martes, 29 de noviembre de 2016

Agua

El agua corre. A raudales, en cascadas, en chorros, en hilitos, de a gotitas. Generalmente, fluye. Se mueve. Y cuando no, se estanca. Transforma lo vivo en cosa putrefacta. Y larga feo olor. Y su color se debate entre los verdes que al morir se van haciendo marrones. Dicen que el agua representa las emociones y también que en su movimiento siempre busca una salida, llegar a algún otro lugar. Tal es su destino cuando, inquieta, busca ir más allá. Arrancamos así el viaje por este último elemento, como parados en una orilla que apenas nos moja las plantas de los pies y en la que nos preguntamos hasta dónde seremos capaces de adentrarnos.

Somos, en gran parte, agua. Al decir de la ciencia, nuestro cuerpo se compone mayormente por moléculas formadas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Leo esta información y pienso que no es más que una rareza que podríamos denominar contra-fáctica. Miro y veo: carne, piel, uñas, algo de venas, pelos injustamente distribuidos. A veces, una sonrisa que deja ver los dientes. Toco mis huesos. Pero… ¿agua? En la lengua algo encuentro aunque, sin dudas, no representa la mayor parte de mi cuerpo. Como si fuera una Sherlock Holmes, ceño fruncido y mano en pera, concluyo que esta es otra evidencia de que las apariencias engañan o que más bien representan solo una parte de lo que convenimos en llamar realidad. Sigo el razonamiento: al agua la vemos en general cuando sale como desecho. Pero entonces ya es pis, lágrima, saliva, aliento, transpiración. También cuando nos lastimamos y la sangre, espontánea, chorrea o cuando es extraída por agujas que la conducen a jeringas o a bolsas. Pero eso es sangre. Y si es sangre no es agua. O al menos eso aprendí: las cosas son lo que son. Entonces… dudo.

Los océanos ocupan la mayor parte de este planeta. El agua cambia de forma y de estados circulando por la Tierra. Con ayuda, se recicla. Su primer ayudante – dicen - es el sol. El calor evapora el agua de los océanos. Las corrientes de aire le sirven de ascensor elevando esos vapores los que, en contacto con las bajas temperaturas, terminan el proceso de condensación que da origen a las nubes. El conflicto mueve. Las nubes que chocan entre sí producen nuevas mutaciones: lluvia, nieve, glaciares, hielos de montaña. Entonces, parece que las cosas que eran una cosa, pueden llegar a ser otras cosas. ¿O no? Cambiar de estados. Me quedo pensando…

La confusión, del álbum Silencios.
Ph: Leonardo Majluf.

Sin agua, la vida no es posible. No sólo la humana. Nos acordamos de eso cada vez que nos olvidamos reiteradamente de regar una planta. Cada vez que una tierra fértil se transforma en campo yermo. Me lo recuerda (también) la media longaniza calabresa que acabo de comer. Estas alertas nos hacen saber que debemos consumir agua para que el cuerpo funcione.

Esa necesidad (la del consumo del agua, no la de la longaniza, claro está) llevó a las poblaciones humanas a asentarse, en un principio, cerca de cursos de agua dulce. Y al quedarse en un lugar pronto se enfrentaron con un nuevo problema: las inundaciones. El agua en exceso, destruía y pudría las cosechas poniendo en riesgo la supervivencia. Acá me distraigo por un momento y pienso que a lo mejor será por eso que decimos que nos tapa el agua cuando una situación nos desborda y se vuelve incontrolable. Sigo. Las soluciones a este problema vinieron de la mano de una observación sistemática y de una organización cada vez más colectiva y centralizada del trabajo social. Así nacieron los primeros Estados, para dirigir el proceso creativo que hizo posible la construcción de diques y canales. Los diques, verdaderas obras de ingeniería hechas de tierra, de piedras, más tarde de hormigón, sirvieron para contener y controlar esos cursos de agua. Los canales se ocuparon de conducirlos y distribuirlos hacia los lugares a los que debía llegar. La natural anegación, controlada productivamente, hizo crecer flores en desiertos. Más tarde, descubrimos que la fuerza del agua podía ser fuente de energía e inventamos los molinos y las represas para aprovecharla. Excesos. Necesidad de control. Distribución. Energía reencauzada. Sigo pensando…

Mares. Océanos. Universos de agua salada. Campos de exploración, de magia, de misterios, de cruces, de encuentros, de colonización, de piratas bucaneros. Poseidón nos mira desde algún lugar con cara de turro y, tridente en mano, advierte que si se enoja puede agitar las aguas y provocar desastres. Sabemos que el mar es inmenso y peligroso. Que necesitamos crear barcos cada vez más resistentes a sus tempestades y brújulas para orientar el camino cuando estamos en medio de la nada. Las aguas agitadas sacuden las estructuras y hacen más visible nuestra vulnerabilidad. Y eso, siempre da miedo. Los “salvavidas” se hicieron para flotar en medio de ese quilombo.

