domingo, 21 de septiembre de 2014

Cachos

Bancá un cacho que ya llego - expresó en un mensaje de texto al tiempo que mentía de manera alevosa. Y es curioso como los pelos, en esos casos, se rebelan como si tuvieran un pacto con la verdad, delatando el apuro.

Recién estaba saliendo de su casa y le quedaban – en condiciones óptimas - unos veinte minutos para llegar al lugar donde ya debería estar pero como lo sabía y sentía cierta culpa trataba de atenuarla buscando que el esperante supiera que llegaría en cualquier momento. Error.

Agarró la cartera, el pañuelo y las llaves pasando como remolino torpe por las habitaciones de la casa y en esa carrera se tragó una silla clavándose el filo de la pata en su propia canilla. Puteó. Quiso patear la silla pero no lo hizo y tal vez en algún momento se arrepintiera de esa gentileza innecesaria.

Caminó hasta el ascensor y apretó el botón por lo menos cinco veces. No había ruido.  Nada se movía. Tuvo que bajar por las escaleras donde descubrió que una familia se estaba mudando y vio las cajas apiladas y los muebles y tuvo que pedir permiso para poder seguir bajando y hacer frente al saludo amable de los nuevos vecinos a quienes respondió levantando la pera y haciendo una sonrisa.

Cuando por fin salió a la calle se dio cuenta que cuando se vistió se equivocó y que se iba a cagar de frío pero no iba a poder remediarlo en parte porque era tarde y en parte porque no iba a subir  por escalera los nueve pisos que la separaban de su casa.

Encaró con furia las cuadras que la llevaban a la parada del colectivo y en el medio se topó con personas que con su andar lento no se percataban de su apuro y amagó ir para un lado buscando pasar y no pudo y lo intentó de nuevo hasta que pudo. Manga de boludos, pensó.

Estaba llegando a la parada cuando vio que el colectivo se iba y a pesar de que intentó pararlo no tuvo éxito. Casi que era una obviedad en este contexto pero, por suerte, el próximo llegó en menos de cinco minutos y pudo subir y pagar con la SUBE el boleto que nunca se sabe si te cobran bien.

En el colectivo vio a un señor que se sacaba un moco tratando de disimular, a una pareja que se reía mientras se acariciaban, a un grupo de amigos que parecía venían de jugar al fútbol porque estaban sudados y con las medias bajas, a dos chicas que charlaban de tipos que les gustaban y sus circunstancias y que relojeaban por momentos al grupo de los pibes que estaba más al fondo, a una, dos, tres personas con auriculares una de las cuales canturreaba las canciones, otra se mandaba mensajes con alguien alternando la impaciencia con un juego en el celular, otra miraba un video, otra leía un libro, otros miraban para afuera y, de vez en cuando, para adentro. Todas esas vidas transcurrían ahí adentro y se movían al son de los frenos que al chofer le encantaba pisar sin ninguna sutileza. Ella aprovechó algún momento para mirarse en el reflejo de la ventanilla y acomodarse el frizz delator y arreglarse el pañuelo intentando que la protegiera un poco de la brisa fría.

Cuando el bondi iba a tomar la avenida se encontró con que estaba cerrada y siguió de largo. Había algo así como un festival de un centro cultural barrial y entonces el tramo que iba a durar cinco minutos tardó más de veinte y se acompañó de bocinazos y movimientos cortos e irritantes frente a los cuales nada podía hacerse más que esperar.

Saliendo por fin del desvío el colectivo siguió su recorrido sin demasiados sobresaltos. Se bajó una parada antes porque la ansiedad le ganó a la cordura. Y así fue como cincuenta y tres minutos después del mensaje inicial, llegó a su destino.                  

