Me escuchaste, dijo. Me
escuchaste. Me dijo. A mí. Como si me conociera, como si el grito hubiera sido
para mí, como si yo supiera quién es, y ella quién soy yo. ¿La conozco? ¿La
conozco? ¿La conozco? No. No sé quién es. Nunca la vi en mi vida antes. ¿O sí?
No. Te estaba esperando, así, como si mi salida hubiera tenido que ver con su
llamado, como si yo estuviera respondiendo a un llamado que ella me hizo y yo
supiera, yo hubiera querido. Pero no. Yo no quise nada. Te estaba esperando, como
él, también él me decía así. Siempre. Cuando llegaba unos minutos más tarde, cuando
teníamos que encontrarnos y no llegaba tarde, siempre me decía que me estaba
esperando. Entonces yo corría hacia él y lo abrazaba y le besaba la frente,
como señal de bienvenida, como si yo también, como si la espera fuera de los
dos porque queríamos. Espera es esperanza y todas esas cosas que se dicen.
Reafirmarnos la espera, reafirmarnos la esperanza puesta en el otro. Pero en
cambio. Acá yo no espero a nadie. Acá alguien que no sé quién es me espera y yo
no sé qué decir, no sé qué hacer, no sé qué pensar. Sí. Que es tarde, que deben
ser más de las 3 de la mañana, que hace frío, que está oscuro, que esta calle
tiene poca iluminación, que tengo ganas de fumar, que no sé por qué estoy acá
pero que no me puedo mover. Miro, miro, miro: un auto estacionado, una puerta
vieja, un número (226), silencio, una lámpara que destella poca luz. Que tengo
miedo. Cuando era chica le tenía miedo a la oscuridad. Y no me podía dormir.
Mamá entreabría un poquito la puerta de mi pieza para que la luz del pasillo
que dejaban prendida para mí entrara, se asomara y entonces no fuera todo
oscuridad. Pero en cambio las sombras se me hacían más grandes, porque si
alguien pasaba, si alguien caminaba su sombra se proyectaba como una enorme
cosa negra sobre mí, que lejos de tranquilizarme me angustiaba más. Nunca lo
dije, pobre mamá. Tenía miedo. Ahora tengo miedo. No sé quién es. No sé por qué
me espera. No sé por qué me habla como si yo hubiera respondido a su pedido,
como si quisiera estar ahí. Yo solamente pensaba en mí, pensaba en mí, pensaba
en mí. Siempre pienso en mí. También él me decía eso. Que siempre pensaba en
mí, que estaba tan preocupada pensando en mis problemas, los tuviera o no los
tuviera, que no podía ver nada más que eso, como si el mundo fuera un gran
ombligo en el que yo me moviera dando círculos y círculos y círculos. Si solo
pensara en mí. Si solo. Pero no. Te estaba esperando. ¿Ahora, otra vez, alguien
me espera? Y qué se supone que debería decir, simular que yo también la
esperaba. Sí. Para tener esa sensación. Para recordar lo que es una mano sobre
tu pelo y una mirada. Pero no me mira. Dijo lo que dijo y bajó la cabeza, se
quedó en un silencio incómodo porque me obliga a mí a tener que emitir sonido.
No puedo hablar. Tengo ganas de gritar. ¿Y si grito? También yo estoy esperando
a alguien. También yo espero. Pero me calló. Y me tiemblan las manos, y mi
ansiedad crece, crece, crece y es como una piedra atada en los zapatos, pero en
la garganta. ¿Y si grito? Tengo ganas de llorar y mis manos tienen frío y ganas
de fumar y acá todo está oscuro, todo está callado y no hay nadie más que las
dos y qué, qué se hace con el miedo, qué se hace con el frío y esa mirada
distante que me dice que me estaba esperando. A mí. Justo a mí que
Una frenada de coche lejana marcó
el final. Marcó el comienzo. Cuando abrió los ojos (que nunca cerró, pero es
como si), se encontró sentada en esa calle, tomándole las manos. Y sonreía.
