Bancá un cacho
que ya llego - expresó en un mensaje de texto al tiempo que mentía de manera
alevosa. Y es curioso como los pelos, en esos casos, se rebelan como si
tuvieran un pacto con la verdad, delatando el apuro.
Recién estaba saliendo de su casa y le quedaban –
en condiciones óptimas - unos veinte minutos para llegar al lugar donde ya
debería estar pero como lo sabía y sentía cierta culpa trataba de atenuarla
buscando que el esperante supiera que llegaría en cualquier momento. Error.
Agarró la cartera, el pañuelo y las llaves pasando
como remolino torpe por las habitaciones de la casa y en esa carrera se tragó
una silla clavándose el filo de la pata en su propia canilla. Puteó. Quiso
patear la silla pero no lo hizo y tal vez en algún momento se arrepintiera de
esa gentileza innecesaria.
Caminó hasta el ascensor y apretó el botón por lo
menos cinco veces. No había ruido. Nada
se movía. Tuvo que bajar por las escaleras donde descubrió que una familia se
estaba mudando y vio las cajas apiladas y los muebles y tuvo que pedir permiso
para poder seguir bajando y hacer frente al saludo amable de los nuevos vecinos
a quienes respondió levantando la pera y haciendo una sonrisa.
Cuando por fin salió a la calle se dio cuenta que
cuando se vistió se equivocó y que se iba a cagar de frío pero no iba a poder remediarlo
en parte porque era tarde y en parte porque no iba a subir por escalera los nueve pisos que la separaban
de su casa.
Encaró con furia las cuadras que la llevaban a la
parada del colectivo y en el medio se topó con personas que con su andar lento
no se percataban de su apuro y amagó ir para un lado buscando pasar y no pudo y
lo intentó de nuevo hasta que pudo. Manga de boludos, pensó.
Estaba llegando a la parada cuando vio que el
colectivo se iba y a pesar de que intentó pararlo no tuvo éxito. Casi que era
una obviedad en este contexto pero, por suerte, el próximo llegó en menos de
cinco minutos y pudo subir y pagar con la SUBE el boleto que nunca se sabe si
te cobran bien.
En el colectivo vio a un señor que se sacaba un
moco tratando de disimular, a una pareja que se reía mientras se acariciaban, a
un grupo de amigos que parecía venían de jugar al fútbol porque estaban sudados
y con las medias bajas, a dos chicas que charlaban de tipos que les gustaban y
sus circunstancias y que relojeaban por momentos al grupo de los pibes que
estaba más al fondo, a una, dos, tres personas con auriculares una de las
cuales canturreaba las canciones, otra se mandaba mensajes con alguien
alternando la impaciencia con un juego en el celular, otra miraba un video,
otra leía un libro, otros miraban para afuera y, de vez en cuando, para
adentro. Todas esas vidas transcurrían ahí adentro y se movían al son de los
frenos que al chofer le encantaba pisar sin ninguna sutileza. Ella aprovechó
algún momento para mirarse en el reflejo de la ventanilla y acomodarse el frizz
delator y arreglarse el pañuelo intentando que la protegiera un poco de la
brisa fría.
Cuando el bondi iba a tomar la avenida se encontró
con que estaba cerrada y siguió de largo. Había algo así como un festival de un
centro cultural barrial y entonces el tramo que iba a durar cinco minutos tardó
más de veinte y se acompañó de bocinazos y movimientos cortos e irritantes
frente a los cuales nada podía hacerse más que esperar.
Saliendo por fin del desvío el colectivo siguió su
recorrido sin demasiados sobresaltos. Se bajó una parada antes porque la
ansiedad le ganó a la cordura. Y así fue como cincuenta y tres minutos después
del mensaje inicial, llegó a su destino.
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Cortame un cacho
de queso, dijo imperativo. Y alguien, del otro lado, levantó la ceja y cortó y
sin mirarlo le extendió la mano. ¡Eeeeehhhhh, pero este quesito es un poco
amarrete! ¿No te parece? Y alguien, del otro lado, siguió cortando en la tabla,
cada vez con mayor énfasis y después de un rato de silencio y un resoplido le contestó:
que yo sepa, Jorge, no existe en el mundo
una unidad de medida que se llame cachos.
Eso es discutible, dijo él
sintiéndose inteligente mientras tomaba un trago de vermouth y acto seguido
apoyaba el vaso en el mantel de plástico con flores que tenía algunas marcas de
quemaduras viejas de cigarrillo. Y ahí
nomás largó sus argumentos: el lenguaje siempre expresa algo que existe en
realidad y por eso existe la palabra cacho
y la palabra cachito, que nos sirven
para distinguir la generosidad de la amarretería ¿entendés? Y eso, no te lo
dicta la ciencia sino el sentido común pero, principalmente, el corazón. Ahí
ves realmente quién es quién, es como una prueba casi y vos se ve que tenés
ganas de darme muy poco…
Y tras decir eso se quedó pensando y esperando que
ella le diga que no pero en vez de eso, le dijo: ¡Ay, Jorge, estás tan al pedo
que no lo puedo creer! ¿Por qué no hacés algo productivo? ¿Qué te creés que
pasa si voy por ahí pidiendo cachos de cosas por los negocios? El mundo no se
maneja así, lo siento, y por eso existen las medidas y si querías un “cacho” más grande de queso, me lo
hubieras pedido con amabilidad porque eso de pedir así como así también habla
de la gente ¿sabés? Haceme el favor y poné la mesa que en un rato van a llegar
las visitas. Claro, siempre y cuando, estés dispuesto a brindar un cachito de tu precioso tiempo filosofal
a una tarea mundana. Jorge se levantó y buscó los platos de porcelana y las copas
y los cubiertos de plata que les habían regalado para el casamiento y los puso
en la mesa del comedor mientras rememoraba los cachitos de amor que añoraba.