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Cortame un cacho de queso, dijo imperativo. Y alguien, del otro lado, levantó la ceja y cortó y sin mirarlo le extendió la mano. ¡Eeeeehhhhh, pero este quesito es un poco amarrete! ¿No te parece? Y alguien, del otro lado, siguió cortando en la tabla, cada vez con mayor énfasis y después de un rato de silencio y un resoplido le contestó: que yo sepa, Jorge, no existe en el mundo una unidad de medida que se llame cachos.  Eso es discutible, dijo él sintiéndose inteligente mientras tomaba un trago de vermouth y acto seguido apoyaba el vaso en el mantel de plástico con flores que tenía algunas marcas de quemaduras viejas de cigarrillo.  Y ahí nomás largó sus argumentos: el lenguaje siempre expresa algo que existe en realidad y por eso existe la palabra cacho y la palabra cachito, que nos sirven para distinguir la generosidad de la amarretería ¿entendés? Y eso, no te lo dicta la ciencia sino el sentido común pero, principalmente, el corazón. Ahí ves realmente quién es quién, es como una prueba casi y vos se ve que tenés ganas de darme muy poco…

Y tras decir eso se quedó pensando y esperando que ella le diga que no pero en vez de eso, le dijo: ¡Ay, Jorge, estás tan al pedo que no lo puedo creer! ¿Por qué no hacés algo productivo? ¿Qué te creés que pasa si voy por ahí pidiendo cachos de cosas por los negocios? El mundo no se maneja así, lo siento, y por eso existen las medidas y si querías un “cacho” más grande de queso, me lo hubieras pedido con amabilidad porque eso de pedir así como así también habla de la gente ¿sabés? Haceme el favor y poné la mesa que en un rato van a llegar las visitas. Claro, siempre y cuando, estés dispuesto a brindar un cachito de tu precioso tiempo filosofal a una tarea mundana. Jorge se levantó y buscó los platos de porcelana y las copas y los cubiertos de plata que les habían regalado para el casamiento y los puso en la mesa del comedor mientras rememoraba los cachitos de amor que añoraba.

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¡Pero me cacho en dié! - gritó al ver cómo había quedado el pantalón recién comprado después de que el auto pasara rápido por encima del agua podrida que sería impulsada, en un breve segundo, desde la zanja a la botamanga. Se quedó un poco pasmado porque no sabía qué hacer frente a tamaña mala suerte y con las manos en la nuca hacía movimientos que empezaban mirando al cielo y terminaban en la botamanga manchada. Recordó que en el bolsillo del saco tenía un pañuelo de tela y lo sacó para ver si servía de algo y alcanzó a sacar los pedacitos de tierra o mugre que venían colados en las aguas inmundas. Algo pudo limpiar y con lo poco que le quedaba de dignidad, siguió caminando. A media cuadra una pareja lo cruzó y lo miró con algo de desprecio (o miedo), y a él le dio la impresión de que creían que iba a robarles.

Al fin de cuentas, pensaba, no era nada raro este suceso en el que un evento fortuito lo convertía de hombre respetable a despreciable.

Esto ya le había pasado con la vecina del segundo piso, una mina muy linda a la que saludaba con frecuencia y con galantería le abría la puerta del ascensor o de la calle e intercambiaban frases intrascendentes pero, eso sí, muy respetuosas. Es cierto que algunas veces la había visto desde lejos que iba llegando y entonces él aminoraba el paso para “encontrársela” y entrar juntos pero nunca, jamás, se había pasado de la raya de las buenas costumbres hasta aquel día. Como tantas veces la cruzó en el ascensor y él sonrió y la saludó pero, por algún motivo al abrir la puerta del ascensor ella lo miró seria y le dijo “gracias pero prefiero no subir”. El motivo de tal desprecio lo supo recién cuando llegó al trabajo y Raúl le indicó que tenía la bragueta abierta y que, a través de ella, podía divisarse parte del miembro. Con una vergüenza infinita corrió al baño a arreglar la cuestión y cuando volvió a su casa el encargado lo encaró diciendo que había quejas en su contra por degenerado. No hubo manera de convencer a todos de que la culpa era, en verdad, de la vieja de la mercería que lo había estafado con el arreglo del cierre. Tuvo que mudarse.   

Pronto recordó también aquel día en que fue al restaurante con su cita del momento y que al abrir la puerta haciendo una reverencia para que ella pase escuchó un ruido del otro lado que resultó con una vieja de noventa años tirada en el piso y con la cadera rota, una ambulancia y toda una parentela que lo insultaba por haberle arruinado el cumpleaños a la Nona. Ni hablar que a la cita, tampoco volvió a verla.  

