontró. Y se le dibujó una mueca.

Peráperáperáperáperá. Paremos acá porque algo no cierra. ¿Cómo es que llegó esa noche a quedarse sin puchos? ¿Empezó con la soledad? ¿La de antes, la del durante o la del después? ¿En qué momento había dejado de ser ella?  ¿Era una rebeldía? ¿Una posibilidad inconsciente, un camino abierto al imprevisto? ¿Un cambio de prioridades?

Ese día no había sido como los demás pero tan absorta en su mismidad, no alcanzó a percibirlo. Desde la mañana hubo rastros, huellas que fueron desperdigadas como miguitas de pan esperando que alguien las siguiera (tal vez ella misma, tal vez un otro). Por empezar, cuando se fue a bañar abrió el agua fría antes que la caliente y la bombacha no fue lo último que lavó. Después de secarse dejó la toalla húmeda arriba de la cama (en vez de colgarla en el barral del baño, como hacía siempre). Pasó la mano por el espejo todavía empañado y vio su cara demacrada (si no hubiera dado tantas vueltas para dormir anoche…) y decidió resucitar el tapa ojeras y pintarse un poco. También se arregló los rulos para mantenerlos controlados, consumiéndose así el tiempo del café con leche. Entonces sí llegó el instante en que se expresaba la paradoja cotidiana, la de animarse o no a sacar el auto de la cochera (pero ya sabemos, ganó el no, sin nadie que pudiera sacarlo por ella, el riesgo era grande). Y este acto, duda reiterada, miedo recurrente, le daba una sensación irremediable de bronca y de impotencia. Pero ese día, antes de salir, se asomó a la cochera, miró al auto y dijo: mañana.

Esa palabra era clave para ella (como para tantos otros), promesa de futuro, certeza de pasado, era casi como un salto, una esperanza mágica: mañana es todo lo que hoy no va a ser, no podrá, no pudo ser. Lo de ayer, en cambio, es lo que puede repetirse (porque en esa repetición está la seguridad) y eso sucedió cuando tomó el colectivo y cuando fue al trabajo. Pero, dijimos, ese hoy no fue exactamente igual que los ayeres, solo que no era tan obvio, sobre todo para ella que acostumbraba a registrar solo los grandes acontecimientos. Por eso, no le llamó la atención cuando subió primera al ascensor (y no última), cuando dejó sonar el teléfono varias veces para que otra persona atendiera ni tampoco cuando esperó dos horas para contestar una demanda estúpida (porque ya dijimos que era irritable, y en parte, su chispa se encendía cuando seguía las prioridades ajenas en vez de las propias, cuando corría sin saber por qué ni para qué). Tampoco se percató de que en la calle la habían mirado ni que una sonrisa se le zafó al ver una enredadera abrazando a un árbol. Esto ocurrió en el momento justo en que tendría que haber parado en el kiosco. Cosas que pasan (pero no pasan siempre).  

Igual no alcanza. La respuesta no está en ese día ni en ese kiosco ignorado porque podría haber parado en todos los demás lugares que había en el tramo hasta su casa. Habrá que ver entonces hacía cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo, cuerpo suyo, cuerpo de.

Pero renunciemos por ahora al origen y volvamos a esa noche, al momento de la mueca. En el umbral de la puerta del 226 había una mujer, mirando, mirándola. Me escuchaste, le dijo, te estaba esperando.

Se paralizó. El tiempo se congeló con ella.

jueves, 9 de julio de 2015

Sin puchos (1° entrega)

La puta madre, me quedé sin puchos.

Dijo, pensó, suspiró, con una especie de persistencia, de resistencia, de desconcierto, de un excitante desasosiego. Ahora el mundo se le abría en dos opciones, que se le presentaban a la vez como antagónicas (que sin dudas lo eran), pero como si a cada una de las dos le correspondiera una especie de clausura, de riesgo, de elección casi mortal, de esas que traen arrepentimientos y culpas. Sintió el vértigo. Pensándolo rápidamente, cosa que también hacía, la disyuntiva era de por sí simple: salir a la calle a comprar o aguantarse las ganas de fumar hasta el día siguiente, que la devolvería a la calle, a seguir la rutina y los ritmos de los días. Un detalle no menor es la hora en la que esto le sucede. Es exactamente un jueves, y el reloj le marca las 2 y 26 de la mañana. Pero no tiene sueño. Entonces, qué.