Aprender a nadar puede ser trabajo de toda una vida. Para otros, una habilidad que no es interesante ni necesario desarrollar. Las dicotomías entre el sentir y el pensar nos recuerdan a cada rato que estamos partidos. Y se nos dice que quien se emociona es débil y flojo y que la mente – bajo ciertos parámetros eficientistas – es la que debe gobernar nuestros actos. No hay tiempo para dudar, ni para estar tristes, tampoco para estar contentos cuando nuestras vidas están comandadas por la necesidad de reproducirnos bajo determinadas condiciones. La desconexión emocional se convierte entonces en una necesidad, un atributo productivo de estos tiempos.

Es que no tenemos tiempo para preguntarnos cómo estamos ni cómo nos sentimos. Leo esta oración y me parece casi un absurdo. ¿Sentir? ¿Qué es eso? Basta mirar las licencias laborales mínimas establecidas en la Ley de Contrato de Trabajo para dar cuenta de esto. Muerte de cónyuge, de hijos o padres: 3 días corridos. Un día de reposición si el que muere es un hermano. Podés tomarte dos días por examen con un máximo de 10 días por año. Si sos varón, el nacimiento de un hijo te vale 2 días corridos. Si te casás, tenés 10 días para festejarlo. Si tus hijos se enferman o tienen un acto en la escuela tengo malas noticias: no figura.

Las luchas de los trabajadores organizados lograron ampliar estos plazos y ganar derechos para conciliar la vida laboral con la familiar en algunos ámbitos. Sin embargo más del 30% de los trabajadores activos en Argentina no cuentan ni siquiera con estas pausas tan básicas y mínimas. Días más, días menos es claro que esos tiempos no están pensados con la medida del tiempo que pueda necesitar una persona para estar en condiciones físicas, psíquicas y emocionales para volver al trabajo. Nada de eso. Esta frase también es ridícula y altamente impracticable. ¿Qué es eso del tiempo necesario? ¿Sabés los vagos que se aprovecharían de eso? ¿Existe una condición ideal para volver al trabajo? Show must go on, babys. Curtirse o Muerte. A secarse las lágrimas y a volver al trabajo que hace bien, te ayuda a despejar la mente. ¡Es hora de levantarse, querido! ¿Dormiste bien?     

Las relaciones entre las personas van por detrás de la relación entre las cosas. Nuestros vínculos se realizan a partir del intercambio de mercancías  y dicho esto, las emociones se constituyen en un obstáculo para nuestra forma actual de realizar la vida. Y cuando no, en otro negocio más, en una vía de escape, utilizadas para la manipulación, para la venta o la distracción. Se las estudia para un mejor y un mayor control. Contamos con tiempos pautados y con productos especiales para activar nuestras emociones. Nos falta poner en la agenda: 18 a 19 hs. “reírme”. Hay una película (cuyo nombre no recuerdo) en la que un hombre le pide al diablo ser el más sensible y emocional del mundo para poder así conquistar a una mujer. En la escena siguiente se ve a un hombre de amabilidad extrema, que llora desconsolado al mirar un atardecer. También escribe una canción a los delfines. Me río. El actor es bueno y la escena es bastante cómica. Pienso que el tipo es un boludo. Me incomoda su profundo amor al mundo. ¿Y que lo exprese? Puffffff. ¡Inconcebible! Le incomoda también a la mujer que pretende ser conquistada que, en cuanto puede, huye raudamente de ese empalagoso ser. Sigo pensando y me pregunto: ¿Cuántos días pasamos encerrados en lugares sin ver el sol? ¿Cuántos amaneceres y atardeceres contemplamos? ¿Cuántas veces no vemos nada de lo que nos rodea? Sospecho que algún sentido tiene que el tipo me pareciera un boludo y que la escena me hiciera reír. Si no ¿Cómo hago para volver a encerrarme mañana? ¿Cómo hago para salir ilesa al ver a un pibito de 8 años que corre por la calle Lavalle con las patas descalzas y sucias y llora y grita porque lo agarró la cana? ¿Cómo hago para mirar a la señora de 70 años que vestida de harapos, con olor a meo y un lamento reiterado extiende sus manos pidiendo guita en la combinación de las líneas de subte A y C? Paro la lista. No son excepciones. Son escenas de la vida cotidiana. Y hay muchas. Cada quien encontrará en sus cabezas miles de imágenes más.
    