Nunca había pensado en cómo se
veían las cosas desde esa perspectiva. Ahí sentada en la vereda veía, otras
cosas. Veía cómo corría el agua por la alcantarilla (que era poca pero era) y cómo
en su fluir (divino y sonoro fluir) arrastraba pedacitos de hojas. ¿A dónde
iban? ¿Ellas también habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían? Veía el
empedrado apenas iluminado por la luna de la madrugada, un batallón de piedras
en serie en el que, sin embargo, cada una de las piezas era una y singular, con
su propio espacio, altura y tiempo. ¿De dónde venían? ¿Cómo habían llegado
hasta ahí? ¿Por qué se quedaban? Veía también las ruedas de los autos que otros
sí podían sacar y estacionar y se dio cuenta de que nunca se había percatado de
cuán distintas podían ser las ruedas de los autos pero que más aún lo eran, las
llantas. Altas llantas, pensó, y rió por dentro (un poco por miedo, otro poco
por evasión). ¿Qué caminos habían recorrido? ¿A quién esperaban? ¿A dónde
irían? Es que esto también formaba parte de las cosas que eran de, habían sido
de, y que no podían sino ser con algo de dolor, de tristeza porque eran los resabios
de esos pedacitos de mundo deshabitados, hasta ahora, hasta esa noche que
empezaba a ser mañana, que ya era un mañana.
Mucho menos hubiera imaginado lo
bien que se podía sentir al tomar unas manos que por tan ajenas eran,
precisamente, tan cercanas ni que se mirarían tanto tiempo (ojo, tal vez no
fuera tanto pero ocurre que a veces hay instantes que parecen perpetuos y, ese,
era uno) ni que alguna vez pudiera encontrar a alguien que la hiciera sentirse
así tan llamada, tan buscada, tan esperada,
sin ninguna razón aparente. Justo a ella que era la última opción en los
equipos de deportes de la escuela, la última a la que llamaban porque – sabían
– estaba disponible y –sentían- no era imprescindible. Claro, pensaba, tal vez
por eso sea, porque no existen razones, porque esta mujer no me conoce, porque
es de noche y no tengo cigarrillos y entonces escuché y vine.
En las noches el silencio es más
largo y por eso mismo ya no quería gritar pero sabía, sí, que dentro suyo ese
grito todavía esperaba salir. ¿Qué esperaba? ¿La esperaba a ella? ¿A esa mujer?
¿A quién fue tanto y ya no era? En el cordón de la vereda seguían tomadas de
las manos y ella no podía evitar mirarse las zapatillas mientras decidía las
palabras que iba a pronunciar, esa noche, esa madrugada abstemia. Y la mujer,
permanecía ahí, tan presente, tan incomprensiblemente paciente...
El silencio se rompió con unos
pasos que venían, venían a salvarla de tener que decir algo, algo de verdad,
algo que partiera esa escena de misterio, miedo, excitación y calma, necesidad,
necesidad de
Los pasos que venían no eran dos,
sino cuatro, luego más bien seis. Las vio venir de distintos lugares,
confluyendo, convergiendo ahí, en esa calle, en el cordón de la vereda, al
frente de la calle del 226, esa madrugada. La mujer las miró, tal como lo había
hecho con ella, y les dijo: era hora, las estaba esperando y con un gesto las
invitó a sentarse con ellas. En esos otros rostros, comenzó a verse y por fin
rompió el silencio y dijo: hola, disculpen, por casualidad ¿alguna tiene un
cigarrillo?
¿Quiénes eran esas cuatro mujeres
que estaban junto a ella? ¿Por qué estaban ahí? ¿Las unía el insomnio, la
soledad, el miedo a, el miedo de? ¿Por qué esa mujer las esperaba?
¿A dónde iban? ¿Ellas también
habían escuchado los gritos? ¿Por qué se movían?
¿De dónde venían? ¿Cómo habían
llegado hasta ahí? ¿Por qué se quedaban?
¿Qué caminos habían recorrido? ¿A
quién esperaban? ¿A dónde irían?
¿Hace cuánto no sentía esa
emoción en el cuerpo?
Se pellizcó para sentir (dolor),
pero para sentir. Como si en ese tic, ese gesto trillado del sueño y la vigilia
quisiera encontrar la confirmación de que también estaba, ella, ahí. Es que
hacía tanto tiempo que no sentía, hacía tanto tiempo que no un estremecimiento,
que no una mirada sagaz, que no una hoja que cae, un libro con otra mano que no
fuera la suya, un cuchillo, que el comprobar que estaba allí, era al menos una
forma de sentimiento, de esos que se tenía permitidos después de.