Y así repasó por su mente varios de esos sucesos desafortunados. En verdad, el problema radicaba en algo que él no esperaba porque el fanatismo te convierte en ciego. Absolutamente todos los sucesos habían sido precedidos por el mismo hecho: la misma música de siempre. Y él, no está en condiciones de enterarse de las causas de sus desgracias pero vos sí y podés hacerlo entrando acá.

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Escuchame, Ceferina, en estos casos es donde tenés que sacar el Cacho que hay en vos. Y Ceferina se escuchó y se hizo caso. Ella sabía lo que eso significaba.

Muchos, bastantes años antes, Ceferina fue una niña apodada Nina que creció jugando en su pueblo con muchos otros chicos y chicas. Jugaban en la tierra, a treparse a los árboles, a atrapar los sapos que salían después de la lluvia, corrían, se corrían y se reían mucho (bastante) en los ratitos que quedaban entre el trabajo en la casa, en los campos y las clases de la escuela.  Y con el tiempo fue aprendiendo que muchas de las cosas que le gustaba hacer no eran apropiadas y que, si las hacía, la gente del pueblo la miraba mal y le decían cosas a su mamá y a su papá que entre el espanto y el enojo le reprochaban que ella no era un Cacho si no una Nina y que si seguía así nadie la iba a querer. Y todo fue peor después de la primera vez que sangró y que empezaron a crecerle las tetas, a ensancharse sus caderas y a gustarle algún chico. Creció en ella el miedo al desprecio y aprendió a coserse la ropa, a hacerse polleras con volados, a desarrollar estrategias para gustar siguiendo todos los pasos que una mujer debía conocer. Y tuvo novios y, sobre todo, supo callarse cuando correspondía.  

Ya un poco más grande tuvo que mudarse a la ciudad en busca de trabajo y ahí vio que algunas de las reglas eran iguales a las de su pueblo y que si bien conoció mujeres con fortaleza, casi siempre se movían en los límites de lo que las hacía más Ninas y menos Cachos.  

Los años pasaron, y tiempo antes del suceso inesperado, un señor había entrado al negocio y le había pedido una torta para el cumpleaños de su hija y fue muy específico en que la torta fuera color rosa y tuviera unas princesas porque – afirmaba – eso era lo que la niña quería.

Sin mediaciones, a Ceferina se le saltó la chaveta y levantó la mano y con la palma golpeó fuerte el mostrador haciendo sobresaltar a todos los que estaban a su alrededor y acompañó ese gesto con un grito que incluía la palabra basta.  

Fue entonces que de su boca empezaron a brotar todas las pelotas que quiso patear, los árboles que quiso seguir trepando, las miles de palabras que calló, los gritos que ponen límites, los pelos que quiso dejar crecer, los que quiso cortarse, las puteadas merecidas, la música que quiso tocar con la guitarra, los tipos que quiso cogerse porque sí, los libros que le fueron negados, los vinos que no pudo tomar, las carcajadas a boca abierta, la vida que quiso y no tuvo, no pudo tener. Y le deseó al señor que ojalá pudieran brotar de su boca todas las muñecas a las que quiso arropar, las lágrimas que escondió, los abrazos que no dio, los silencios que calló, el amor que no mostró, los disfraces que no se puso, las pinturas que quiso pintar, las flores que quiso cultivar.

Y entre medio de las cosas que volaban por el aire, Ceferina y el señor se abrazaron sin conocerse y también, lloraron.

lunes, 1 de septiembre de 2014

¡MO-VE-TE!