La desconexión emocional es una necesidad, un escudo, una protección para lograr sobrevivir. El tema es que cuando negamos las emociones, buscan salir por algún lugar. Como el agua. A veces nos hacen saltar la térmica y se expresan bajo la forma de enfermedades: cansancio (existe algo llamado “síndrome de fatiga crónica”), depresión, ansiedad, contracturas, estrés, pánicos, fobias, alergias, bruxismo, asma, insomnio, acidez, tumores, pólipos, miomas, pérdida de pelo, problemas cardíacos, problemas digestivos, problemas intestinales, síndrome de la “cabeza quemada” (se le dice burnout) y una gran cantidad de etc. Bueno, podrían decirme, pero esas enfermedades tienen múltiples causas: genéticas, ambientales, culturales, conductuales, etc. y bla, bla. Y es cierto. Las tienen. Concedo ese punto. Entonces vuelvo a revisar la lista y emulando un intercambio de figuritas, a varias les digo: “late” o (voy a inventarla) “latu”. Y no encuentro una causa unívoca capaz de explicar por qué a algunos les agarra una cosa y no la otra. El mundo es uno. Nadie está ni vive aislado. Esta afirmación parece una obviedad pero no lo es. Los síntomas son tratados individualmente. Y no podría ser de otro modo ya que se expresan en lo individual. Ni médicos, ni curanderos, ni psicólogos, ni terapias alternativas pueden resolver por sí mismas el origen de todos estos problemas aunque una persona pueda, efectivamente, curarse.

Sentir nos hace humanos y las emociones son algo así como el recordatorio de nuestra humanidad, las que nos distinguen de ser cuerpos inertes, que se reproducen. Y como toda capacidad tiene una potencialidad que podríamos desarrollar. Tal vez, desarrollándola, podríamos inventar las máquinas o los robots que hagan los trabajos que rompen nuestros cuerpos (o los de otros), que queman nuestras cabezas (y las de otros) y que nos vuelven seres necesariamente desafectados. Tal vez logremos organizar el trabajo de un modo en el que la finalidad consista en vivir mejor y donde vivir mejor no implique renunciar a nosotros mismos. Estamos enajenados. El trabajo se realiza de manera privada e independiente y los bienes se producen sin saber si estos podrán ser vendidos o útiles para alguien. Crecemos sin saber si nuestra formación o conocimientos serán útiles socialmente, si podremos vender nuestra fuerza de trabajo. Y esas preocupaciones a menudo nos dejan sin poder dormir. La libertad nos muestra de manera permanente sus límites y sus determinaciones. Trabajamos para vivir. 
   
Me pregunto entonces si las emociones pueden ser revolucionarias o si la necesidad de expresarlas toma la forma de una resistencia. Pienso que toda ficción expresa algo de realidad. Y que toda realidad inspira las ficciones que creamos. La serie Sense8 nos muestra un mundo en el que la evolución viene de la mano de desarrollar la capacidad para conectar nuestras emociones y que solo entregándonos a esa empatía, seremos capaces de crear una conciencia y una acción verdaderamente colectivas, capaces de potenciar los conocimientos o habilidades que portamos individualmente. No es una respuesta. Es una serie. Y en la serie hay malos para vencer. Igual me hace pensar. Siempre supe que la respuesta no puede ser otra cosa que colectiva.

Villa La Ñata, del álbum Buenos Aires.
Ph: Leonardo Majluf.

El conocimiento es la forma en la que organizamos nuestra acción. Siempre lo fue. Desde el primer momento en que alguien pensó y proyectó algo en su mente y lo hizo realidad. Y después se enfrentó con algo nuevo y volvió a crear. La imaginación es, también, humana. Y también fue cambiando al mundo. Todo conocimiento implica aprendizajes. Aprendamos a conocernos más. Aprendamos a preguntarnos. Defendamos la posibilidad de llorar nuestros dolores, de enojarnos frente a aquello que nos lastima, de abrazar a quienes amamos, de reír de felicidad. Defendamos la posibilidad de ser humanos, de aprender a nadar en nuestras aguas, de poder hacer uso del aire para volar y expandir los límites, de usar el fuego para calentarnos y movilizarnos, de pisar la tierra tan nuestra. 

domingo, 23 de octubre de 2016

Tierra

Tener los pies sobre la tierra parece ser una prescripción que augura el éxito en esta vida, la única que tenemos y conocemos, la que importa. Significa pisar firme (sin errores, con certezas), ser realista (aceptar lo que es, lo que hay, hacer lo que se pueda), contrapesar idealismos (desear lo que no es, lo que no existe, lo que se mantiene solo en el plano del pensamiento como algo ilusorio).

Se le llama Tierra al planeta en que vivimos. A todo el globo terráqueo en el que transcurre la vida humana. Hasta ahora el único lugar conocido del Universo que contiene lo que llamamos genéricamente vida.  La Tierra se mueve todo el tiempo aunque parezca firme. La Tierra grita y cada tanto lanza bramidos desde dentro sacudiendo los suelos o las aguas y expulsa lavas calientes para que recordemos sus poderes intrínsecos y nuestra creciente (pero también limitada) capacidad para controlarla plenamente.

