El aire es libre, dice un dicho. Y me
recuerda inmediatamente un juego infantil cuyo objetivo principal consistía en
molestar hasta la exasperación a otro. Se ponía en acción con unas manos
moviéndose en los exactos contornos que separan el cuerpo propio del ajeno. Mientras
esto ocurría, debía cantarse a repetición y con una melodía digna de empuñar
bayonetas: “el aire es libre, el aire es libre”.
Claro que esto era una forma de decir que en lo
libre uno puede hacer lo que quiera aunque al mismo tiempo se evidenciaran los
límites de esa libertad con la existencia del otro (cuyo cuerpo no es mío ni
parte del vasto campo llamado libertad). Pero también es otra forma de decir
que puedo hacer uso de los aires libres para molestarte. Más de una vez ese
juego habrá terminado en enojos, insultos o golpes porque es muy difícil
mantenerse en los límites ¿Será por eso de que la libertad no es lo que parece
o por eso de que solo es una excusa, un medio para generar una disputa?
Dame aire es lo que suele decirse cuando se necesita
distancia de alguien. De alguien que asfixia, que abruma, que dificulta el
desarrollo de la propia libertad. Un grito desesperado de individualidad, para
poder pensar y actuar ocupando el propio espacio.
Entonces el aire es también espacio. Es el lugar que
separa una cosa de otra cosa, a unos de otros. Es todo eso que existe sin
parecerlo. Es lo que nos rodea, lo que no llenamos. O es lo que llenamos y
dejamos de llenar cada vez que nos movemos y un aire se transforma (por así
decirlo) en un no-aire.
El aire no se ve y, sin embargo, todos sabemos que
existe. Y esa existencia echa por tierra la creencia de que solo existe lo que
puede verse o tocarse y hace decir a personajes como El Principito que lo
esencial es invisible a los ojos.
Soñamos con conquistar el aire, con dominarlo. Volando
parece que estamos menos atados, limitados, que podemos desafiar la gravedad
que con su fuerza, nos tira para abajo, hacia el centro de la tierra. En horas podemos
llegar a la otra punta del mundo. Y también podemos ir más allá de este mundo,
navegar entre las estrellas y hasta pisar la Luna. Podemos volar con cuerdas, con alas de
parapente, con ala delta, admirando paisajes desde otra perspectiva, más amplia,
menos terrenal. El dominio del aire nos hace más fuertes, más potentes, superpoderosos,
casi superhéroes.
Es que el aire es vital. Sin él, no es posible
reproducir nuestra vida. Tomar aire es respirar. Un acto inconsciente e
involuntario que realiza nuestro cuerpo cuando funciona. Nacemos con la
capacidad de tomarlo, transformarlo y devolverlo cambiado, como con tantas
otras cosas. Es algo que no aprendimos y sin embargo podemos hacer. A lo largo
de la vida vamos aprendiendo a respirar cortito, con dificultad, agitadamente.
Vamos encontrando que a veces el aire nos falta, por angustia, por amor, por
emoción, por falta de estado físico o por obligación. Y entonces inventamos el yoga,
la meditación y las vacaciones para acodarnos que ese acto existe, que lo
llevamos en el cuerpo y que hacerlo bien es fundamental para conectarnos con
nosotros mismos y sentirnos mejor.
A veces decimos que el aire está raro, que se corta
con un cuchillo. Decimos eso cuando hay un conflicto que no se expresa o que se
expresa pero no se resuelve. El aire adquiere pues el disfraz del silencio como
imposibilidad. Entonces nos decimos que necesitamos cambiar de aire, movernos,
ir hacia otros lugares donde podamos asumir lo nuevo como desafío, como
bocanada de aire fresco.
Podemos tomar aires de eucaliptus, de pinos, de
lavanda o puros aires de mar. Pero hay aires y aires. En él viajan los olores y
también los humos que salen de los cigarrillos, de las fábricas multiplicadas
en plantas industriales, de los caños de escape que nos llevan y nos traen. Aires
que hacen andar al mundo pero que pueden transformarse también en mortales venenos
y entonces inventamos los filtros, los extractores y los ventiladores. El aire
es un transporte. En él viajamos y en él nos quedamos y a veces lo atrapamos en
globos, en ruedas de bici, de autos, de camiones y otras los convertimos en esencias
que se ponen en frascos.
Despectivamente se le dice a alguien que vive del
aire. Es una frase irónica que encierra cierto rencor porque no es cierto ni
posible que nadie viva del aire. En este sentido, el aire es nada. Dice una
canción que no se puede vivir del amor pero tampoco se puede vivir del aire.
¿Entonces? Vivir del aire es vivir del otro, del trabajo de otro (más cercano o
más lejano, conocido o desconocido) materializado en herencia, renta, donación,
ayuda o relación de dependencia personal.
Hay otro dicho que dice que ¡claro, total… el aire
es gratis! Y eso se dice cuando se habla de una existencia al pedo y porque creemos
que todo lo que no se paga ni vale ni es valorado. No pagamos por el aire. O sí,
a veces lo hacemos, como con casi todas las cosas que nos rodean. Sin embargo,
el aire es nuestro. Parte de la naturaleza y de nuestra naturaleza, de esa que
nos dice susurrando que podemos transformar y transformarnos.