Lunes, 7.30. Suena el despertador. La mano se alza y el cuerpo salta de la cama. Corre al baño, prende la ducha, se baña (shampoo- enjuague- jabón- crema de enjuague- enjuague), cierra la ducha, agarra la toalla, se seca, se lava los dientes, se peina, se viste, sorbe de un trago un té con leche, sale a la calle, sube al subte lleno hasta los huevos, su cuerpo toca otros, baja en la estación y entra a la oficina, prende la computadora, contesta mails importantes y otros no tanto, conversa con alguien, baja a comprar la comida, come, vuelve, contesta mails importantes y otros no tanto, contesta algún mensaje de texto, ríe, lee algún papel, anota, contesta mails, trabaja, mira el reloj, cierra sesión y apaga, se levanta, saluda, se pone el saco, sube al subte lleno hasta los huevos, se baja, pasa por un supermercado, agarra un canasto, compra, vuelve a su casa, cocina, toma vino, habla por teléfono, mira una serie, lee una revista, mira la tele, se duerme. Martes, 7.30…

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Una existencia paradojal era la que tenía: todo lo que le daba seguridad era lo que le provocaba inseguridad. Miraba la puerta (casi siempre) desde adentro y sentía palpitaciones. Nada bueno podía venir de afuera porque ahí estaba el peligro, lo incontrolable.  Seguridad sentía al ver las paredes prolijamente blancas, los objetos ubicados siempre en el mismo lugar y mayormente en fila o simetría, la alfombra sin manchas, los horarios justos, los besos que cada mañana despedían y a la tarde, recibían, las ollas relucientes, el medidor, la balanza, el programa de las 15 que veía en su televisor que cubría casi toda la pared, las obras de arte, los almohadones que había forrado con telas de Praga. Cada tanto se animaba a abrir la ventana, un ratito, para ver cuánto aguantaba. Y aguantaba poco porque poco era el tiempo en que las imágenes de los diarios tardaban en aparecer como ráfagas en su mente. Entonces cerraba la ventana y fijaba su mirada en la pared blanca, la colcha estirada, el cajón de juguetes cerrado, el escritorio brillante y, mientras revisaba todas las cerraduras, respiraba profundo, para poder seguir sonriendo a la hora que fuera necesario.

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No es mi culpa. Nunca fue mi culpa. El problema es que soy buena y todos se aprovechan de mí, bah, algunos (aunque sean la mayoría).  No entiendo. No puedo entender cómo me pasan estas cosas, si yo soy buena, tan buena con los demás. Doy todo, lo mejor de mí y, sin embargo, así me pagan. De puras ingratitudes está llena la vida. De eso y de gente mala, aprovechadora.    

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Desde su sillón gobernaba el mundo (en verdad parte de él) y así transcurría su vida casi todas las noches, algo de las tardes y fines de semana. La mano se pegaba al control remoto, extensión de brazo y cerebro mutilado. Los dedos parecían resortes, saltando por culos y tetas, noticias trágicas, películas de terror, dibujos animados, partidos de fútbol y otros, debates vacíos, chismes, personas cocinando, algunas viajando, óperas, experimentos, biografías, guerras narradas minuto a minuto, tiros, moda, producción en serie, violaciones, tecnología, videos pop y latinos, películas dobladas. Esa era la vida en su múltiple posibilidad, alcanzada tan solo por un dedo que se mueve. La boca, en tanto, expresaba la necesidad, la demanda convertida en orden y transformada luego en vasos de agua, tazas de café, empanadas, fideos, churrascos con puré, huevos fritos, camisas planchadas. Casi nunca, besos ni abrazos.      

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Ya sabía que no sabía nada, casi nada de todo lo importante que había que saber. Se lo habían dicho siempre, múltiples veces a lo largo de su vida: que vos no sabés, que no podés esto ni aquello, que ese es el lugar que te tocó y a bancársela. En ese estrecho mundo se movía, las más de las veces, con los ojos mirando el piso que tenía que estar limpio, reluciente así como todos los polvos que andan volando y cuya existencia evidencia su inoperancia. Entonces no se sorprendió cuando llegó la primera acusación ni la segunda ni cuando tuvo que escuchar que todo lo roto o faltante era su culpa, por ignorante, porque no le enseñaron a cuidar – le decían – porque no sabe  valorar el esfuerzo ajeno. Tampoco se sorprendió cuando no recibió el dinero del trabajo mensual porque, ya le habían dicho, que lo consideraban cobrado. Bancársela. Eso sí lo sabía y también que la próxima casa sería igual, y la siguiente igual y la siguiente, igual y que los chicos sabrían inglés y tal vez francés y podrían ser los mejores deportistas o intelectuales de la ciudad, del país o del mundo y que el polvo y los faltantes, seguirían siendo sus únicos méritos.