En un principio la tierra fue de todos, conocida de a pedacitos, según mandaba la necesidad de las panzas que debían ser llenadas para ganar un nuevo día. Y se recorría, aprendiendo a fuerza de vida y muerte, un fruto nuevo, otro río, una nueva montaña para refugiarse. Y aprendimos a aprender, a reconocernos, a encontrarnos, a convivir, a necesitar de los otros, a comunicarnos, a competir y a matar cuando la supervivencia se ponía en riesgo. Aprendimos a resolver problemas, a hacer la vida cada vez más larga, más cómoda y más accesible. Aprendimos que nuestras mentes y nuestras manos podían cambiar el paisaje, hacer nacer cosas que no existían antes de que nuestra imaginación, nuestra consciencia y nuestra voluntad así lo dispusieran. Aprendimos que haciendo, nos cambiábamos a nosotros mismos. Trabajo creativo, que transforma lo existente. Trabajo productor. Trabajo humano. Verdadero arte de nuestra naturaleza.

Inventamos dioses para pedirles que resolvieran aquello sobre lo cual no teníamos respuestas. Distintas culturas le pusieron a la Tierra forma de mujer, de mujer fértil, fecunda, reproductora. Y fueron nombradas con múltiples nombres, adoradas en distintos puntos geográficos y tiempos para que el alimento no acabe y la vida siga. Después, los griegos antiguos entendieron que representaba la melancolía y los cuatro humores la ubicaron como la bilis negra cuando se trató de ayudar a curar males como la depresión y la sensación de abatimiento. Durante siglos creímos que la tierra podía ser plana y estar sostenida por tortugas o gigantes y que era el centro del Universo. Todas formas religiosas o mágicas que fue asumiendo nuestra consciencia al tratar de entenderse a sí misma, a lo que nos pasa y a lo que nos rodea.  

En la tierra podemos ver un proceso: el de la semilla que se planta y va creciendo y cambiando para luego cosecharse. La tierra es la expresión de que el tiempo pasa, de la erosión que los años y otras cosas hacen sobre toda existencia material. La erosión que produce en las manos y los cuerpos de quienes la trabajan. La de la tierra cuando se planta consecutivamente y va perdiendo su fertilidad si no es lo suficientemente cuidada.

La invención de la agricultura nos permitió alargar la vida, previendo el alimento futuro. Hizo nacer la acumulación como resguardo y también la necesidad de organizar el trabajo cada vez más complejo. Posibilitó el nacimiento de todos los demás trabajos posibles, incluso el de gobernar o el de pensar que, a su tiempo, también se hicieron necesarios. Entonces la tierra empezó a diferenciarse, a parcelarse, a marcar límites y funciones, a ser apropiada. Y fue primero de quien la poseyera, por esfuerzo, por fuerza o por perseverancia y fue convirtiéndose en un campo de disputas para acceder a aquello que no se tenía. Un campo de exploración que Marco Polo registró en sus cuadernos en la búsqueda de nuevos bienes de lujo destinados a una nobleza que construía castillos y vestía sedas y terciopelos con los granos expropiados al campesinado. La necesidad de concentrar las tierras hizo nacer la propiedad privada, expresando la capacidad para decidir de forma más eficiente cómo lograr una mayor productividad. Forma que acaba con la discusión y los acuerdos colectivos (aunque desiguales) sobre su uso y con las tecnologías limitantes que llevaban a una parte de la población a morir periódicamente de hambre. Forma de expulsión y expropiación de los medios de producción de una parte cada vez más grande de la población que empezará a habitar progresivamente un nuevo espacio vendiendo a otros lo único suyo que le queda: su capacidad de trabajo. Hoy la tierra tiene precio y tiene nombres. Tiene dueños y huérfanos. Es capaz de producir por millones aunque hoy sigan existiendo personas que mueren de hambre. Pero eso es ya por otras razones.

La tierra fue cambiando sus formas. Se la viste de girasoles, de trigo, de soja, de algodón, de café, de maíz, de piedras y de cementos. Se la construye y se la cambia. Tierras diversas. Negras, rojas, verdes, marrones, amarillas. Tierra mezclada. Tierras de todos los colores. Tierras secas, ajadas, marcadas, salvajes, intervenidas, usadas y sin usar. Tierras anegadas. Tierras que se hacen arcilla en manos alfareras o ladrillos constructores.     

