Vino con su cuchillo y sus 10,
11, 12 años que se alcanzaban a ver a pesar del rostro destruido, la mirada
perdida, la mugre pegada al cuerpo. Y yo, que siempre entrego lo que me piden, por
primera vez salí corriendo con un miedo desaforado. Por el costado del ojo
había visto que ningún auto pasaba y eso favorecía mi carrera en diagonal, la
huida.
Lo ví quejarse desde la cuadra de
enfrente, refunfuñar. Me paré en un negocio y no supe si entrar o no. No entré
pero tampoco sabía si seguir caminando por Nazca hacia Rivadavia o por Yerbal
hasta Condarco. Hice esto último con el corazón al trote y las piernas
bamboleantes.
Me había pedido todo. Sentí
miedo. Todo incluía mis papeles, libros y la ponencia sobre educación que
minutos después compartiríamos con mis compañeras en un Congreso, a dos cuadras
de ahí.
Miedo a perder los papeles. Miedo
a un pibito que se lo jugaba todo y que a su corta edad parecía no tener nada que
perder. Todo y nada.
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