Lo que más la irritaba (a ella, tan propensa a toda clase de irritabilidades) era no haber previsto que esto podía sucederle. Por lo general, almacenaba en los bolsillos, en algún cajón, arriba de algún mueble, entre los libros, algún paquete de cigarrillos, porque la sola sensación de sentir que no tenía más le generaba unas ganas de fumar inusitada, era capaz de prenderse uno tras otro lo que quedaba, con tal de comprobarse a sí misma el malestar que iba a causarle no tener. Sin embargo esta vez había sido distinto. Había estado distraída, había estado pensando (no sabía qué, el universo se repartía ahora en la simple conjuración que era no tenerlos), y así, la sorpresa era aún mayor, con el mismo final desgarrador y triste: el deseo de poseer. Comprobó, para sacarse las dudas simplemente, que no quedaba ni siquiera un medio cigarro apagado en un cenicero. No era de esa gente que prende y apaga los cigarrillos como un ejercicio, como una actividad física. No. En cambio, era de la que gustaba pitar de ellos hasta la última bocanada, hasta el último humo, hasta la tos, hasta sentir que lo había finalizado y que con él, también finalizaba algo de ella. Sí, suena casi a fenómeno espiritual, pero ella no es así. Ni siquiera cree en la espiritualidad ni en nada que se le parezca. El cigarrillo era, tan solo, una prolongación de su mano, un gesto, una sonrisa, unas ganas de hablar, una conspiración, un secreto, unos labios apretados, una mancha (muy suave) de rouge sobre el filtro, el olor en los dedos, una satisfacción perversa que a veces (porque tampoco era algo que le pasaba todo el tiempo) lograba colmarla.

Está sola, para más detalle. Tiene un auto que aprendió a manejar hace unos meses guardado en la cochera de su casa que no se anima a sacar. No ahora, siempre. El temor de no poder dar marcha atrás sin que los laterales del vehículo impacten contra las paredes era algo que la paralizaba. Pero siempre había alguien qué (hasta ahora), siempre había quien le acomodara el coche en la entrada para que ella, con la impericia de quien no maneja el asunto, se subiera a él y lo anduviera hasta llegar a su destino (siempre distancias cortas, siempre sin saber cómo llegar). Pero no hay nadie esta noche en esa casa, excepto ella, la noche, sus rulos negros y sus ganas de fumar, de inhalar, de exhalar.

La impaciencia y la incapacidad de definir qué hacer estaban llegándole a un punto extremo de exacerbación. Quizás por eso, fue que escuchó el grito. Lo escuchó pero en ese momento lo dudó. Por eso salió al jardín como si pudiera ver algo, como si esperara a ese nuevo grito venir, distrayendo su atención del tema que la preocupaba, la tomaba. Y vino. Otro grito ocupó la noche, ahora más corto pero también más nítido, más profundo. Sentía que, por fin, iba a ser protagonista de algo, como en las series que veía, que alguien vendría a preguntarle y que ella iba a poder contar la verdad. Pero para eso, tendría que descubrirla. Fue entonces que ahí, parada en medio del verde, los rosales y las margaritas, rastrilló con los ojos la cuadra entera, buscando un signo, una orientación cardinal, una pista. Y mientras tanto no se decidía acerca del carácter del grito ni tampoco del sujeto que lo emitía ¿era varón o mujer (o ambos)?. Si tuviera un cigarrillo, se decía, podría pensar mejor, concentrarme, esperar con el tiempo en la mano.

Se enfrentaba nuevamente al dilema de quedarse o salir pero los argumentos cambiaban, se ampliaban. Ahora salir no implicaba solamente satisfacer su necesidad nicotínica sino también la posibilidad de descubrir, de ver, de escuchar más de cerca, de ser partícipe, de encarnar el personaje con todas las de la ley (no por nada, los grandes detectives de la historia estaban envueltos en humos, pensaba). El problema, sin embargo, es que todas las ventajas que veía en el hecho de traspasar el umbral de la casa, lo tenía – en la misma medida - de desventaja porque podría ocurrir que el grito no se escuchara desde fuera y, entonces, perdería la oportunidad de un nuevo grito, una nueva pista.

Se enredaba un manojo de rulos en el dedo que iba y venía, iba y venía, iba y venía, iba y venía, iba y venía y se dijo que tenía que ir a buscar el celular que había dejado adentro, así la próxima vez podría grabar el grito y analizar las pruebas. Corrió hacia adentro con una habilidad desconocida y sagazmente sorteó la mesas y las sillas del comedor, después el sofá hasta que llegó a la cocina y encontró lo que buscaba. Y como en una posta maratónica alcanzó el aparato, dio la vuelta y casi que voló otra vez al jardín.

Ahora sí estaba preparada. Sentía palpitaciones. (¿Hacía cuánto no sentía esa emoción en el cuerpo?) Celular en mano, botón apretado, miraba al cielo esperando una nueva oportunidad. Y vino. El grito ahora fue más largo que el anterior y casi que estaba segura que venía del este y que la voz era femenina (aunque esto último no era todavía muy claro). Paró de grabar. Volvió a escuchar pero mientras escuchaba un nuevo grito sonó. No pudo grabarlo ahora. No importa, se dijo. Sabía ahora con certeza que quien gritaba era una mujer y que ese grito venía de la cuadra que da hacia el norte, no de la del este. Tenía que ir, eso era claro. ¿Y si llamaba a la policía primero? Podría ser peligroso ir hasta ahí, además ¿qué haría ella que no podía siquiera sacar el auto de la cochera? No, se dijo. Tengo que ir y ver qué pasa. Agarró la cartera, puso el encendedor adentro y salió a la calle.    

Continuará...

(Una co-producción Fernando Santana - Juliana Ortiz)