Sobre la tierra caminamos. Y caminando, hacemos, vamos haciendo y rehaciendo. Con lo que tiene de firme, de ilusorio, de real, de imaginado. Vamos para adelante, para atrás, para los costados, en diagonal, a veces con sentido y a veces erráticamente. Cruzamos charcos, campos minados, campos sembrados, abismos, jardines, desiertos, puentes, pantanos. Dejamos las huellas que nos marcan y otras las borramos con la mente, con las manos o con nuevos pasos. Somos la tierra que hicimos. Nos reescribimos entonces caminando sobre ésta, nuestra tierra, la que algún día recuperaremos para todo el género humano.


lunes, 15 de agosto de 2016

Aire

El aire es libre, dice un dicho. Y me recuerda inmediatamente un juego infantil cuyo objetivo principal consistía en molestar hasta la exasperación a otro. Se ponía en acción con unas manos moviéndose en los exactos contornos que separan el cuerpo propio del ajeno. Mientras esto ocurría, debía cantarse a repetición y con una melodía digna de empuñar bayonetas: “el aire es libre, el aire es libre”.
 
Claro que esto era una forma de decir que en lo libre uno puede hacer lo que quiera aunque al mismo tiempo se evidenciaran los límites de esa libertad con la existencia del otro (cuyo cuerpo no es mío ni parte del vasto campo llamado libertad). Pero también es otra forma de decir que puedo hacer uso de los aires libres para molestarte. Más de una vez ese juego habrá terminado en enojos, insultos o golpes porque es muy difícil mantenerse en los límites ¿Será por eso de que la libertad no es lo que parece o por eso de que solo es una excusa, un medio para generar una disputa?

Dame aire es lo que suele decirse cuando se necesita distancia de alguien. De alguien que asfixia, que abruma, que dificulta el desarrollo de la propia libertad. Un grito desesperado de individualidad, para poder pensar y actuar ocupando el propio espacio.

Entonces el aire es también espacio. Es el lugar que separa una cosa de otra cosa, a unos de otros. Es todo eso que existe sin parecerlo. Es lo que nos rodea, lo que no llenamos. O es lo que llenamos y dejamos de llenar cada vez que nos movemos y un aire se transforma (por así decirlo) en un no-aire.
El aire no se ve y, sin embargo, todos sabemos que existe. Y esa existencia echa por tierra la creencia de que solo existe lo que puede verse o tocarse y hace decir a personajes como El Principito que lo esencial es invisible a los ojos.

Soñamos con conquistar el aire, con dominarlo. Volando parece que estamos menos atados, limitados, que podemos desafiar la gravedad que con su fuerza, nos tira para abajo, hacia el centro de la tierra. En horas podemos llegar a la otra punta del mundo. Y también podemos ir más allá de este mundo, navegar entre las estrellas y hasta pisar la Luna.  Podemos volar con cuerdas, con alas de parapente, con ala delta, admirando paisajes desde otra perspectiva, más amplia, menos terrenal. El dominio del aire nos hace más fuertes, más potentes, superpoderosos, casi superhéroes.

Es que el aire es vital. Sin él, no es posible reproducir nuestra vida. Tomar aire es respirar. Un acto inconsciente e involuntario que realiza nuestro cuerpo cuando funciona. Nacemos con la capacidad de tomarlo, transformarlo y devolverlo cambiado, como con tantas otras cosas. Es algo que no aprendimos y sin embargo podemos hacer. A lo largo de la vida vamos aprendiendo a respirar cortito, con dificultad, agitadamente. Vamos encontrando que a veces el aire nos falta, por angustia, por amor, por emoción, por falta de estado físico o por obligación. Y entonces inventamos el yoga, la meditación y las vacaciones para acodarnos que ese acto existe, que lo llevamos en el cuerpo y que hacerlo bien es fundamental para conectarnos con nosotros mismos y sentirnos mejor.

A veces decimos que el aire está raro, que se corta con un cuchillo. Decimos eso cuando hay un conflicto que no se expresa o que se expresa pero no se resuelve. El aire adquiere pues el disfraz del silencio como imposibilidad. Entonces nos decimos que necesitamos cambiar de aire, movernos, ir hacia otros lugares donde podamos asumir lo nuevo como desafío, como bocanada de aire fresco.

Podemos tomar aires de eucaliptus, de pinos, de lavanda o puros aires de mar. Pero hay aires y aires. En él viajan los olores y también los humos que salen de los cigarrillos, de las fábricas multiplicadas en plantas industriales, de los caños de escape que nos llevan y nos traen. Aires que hacen andar al mundo pero que pueden transformarse también en mortales venenos y entonces inventamos los filtros, los extractores y los ventiladores. El aire es un transporte. En él viajamos y en él nos quedamos y a veces lo atrapamos en globos, en ruedas de bici, de autos, de camiones y otras los convertimos en esencias que se ponen en frascos.  

Despectivamente se le dice a alguien que vive del aire. Es una frase irónica que encierra cierto rencor porque no es cierto ni posible que nadie viva del aire. En este sentido, el aire es nada. Dice una canción que no se puede vivir del amor pero tampoco se puede vivir del aire. ¿Entonces? Vivir del aire es vivir del otro, del trabajo de otro (más cercano o más lejano, conocido o desconocido) materializado en herencia, renta, donación, ayuda o relación de dependencia personal.


