Cerrar los ojos.
Escuchar el mar.
Sentir el sol que pega en la parte que la sombrilla no alcanza. De golpe miro:
chiquitos bronceados y en sunga corren tras su papá que en el agua espera,
otros conversan
o leen
o escuchan música contemplando el horizonte
o se asan para quedar bronceados
o duermen para expiar una noche larga
o trabajan y algunos de ellos también se divierten.
Los que trabajan, de vez en cuando paran, van al mar. Uno se hace milanesa con la ropa puesta y ríe. Nunca se sacan el sombrero. Miran la tele, piden prestado un baño, comen un peixe o toman una cerveza antes de volver a convecer o seducir con sus queijos asados, sus vestidos, sus artesanías, sus panes rellenos, sus anteojos de sol o sus falsos tatuajes.
El sol se expande en mi cuerpo. Sigo escuchando el sonido y ahora veo a personas jugando en el mar, con las olas, usando tablas, gomas o sus propios cuerpos.
Cierro los ojos y respiro. Dejo que el aire me pegue en la cara y le gane a estas ganas de decir. Y punto.
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