lunes, 15 de agosto de 2016

Aire

El aire es libre, dice un dicho. Y me recuerda inmediatamente un juego infantil cuyo objetivo principal consistía en molestar hasta la exasperación a otro. Se ponía en acción con unas manos moviéndose en los exactos contornos que separan el cuerpo propio del ajeno. Mientras esto ocurría, debía cantarse a repetición y con una melodía digna de empuñar bayonetas: “el aire es libre, el aire es libre”.
 
Claro que esto era una forma de decir que en lo libre uno puede hacer lo que quiera aunque al mismo tiempo se evidenciaran los límites de esa libertad con la existencia del otro (cuyo cuerpo no es mío ni parte del vasto campo llamado libertad). Pero también es otra forma de decir que puedo hacer uso de los aires libres para molestarte. Más de una vez ese juego habrá terminado en enojos, insultos o golpes porque es muy difícil mantenerse en los límites ¿Será por eso de que la libertad no es lo que parece o por eso de que solo es una excusa, un medio para generar una disputa?

Dame aire es lo que suele decirse cuando se necesita distancia de alguien. De alguien que asfixia, que abruma, que dificulta el desarrollo de la propia libertad. Un grito desesperado de individualidad, para poder pensar y actuar ocupando el propio espacio.

Entonces el aire es también espacio. Es el lugar que separa una cosa de otra cosa, a unos de otros. Es todo eso que existe sin parecerlo. Es lo que nos rodea, lo que no llenamos. O es lo que llenamos y dejamos de llenar cada vez que nos movemos y un aire se transforma (por así decirlo) en un no-aire.
El aire no se ve y, sin embargo, todos sabemos que existe. Y esa existencia echa por tierra la creencia de que solo existe lo que puede verse o tocarse y hace decir a personajes como El Principito que lo esencial es invisible a los ojos.

Soñamos con conquistar el aire, con dominarlo. Volando parece que estamos menos atados, limitados, que podemos desafiar la gravedad que con su fuerza, nos tira para abajo, hacia el centro de la tierra. En horas podemos llegar a la otra punta del mundo. Y también podemos ir más allá de este mundo, navegar entre las estrellas y hasta pisar la Luna.  Podemos volar con cuerdas, con alas de parapente, con ala delta, admirando paisajes desde otra perspectiva, más amplia, menos terrenal. El dominio del aire nos hace más fuertes, más potentes, superpoderosos, casi superhéroes.

Es que el aire es vital. Sin él, no es posible reproducir nuestra vida. Tomar aire es respirar. Un acto inconsciente e involuntario que realiza nuestro cuerpo cuando funciona. Nacemos con la capacidad de tomarlo, transformarlo y devolverlo cambiado, como con tantas otras cosas. Es algo que no aprendimos y sin embargo podemos hacer. A lo largo de la vida vamos aprendiendo a respirar cortito, con dificultad, agitadamente. Vamos encontrando que a veces el aire nos falta, por angustia, por amor, por emoción, por falta de estado físico o por obligación. Y entonces inventamos el yoga, la meditación y las vacaciones para acodarnos que ese acto existe, que lo llevamos en el cuerpo y que hacerlo bien es fundamental para conectarnos con nosotros mismos y sentirnos mejor.

A veces decimos que el aire está raro, que se corta con un cuchillo. Decimos eso cuando hay un conflicto que no se expresa o que se expresa pero no se resuelve. El aire adquiere pues el disfraz del silencio como imposibilidad. Entonces nos decimos que necesitamos cambiar de aire, movernos, ir hacia otros lugares donde podamos asumir lo nuevo como desafío, como bocanada de aire fresco.

Podemos tomar aires de eucaliptus, de pinos, de lavanda o puros aires de mar. Pero hay aires y aires. En él viajan los olores y también los humos que salen de los cigarrillos, de las fábricas multiplicadas en plantas industriales, de los caños de escape que nos llevan y nos traen. Aires que hacen andar al mundo pero que pueden transformarse también en mortales venenos y entonces inventamos los filtros, los extractores y los ventiladores. El aire es un transporte. En él viajamos y en él nos quedamos y a veces lo atrapamos en globos, en ruedas de bici, de autos, de camiones y otras los convertimos en esencias que se ponen en frascos.  

Despectivamente se le dice a alguien que vive del aire. Es una frase irónica que encierra cierto rencor porque no es cierto ni posible que nadie viva del aire. En este sentido, el aire es nada. Dice una canción que no se puede vivir del amor pero tampoco se puede vivir del aire. ¿Entonces? Vivir del aire es vivir del otro, del trabajo de otro (más cercano o más lejano, conocido o desconocido) materializado en herencia, renta, donación, ayuda o relación de dependencia personal.


Hay otro dicho que dice que ¡claro, total… el aire es gratis! Y eso se dice cuando se habla de una existencia al pedo y porque creemos que todo lo que no se paga ni vale ni es valorado. No pagamos por el aire. O sí, a veces lo hacemos, como con casi todas las cosas que nos rodean. Sin embargo, el aire es nuestro. Parte de la naturaleza y de nuestra naturaleza, de esa que nos dice susurrando que podemos transformar y transformarnos.


lunes, 8 de agosto de 2016

Fuego

Agarró el encendedor. Podría haber usado la cajita de fósforos o el magiclick pero no. Agarró el encendedor y presionando la rueda con el dedo pulgar hizo nacer primero la chispa y después la llama que prendió la hornalla.
  
Le gustaba mirar el fuego unos segundos antes de apoyarle encima lo que fuera. Disfrutaba contemplando sus azules, sus rojos, sus naranjas y sus escondidos amarillos. Colores en movimiento, llameantes, calientes, peligrosos, vivos.  Sobre todo vivos.

Le reconfortaba saber (aunque no siempre lo pensara) todo el trabajo humano que ese simple acto encerraba. Las pruebas, los errores y los aciertos. Los aprendizajes. Una chispa y una llama habrían dado origen a los primeros fuegos intencionados, después domesticados, manipulados, conscientes. Fuegos de ronda, de unidad, protectores, iluminadores. Fuegos de separación, ahuyentadores, defensores del peligro. Fuegos de posibilidad. Fuegos de cocción, de comida alargada, futura, tragable. Fuegos de fiesta, de ceremonias, de bailes, de músicas, de tambores. Fuegos de limpiezas, depuradores, liberadores. Fuegos pasionales, internos, solitarios y compartidos. Fuegos de amor, de conquista, de romance, de nacimientos. Fuegos de aleación, de creación infinita.   

Le molestaba saber (aunque casi nunca lo pensara) todo el dolor humano que esa llama cotidiana encerraba. Fuegos de hogueras como vanos intentos de eliminación de lo individual, que siempre es colectivo. Fuegos de tortura, de hierros calientes chamuscados en pieles como marcas posesivas, propietarias, de sumisión. Fuego amenazante, disuasivo, de tragedia, de quemazón irreparable. Fuegos de calderas, de hollín en los pulmones, de asfixiantes vapores. Fuegos de enfermedad trocada por papeles que se hacen panes, techos, guisos, zapatos, un nuevo día. Fuego irreverente, de pérdida. Fuego de destrucción, de impotencia, de batalla ajena, de arma que dispara, de muerte.


El ruido de la pava anuncia el instante del final, del tiempo preciso en que esta llama se extingue como fuego circunstancial, utilitario. Sobrevive en cambio como elemento esencial, contradictorio, movilizador, como cada uno de los fuegos que crepitan en la humanidad toda.