Hay otro dicho que dice que ¡claro, total… el aire es gratis! Y eso se dice cuando se habla de una existencia al pedo y porque creemos que todo lo que no se paga ni vale ni es valorado. No pagamos por el aire. O sí, a veces lo hacemos, como con casi todas las cosas que nos rodean. Sin embargo, el aire es nuestro. Parte de la naturaleza y de nuestra naturaleza, de esa que nos dice susurrando que podemos transformar y transformarnos.


lunes, 8 de agosto de 2016

Fuego

Agarró el encendedor. Podría haber usado la cajita de fósforos o el magiclick pero no. Agarró el encendedor y presionando la rueda con el dedo pulgar hizo nacer primero la chispa y después la llama que prendió la hornalla.
  
Le gustaba mirar el fuego unos segundos antes de apoyarle encima lo que fuera. Disfrutaba contemplando sus azules, sus rojos, sus naranjas y sus escondidos amarillos. Colores en movimiento, llameantes, calientes, peligrosos, vivos.  Sobre todo vivos.

Le reconfortaba saber (aunque no siempre lo pensara) todo el trabajo humano que ese simple acto encerraba. Las pruebas, los errores y los aciertos. Los aprendizajes. Una chispa y una llama habrían dado origen a los primeros fuegos intencionados, después domesticados, manipulados, conscientes. Fuegos de ronda, de unidad, protectores, iluminadores. Fuegos de separación, ahuyentadores, defensores del peligro. Fuegos de posibilidad. Fuegos de cocción, de comida alargada, futura, tragable. Fuegos de fiesta, de ceremonias, de bailes, de músicas, de tambores. Fuegos de limpiezas, depuradores, liberadores. Fuegos pasionales, internos, solitarios y compartidos. Fuegos de amor, de conquista, de romance, de nacimientos. Fuegos de aleación, de creación infinita.   

Le molestaba saber (aunque casi nunca lo pensara) todo el dolor humano que esa llama cotidiana encerraba. Fuegos de hogueras como vanos intentos de eliminación de lo individual, que siempre es colectivo. Fuegos de tortura, de hierros calientes chamuscados en pieles como marcas posesivas, propietarias, de sumisión. Fuego amenazante, disuasivo, de tragedia, de quemazón irreparable. Fuegos de calderas, de hollín en los pulmones, de asfixiantes vapores. Fuegos de enfermedad trocada por papeles que se hacen panes, techos, guisos, zapatos, un nuevo día. Fuego irreverente, de pérdida. Fuego de destrucción, de impotencia, de batalla ajena, de arma que dispara, de muerte.


El ruido de la pava anuncia el instante del final, del tiempo preciso en que esta llama se extingue como fuego circunstancial, utilitario. Sobrevive en cambio como elemento esencial, contradictorio, movilizador, como cada uno de los fuegos que crepitan en la humanidad toda.
    

martes, 19 de abril de 2016

Marta

Marta nació un día lluvioso hace muchos, bastantes años atrás en el barrio de Mataderos y fue recibida por una familia numerosa que se comunicaba a los gritos y que hacía uso de ellos de manera indiscriminada. Era una de esas familias públicas a las que les gustaba ventilar todo: lo que habían comido, lo que comerían, el éxito o el fracaso de las relaciones sexuales conyugales, las trayectorias escolares y laborales de cada uno de sus miembros, las excursiones a los comercios del barrio, las vidas de los vecinos (motivo por el cual algunos les habían retirado el saludo), los sentimientos, las apreciaciones personales sobre absolutamente todo lo existente y, finalmente, las flatulencias y otras gracias con las que se molestaban entre sí.
 
En esta familia casi todos hablaban a la vez y el aprendizaje de esta modalidad de comunicación era una parte importante en el proceso de socialización de los nuevos miembros. Así que Marta, desde pequeña, se vio expuesta a muchísima información, tal vez muchísima más de la que su mente de bebé, le permitía comprender.

Ya es sabido que las primeras palabras que pronuncian casi todas las personas tienen que ver con la mamá, con el papá o con algo similar o que son palabras cortas que solo son aceptadas como correctas cuando un ser humano comienza a entrenarse en esto que llamamos el habla y que hacen referencia a alguna cosa que anda por ahí y que los adultos interpretan o enseñan a interpretar. 

Pero no fue así en el caso de Marta, cuya familia empezó a preocuparse porque la chiquita no hablaba (ni siquiera balbuceaba) y se preguntaban si tendrían que llevarla a algún médico o “algo así” (decía la tía que sabía de un montón de cosas pero de eso no). Pero el tiempo hizo lo suyo y el día que cumplió 11 meses y 6 días de vida por fin Marta abrió la boca y pronunció su primera palabra.  