En el antes todo había sido tan
distinto, se escuchaba reír, se escuchaba gemir y todo era siempre de a dos, el
café con leche a la mañana, acostarse, lamerse, levantarse, el primer
cigarrillo del día, el mirar la televisión, el noticiero, un canal de deportes,
una música. Y eso olía a felicidad, a felicidad comprada en almacén, de anuncio
de publicidad, sí, pero era suya. No importaba a cuánto la hubiera comprado, al
final todo tenía un precio y todo valía algo, resignaba otra cosa, pero verlo
con ella, ver sus ojos tan negros, como los suyos pero más, ver sus manos tan
firmes, tan sólidas, un movimiento de piernas, un calzoncillo tirado en la
bañera (que ella después se encargaría de levantar y colocar junto a la
bombacha, que siempre, menos ese día, era lo último que lavaba), un reloj que
sonaba antes, un reloj que sonaba después, esa graciosa manera de moverse
cuando estaba dormido y se tenía que levantar, el ruido del agua que corre
mientras se lavaba los dientes. Todo era una maquinaria tan perfectamente
encastrada, en la que no había lugar a rendijas, no había lugar a ninguna
mentira ni ningún disfraz, porque estaban bien, estaban bien, estaban bien.
Como supo decir ella también esa última noche, que no era esta, cuando la
negación de lo innegable aparecía como recurso para no gritar, para no callar,
para no dejar que se fuera así como así y conformarse con pensar que quizás
alguna vez, lo volvería a ver entrar por esa puerta y nada habría pasado. Pero
no. Había pasado. Y si bien ella hubiera querido borrarlo, extirparlo, cagarlo
a patadas, no la había vuelto a llamar, ni siquiera para saber cómo estaba, ¿y
si no hubiera podido hacerlo? (a ella, que era tan dependiente, a ella, que no
salía a la calle sin que le anunciara cómo estaba el clima del día o le sacara
el auto a la vereda para que pudiera subir, a ella que tenía siempre un
paraguas en la cartera por las dudas, y una libreta, y un sobre de azúcar y uno
de edulcorante), ni siquiera para darle una señal, para hacerle creer que a lo
mejor. Pero los finales son finales (sí, eso había dicho él) y lo peor que se
puede hacer ante la inminencia de uno es no aceptarlo. Y ella había dicho que
sí, pero no había llorado. No mientras él estuvo ahí, sí después, después lo
lloró días, quizás incluso esta noche que nos ocupa lo haya llorado un poco,
pero no en ese instante, no en el momento en que tendría que, porque no iba a
jugar el papel de ser la que da lástima, porque no le gustaban las heroínas
abnegadas de las películas y siempre se había sentido más identificada con las
malas, especialmente por esa facilidad de jugarse a todo o nada sin importar un
carajo qué se pueda perder con eso. Sí, era un rol que ni ella se creía, después
de todo. Pero eran de esas pequeñas mentiras que la hacían sentir importante,
sentir, nuevamente, sentir. Nunca la había llamado como esa noche, nunca la
había abrazado como esa noche ni le había apretado tan fuerte los labios, ni la
había besado con tanta virulencia, tanta pasión, tanta excitación, ¿cómo podría
ella haberlo imaginado, si le mordía la carne, si la ahogaba en saliva, en
deseo? Para después decir lo que dijo, para que ella se quedara callada. Pero
el silencio es acción. Lo sabe. Él también lo supo. Tarde. Como siempre.
Una mano le acercó un cigarrillo
y se encontró devolviendo sus dientes en una especie de frugal satisfacción y
esperanza. Lo prendió casi como una tos, le gustó mirar cómo el fuego, muy de a
poquito, iba quemando la punta, iba haciéndose brama, iba siendo canción, su
canción. (Él cantaba mientras se bañaba, a ella le gustaba escucharlo, se
paraba detrás de la puerta solo para hacerlo, y se quedaba ahí, sin hacer
ruido, hasta que estuviera segura que las gotas habían dejado de caer de la
ducha).
Gracias. Dijo gracias. Como si
con eso hubiera sido suficiente, como si eso solo hubiera sido suficiente para
justificar el día, la salida, la madrugada, el frío, el miedo. Se levantó como
para irse, las miró a las mujeres como para irse, hizo algo así como un ademán
de saludo cordial, de esos que le enseñaban las series de televisión. Se
hubiera arremangado el vestido si hubiera tenido uno. Vos de acá no te vas
nada. Escuchó, tartamudeó su cuerpo en la vacilación, me quedo, me voy, me quedo,
me voy. Vos de acá todavía no te vas, se repitió. Entonces se dio vuelta.