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“No sé lo que quiero pero lo quiero ya”, Sumo.

Algunos objetos pueden convertirse en instrumentos de tortura. Y esto, especialmente, le pasaba con el reloj, que con espadas afiladas marcaba los segundos, los minutos, las horas y los días en los que eso que debía ocurrir, no ocurría. Al menos no a tiempo. La canción decía que el futuro llegó hace rato pero no era cierto, nada cierto – pensaba - porque el futuro no llega nunca y el presente, tampoco. Más bien sentía que el presente siempre llega tarde a todo y para aliviarse movía la pierna, una de ellas, con insistencia.  Y había otra que decía que el tiempo no para pero tampoco era cierto porque a veces se detiene tanto, que duele. Y recordó entonces que otro refrán decía que hay que darle tiempo al tiempo y no podían darle más ganas de vomitar que cuando pensaba en aquello. En el fondo sabía que el tiempo no existía y que su arbitrariedad dolía en la misma justa medida en que no podía expresar su deseo.

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“Amores como flechas van cruzando el sueño y te acribillarán”, Los Redondos
Sí, es intenso pero no sabés qué lindo. El primer mensaje me lo mandó cinco minutos después de habernos despedido y decía que me amaba y lo linda que soy. Al rato, me mandó otro mensaje – divino – en el que me decía “ojo con lo que te ponés que mirá que me pongo celoso, eh?”, al rato, otro que decía “no tengo ojos más que para vos” ¿no es hermoso? Cuando me cambié pensé un poco en eso, la verdad, y como sabía que no iba a volver a verlo hasta la noche, me puse la ropa para ir a la oficina pero sencillo, viste, simple, nada de escote ni pantalón ajustado. Estaba saliendo para el trabajo y me escribe de nuevo ¿qué estás haciendo? Y a mí la verdad que me encanta que tenga la cabeza en mí todo el día, entonces le cuento que estoy por tomar el colectivo y me dice “¿no te habrás puesto muy linda, no? Mirá que me peleo con cualquiera”. Me encanta cuando defiende así sus ideales. Y así estuvimos, todo el viaje en colectivo con el whatsapp y yo mandándole corazones y él también y, de a ratos, se cortaba la señal y cuando volvía él me preguntaba si seguía ahí y entonces yo le mandaba otro corazón y le decía “sí mi cielo, es que se corta la señal porque estoy en el colectivo”. Me encanta que cada vez que tiene un minuto, me escriba, porque nos extrañamos un montón, viste, no sé si te pasó alguna vez algo así, como que no podés parar y no te importa más nada. Te juro que si me sacan el teléfono, no sé cómo haría porque lo extraño tanto y, bueno, él también a mí. Después me preguntó quién era el pibe que estaba en la foto del trabajo pero yo no sabía de quién estaba hablando hasta que llegué a la oficina y vi que habían publicado en el face y entonces le dije que nada, que era un compañero nuevo de trabajo y él me dijo “tiene cara de pelotudo, la verdad” y nos reímos y después me preguntó también quién era la trola que tenía la mini y también me reí porque esa piba es una calientapavas, no me la banco. Y bueno, estuve laburando un rato y después tuvimos que ir a una reunión y yo sentía que el teléfono vibraba y un poco me angustié porque sabía que era él el que me escribía y no le podía contestar y por ahí va a pensar cualquier cosa, que no lo quise atender pero la verdad es que no podía. Cuando fue el horario de almuerzo, recién ahí pude contestar los veinte mensajes que me había dejado ¿no es hermoso? ¡Nunca estuve con alguien que se preocupara tanto por mí! Además es re atento y me compra las flores que me gustan y me llenó la pieza de ositos de peluche. Ya sé, es medio boludo a los veintipico pero igual ¿no es re dulce? Pará, te dejo porque me está llamando y no hablé en todo el día. Nos vemos. Besos.  

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El brazo se alza de a poco como ola que se dispersa en el aire y llega a una mano que también, ondulante, mira hacia el cielo y nadando, busca. Así, se inicia, lento, el movimiento.