En ese momento se callaron todos y si alguno de la familia hubiera sabido que existía el libro Guinness hubieran notificado el incidente para que allí figurara porque Marta no había dicho ninguna de las palabras comunes y corrientes para cualquiera de su edad, sino que había pronunciado con excelente claridad y modulación la palabra albóndiga. Más extraño aún era el hecho de que no la hubiera aprendido de su grupo inmediato ya que todos, sin excepción, solían reemplazar la b por la m al referirse a la bola de carne entucada.

Se produjo entonces la primera intriga familiar que llevaría a algunos a sentirse un tanto desconcertados por el asunto y a otros a emprender la búsqueda de especialistas. Y esto fue así porque las siguientes palabras de Marta fueron igual de extravagantes y misteriosas que la inicial y porque cada día la niña incorporaba nuevas palabras a su vocabulario, muchas de las cuales obligaban a los miembros de la familia a consultar el diccionario para testear su existencia real.

El primero en ir fue el médico. El Dr. Olmos atendía a casi todo el barrio y era considerado una eminencia. Lo recibieron con facturas y mate y le explicaron el caso. El Dr. miró a la niñita, que ya tenía 11 meses y 27 días de vida, y comenzó a hablarle. Marta lo miró con ojos inocentes y le dijo: desoxirribonucleico.  La tía Esther acudió nuevamente al diccionario y le dijo con una expresión de asombro: sí, existe. Y aunque el médico ya sabía, lo que no podía creer en este caso es que aquella chiquita tuviera la capacidad de pronunciar tan bien aquella palabra. Se preguntaba cómo era eso posible en un paladar que no había sido terminado de formar y en un cerebro que recién empezaba a construirse el mundo en el que vivía. Puso cara de preocupación, la auscultó y salió de la casa con muchas preguntas y sin ninguna solución, dispuesto a llevar el caso a la Asociación de Médicos de la República.

La segunda consulta ocurrió un día después. Quien acudió esta vez fue la curandera, por insistencia de otra de las tías que sabía muy bien que esa era la persona que había que llamar cuando la medicina se quedaba sin respuestas. Doña Eduviges era experta en curar los males más extraños e inexplicables, como aquél día en que el abuelo Anselmo quedó catatónico frente a una porción de dulce de batata al que le cantaba el arrorró de manera ininterrumpida. La solución fue simple y efectiva pero a nadie – excepto a Doña Edu – se le había ocurrido apoyar un pedazo de queso fresco encima para que todo volviera a la normalidad. Con estos antecedentes, el éxito de la intervención quedaba casi asegurado. La experta en ciencias ocultas se acercó a Marta, que tenía puré de zapallo desparramado por la cara porque recién acababa de comer, y empezó a hablarle. La niña la miraba y luego de un rato, pronunció: maquiavélico. Eduviges hizo un gesto de extrañeza y sacó unas telas de su bolso y empezó a mostrárselas en un acto que podría asimilarse a una intención de hipnotismo mientras la beba se reía y tocaba con sus manitos las telas de colores. Después prendió unas velas y quemó un pedazo de palo santo con el que recorrió toda la casa y les dijo que tendrían que esperar unos días para que surta el efecto correcto y también que era necesario que regaran con vinagre los marcos de las puertas durante los próximos 20 días.  Se despidió y en el momento en que estaba por salir, Marta volvió a abrir la boca, para decir: inverosímil.

Cuando Doña Eduviges se retiró, comenzó una nueva discusión a los gritos entre los miembros de la familia que terminó con la resolución de continuar las consultas pero ya no para tratar de “curar” a Marta sino para poder comprender su habilidad tan particular.  

Elena Sofar era una prestigiosa psicóloga y psicopedagoga especialista en niños cuya data la familia la había sacado de unas revistas de actualidad en las que esta profesional escribía sus columnas. Irene (la mamá de Marta) le escribió una carta que la había dejado altamente intrigada por el caso de esta bebita superdotada, así que en poco tiempo se hizo presente. Tocó la puerta (y como era una cuasi celebridad) más de una docena de personas la recibieron al llegar y comenzaron a relatarle al unísono, de manera superpuesta y, por supuesto, a los gritos todas las palabras que Marta había pronunciado desde que había empezado a hablar. El mayor de los tíos la perseguía con el diccionario y pasaba una a una las páginas mientras con el dedo índice le mostraba las cruces azules, que eran un indicativo del vocabulario que la niña había adquirido.  Las tías la perseguían ofreciéndole platos con sanguches de mortadela, tortas fritas, masas viejas y bocaditos de espinaca recién hechos.

