viernes, 27 de diciembre de 2013

Cincuenta y siete

Sus 57 años iban a ser el principal argumento para todo lo que iba a decir.

En la radio sonaba Víctor Hugo. Estaba haciendo una entrevista a un “beneficiario” del Programa PROCREAR. La entrevista no salió tan bien como él esperaba, pareció, porque el hombre no lloraba de felicidad por dejar de alquilar y poder aspirar a tener por primera vez su casa propia en unos módicos 20 años de cuotas que representaban lo mismo que le pagaba a un rentista. Tampoco podía decir datos certeros de cuotas y años a pagar. Entonces Víctor Hugo insistía y llevaba la conversación para lo que quería demostrar y, además de eso, se olvida cualquier dato personal que le había preguntado.

Ante la repetida pregunta de cuántos años tenía el hijo, el hombre habló nervioso a la radio “te dijo un año y un mes”. No escucha, dijo también.

Acto seguido bajó el volumen y empezó a pronunciarse: ¿a vos te parece 20 años para tener una casa?  Mirá lo que está pasando en España, la gente tenía hipotecas a 30 años, se quedó sin laburo y había pagado 15 y ahora tiene que irse de su casa y seguir pagando los 15 años que deben. Yo no sé cómo no entran al banco y le pegan un corchazo. Pero no, en lugar de eso, bastantes buenos somos y encima, en lugar de ir contra el que te caga, mucha gente se mata. Mirá vos, te cagan y te matás. 

Me contó que alquilaba hace 10 años y que acá es una cosa de locos porque los que alquilamos tenemos que pagar la comisión a la inmobiliaria, una comisión que es para el dueño. Todos viven de los que laburamos. Me tenían que cambiar la cocina y me dijeron que la pagara yo y le dije que la tenían que pagar ellos y que si no lo iban a hacer iba a llamar a la AFIP a ver si estaba pagando los impuestos por todas las propiedades que tiene en alquiler. Cambió la cocina y no me jodió más. 

Le recomendé que viera Capitalism, la película de Michael Moore, que muestra la resistencia de las familias a los desalojos tras la crisis en Estados Unidos y también la toma de fábricas. Claro, de esas cosas nunca se sabe nada, me dijo.  

Porque acá, viste, el que se queja de la AFIP es porque es una rata que quiere pagar menos. Y a mí me dicen vos sos un zurdo y yo le digo no sé si soy zurdo o que soy pero yo miro los que están allá y digo  yo con esos no estoy ni en pedo, esos que quieren pagar menos a sus trabajadores, que los hacen trabajar en condiciones de mierda entonces si eso es ser zurdo soy recontrazurdo. Claro, porque todos se suben acá y te empiezan a hablar mal del gobierno, porque el tachero es un facho y seguro está escuchando Radio 10. Y yo les digo que si la quieren bajar a Cristina se va a armar una guerra civil y se pudre todo, porque ya los ví antes, ya ví como tomaban el gobierno. Pero ahora no, se pudre y nos matamos entre todos. Escuchame, en el 55 bombardearon la Plaza de Mayo, total a quien mataron, a los pelotudos que andaban laburando por ahí. ¿Entendés que bombardearon la Plaza de Mayo? Yo, en mi familia, ya tengo como tres para bajar. ¿Sabés las cosas que tengo que escuchar en la mesa?  Le tuve que poner baño a esos negros de mierda. Qué hijo de puta, ¡¿así que le tuviste que poner baño?!. Me alegro. 

Y así transcurrió el viaje. 

Llegamos al final. Cobró, me dio el vuelto y me dijo “Hasta la victoria siempre”. Me reí con complicidad y dije “así será” y puse un pie en el infierno asfalto de verano.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Silla en la vereda

Anduve con este relato de Arlt varios años en mi cartera. Manuscrito, en un papel cuadriculado oficio, lo tuve hasta que las marcas del doblado empezaron a desdibujar las letras. No recuerdo cuándo lo saqué.

Amo las sillas en la vereda y por ese entonces caminaba por el barrio buscándolas y aunque quedaban pocas, algunas había. Silla en la vereda es barrio, vecino, es charla y chisme, es comunidad.

Nada puedo decir mejor de lo que fue dicho, así que me limito a compartirlo.

Silla en la vereda, Roberto Arlt

Poeta subterráneo

Subió con su pelo engominado y su valija con ruedas a un subte lleno de personas marchando hacia sus obligaciones rutinarias.

Pero él es poeta y su mente vive en otro lado. Concentrado en su teléfono, nada de lo que ocurre a su alrededor parece inmutarlo. Nueva estación, más gente entra empujando porque hay que llegar. El sigue escribiendo. Me intriga. Trato de pispear algo de lo que ahí pasa. Después de todo, esa realidad es más interesante que mi apretada circunstancia.

Y leo su lenguaje formal que dice algo parecido a esto:

“Te amo, es preciso que te recuerde que...”

Lenguaje poco común para mensajes de texto, pienso, para los miles de mensajes de texto que escriben que como k, besos como bss, estoy como toy o toi, según la ortografía del escribiente. Otro approach de estación me ayuda a ver lo que sigue:

“Perdonar es injusto.
Perdonar es una injusticia con mi sed de venganza”.

Valija era, después de todo, un pueta del amor (y del odio).

La barrera

Vino con su cuchillo y sus 10, 11, 12 años que se alcanzaban a ver a pesar del rostro destruido, la mirada perdida, la mugre pegada al cuerpo. Y yo, que siempre entrego lo que me piden, por primera vez salí corriendo con un miedo desaforado. Por el costado del ojo había visto que ningún auto pasaba y eso favorecía mi carrera en diagonal, la huida.

Lo ví quejarse desde la cuadra de enfrente, refunfuñar. Me paré en un negocio y no supe si entrar o no. No entré pero tampoco sabía si seguir caminando por Nazca hacia Rivadavia o por Yerbal hasta Condarco. Hice esto último con el corazón al trote y las piernas bamboleantes.

Me había pedido todo. Sentí miedo. Todo incluía mis papeles, libros y la ponencia sobre educación que minutos después compartiríamos con mis compañeras en un Congreso, a dos cuadras de ahí.


Miedo a perder los papeles. Miedo a un pibito que se lo jugaba todo y que a su corta edad parecía no tener nada que perder. Todo y nada.