Elena era – como dijimos - una profesional pero también y, lógicamente, una persona y enseguida notó que su cuerpo empezaba a picarle. A pesar de eso trató de mantener la compostura, focalizándose en su misión. Mientras pensaba para adentro “nomepica-nomepica-nomepica” preguntó por la niña y se acercó hasta ella haciendo un zigzag entre los platos de comida, el dedo índice que seguía pasando las páginas del diccionario y los niños que corrían por el lugar. En ese momento Marta estaba jugando con unos muñequitos de peluche que pendían de unos hilos y se reía a carcajadas cuando sus hermanos aparecían de golpe y le hacían alguna monería.  Cuando la psicóloga se acercó comenzó a hablarle: Hola Martita – le dijo con una semi-sonrisa – tu mamá me contó que sos una persona muy especial y vamos a tratar de entender qué es lo que pasa por esa cabecita. La picazón iba in crescendo y la beba parecía no querer decir nada por el momento. 1 hora y 49 minutos después del saludo inicial y de que Elena rechazara sistemáticamente todo aquello que se le ofrecía e intentara sin éxito que la chiquilla hablara, se escuchó salir de la pequeña boca, lo siguiente: espantapájaros, palangana, paralelípedo, escarmiento, mondongo, berretín, chinelas.  

Después de escuchar eso, a la psicóloga se le llenaron los ojos de lágrimas. Envuelta en un ataque que era una mezcla de furia y de picazón infernal, la señora comenzó rascarse de manera compulsiva brazos, piernas, cara, cabeza y manos y a gritar: “¡la nena quiere diferenciarse de ustedes, manga de inadaptados! ¡decir estas palabras es la forma que tiene de comunicarles que el mundo es un lugar mucho más interesante que esta cueva de gatos!”.

Opa, opa, señora, tranquilícese – dijo el tío Tito, el del diccionario – usted vea que acá nadie le faltó el respeto.

A continuación, todos quedaron patitiesos al observar como la señora corría hacia la puerta (ahora de salida) y cómo en el tránsito hacia la "libertad" se llevó puesta la riestra de longanizas que estaba secándose en la puerta. Oscarcito de 5 años se paró en el medio del patio, se llevó el dedo dedo índice a la sien y empezó a girarlo en círculos. Todos entendieron a qué se refería y enseguida empezaron a sonar las carcajadas.

Lo que este hecho, sin dudas, evidenciaba era que Elena Sofar conservaba las heridas de un pasado poco revisado y que su subjetividad se había visto trastocada en este ambiente familiar. Además, era alérgica al vinagre y al palo santo (pero de esto no se enteraría hasta muchos años después).  

Resueltos a continuar descifrando el enigma, días más tarde acudió a la casa John Chamberlain, un conocido antropólogo de origen inglés que residía en Argentina desde que se había decidido a convivir con las comunidades de matarifes. Dicho profesional les propuso entonces que para poder lograr un verdadero conocimiento debía compartir la casa con ellos como si fuera un miembro más de la familia, al que debían dar de comer, proveerle una toalla propia y un colchón para dormir y les explicó que esta era una práctica corriente y necesaria entre los de su especie. En principio esto les pareció bien y se divertían viendo cómo John anotaba en su libreta distintas cosas: las palabras de Marta, los movimientos de la familia y sus diálogos. También aprovecharon para que les contara anécdotas de los lugares en los que había realizado sus diversos trabajos de campo. Los más chicos le pedían una y otra vez que les contara sobre su estadía con los gauchos y la destreza lograda en el manejo de las boleadoras.

Pero el tiempo pasaba y seguían sin respuestas entonces los miembros de la familia volvían a discutir si habían hecho una correcta elección. Raúl, el papá de Marta, comenzó pronto a desconfiar de este cientista social y cayó en la cuenta de lo mucho que este sujeto comía, al punto tal que varios habían tenido que empezar a hacer horas extras para poder costear los gastos de su porción adicional. El tema era que John y Marta habían desarrollado un vínculo especial, en el que intercambiaban palabras (ahora inclusive Marta había comenzado a pronunciar palabras en el idioma anglosajón) y que tal vez habría algo de cierto en esto de que para conocer se requería de tiempo. Lo que seguía siendo curioso es que la niña siempre decía nuevas palabras y que éstas no eran – jamás - el resultado de la imitación de la palabra ajena.

Raúl notaba además que la familia estaba especialmente contenta con la incorporación de este exótico hombre que los hacía reír, así que se quedó muzzarella pero observando. Cada tanto, le tiraba una frase (como quien no quiere la cosa) para presionar. Se le acercaba y tocándole el hombro le decía: ¿Y Don John, cómo va el asunto? Y John sonreía y le hacía un gesto con la cabeza como que estaba todo sobre ruedas.

La mañana en la que se cumplían 4 meses y 18 días de la instalación del hombre externo en la morada suburbana, encontraron una nota que decía: 

"Gracias a Marta encontramos el amor. Nos fuimos con los gauchos. Cuando quieran pueden venir a visitarnos. Los esperamos con un chivito al asador. Besos para todos. John y Tito”.