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¡Pero me cacho en dié! - gritó al ver cómo había quedado el pantalón recién
comprado después de que el auto pasara rápido por encima del agua podrida que sería
impulsada, en un breve segundo, desde la zanja a la botamanga. Se quedó un poco
pasmado porque no sabía qué hacer frente a tamaña mala suerte y con las manos
en la nuca hacía movimientos que empezaban mirando al cielo y terminaban en la
botamanga manchada. Recordó que en el bolsillo del saco tenía un pañuelo de
tela y lo sacó para ver si servía de algo y alcanzó a sacar los pedacitos de
tierra o mugre que venían colados en las aguas inmundas. Algo pudo limpiar y
con lo poco que le quedaba de dignidad, siguió caminando. A media cuadra una
pareja lo cruzó y lo miró con algo de desprecio (o miedo), y a él le dio la impresión
de que creían que iba a robarles.
Al fin de cuentas, pensaba, no era nada raro este
suceso en el que un evento fortuito lo convertía de hombre respetable a despreciable.
Esto ya le había pasado con la vecina del segundo
piso, una mina muy linda a la que saludaba con frecuencia y con galantería le
abría la puerta del ascensor o de la calle e intercambiaban frases
intrascendentes pero, eso sí, muy respetuosas. Es cierto que algunas veces la
había visto desde lejos que iba llegando y entonces él aminoraba el paso para “encontrársela”
y entrar juntos pero nunca, jamás, se había pasado de la raya de las buenas
costumbres hasta aquel día. Como tantas veces la cruzó en el ascensor y él
sonrió y la saludó pero, por algún motivo al abrir la puerta del ascensor ella
lo miró seria y le dijo “gracias pero prefiero no subir”. El motivo de tal
desprecio lo supo recién cuando llegó al trabajo y Raúl le indicó que tenía la
bragueta abierta y que, a través de ella, podía divisarse parte del miembro.
Con una vergüenza infinita corrió al baño a arreglar la cuestión y cuando
volvió a su casa el encargado lo encaró diciendo que había quejas en su contra
por degenerado. No hubo manera de convencer a todos de que la culpa era, en
verdad, de la vieja de la mercería que lo había estafado con el arreglo del
cierre. Tuvo que mudarse.
Pronto recordó también aquel día en que fue al
restaurante con su cita del momento y que al abrir la puerta haciendo una
reverencia para que ella pase escuchó un ruido del otro lado que resultó con
una vieja de noventa años tirada en el piso y con la cadera rota, una
ambulancia y toda una parentela que lo insultaba por haberle arruinado el cumpleaños
a la Nona. Ni hablar que a la cita, tampoco volvió a verla.
Y así repasó por su mente varios de esos sucesos
desafortunados. En verdad, el problema radicaba en algo que él no esperaba
porque el fanatismo te convierte en ciego. Absolutamente todos los sucesos
habían sido precedidos por el mismo hecho: la misma música de siempre. Y él, no
está en condiciones de enterarse de las causas de sus desgracias pero vos sí y
podés hacerlo entrando acá.
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Escuchame, Ceferina, en estos casos es donde tenés
que sacar el Cacho que hay en vos. Y Ceferina
se escuchó y se hizo caso. Ella sabía lo que eso significaba.
Muchos, bastantes años antes, Ceferina fue una niña
apodada Nina que creció jugando en su pueblo con muchos otros chicos y chicas. Jugaban
en la tierra, a treparse a los árboles, a atrapar los sapos que salían después
de la lluvia, corrían, se corrían y se reían mucho (bastante) en los ratitos
que quedaban entre el trabajo en la casa, en los campos y las clases de la
escuela. Y con el tiempo fue aprendiendo
que muchas de las cosas que le gustaba hacer no eran apropiadas y que, si las
hacía, la gente del pueblo la miraba mal y le decían cosas a su mamá y a su
papá que entre el espanto y el enojo le reprochaban que ella no era un Cacho si no una Nina y que si seguía así nadie la iba a querer. Y todo fue peor
después de la primera vez que sangró y que empezaron a crecerle las tetas, a
ensancharse sus caderas y a gustarle algún chico. Creció en ella el miedo al
desprecio y aprendió a coserse la ropa, a hacerse polleras con volados, a
desarrollar estrategias para gustar siguiendo todos los pasos que una mujer
debía conocer. Y tuvo novios y, sobre todo, supo callarse cuando correspondía.
Ya un poco más grande tuvo que mudarse a la ciudad
en busca de trabajo y ahí vio que algunas de las reglas eran iguales a las de
su pueblo y que si bien conoció mujeres con fortaleza, casi siempre se movían
en los límites de lo que las hacía más Ninas
y menos Cachos.
Los años pasaron, y tiempo antes del suceso
inesperado, un señor había entrado al negocio y le había pedido una torta para
el cumpleaños de su hija y fue muy específico en que la torta fuera color rosa
y tuviera unas princesas porque – afirmaba – eso era lo que la niña quería.
Sin mediaciones, a Ceferina se le saltó la chaveta
y levantó la mano y con la palma golpeó fuerte el mostrador haciendo
sobresaltar a todos los que estaban a su alrededor y acompañó ese gesto con un
grito que incluía la palabra basta.
Fue entonces que de su boca empezaron a brotar
todas las pelotas que quiso patear, los árboles que quiso seguir trepando, las
miles de palabras que calló, los gritos que ponen límites, los pelos que quiso
dejar crecer, los que quiso cortarse, las puteadas merecidas, la música que
quiso tocar con la guitarra, los tipos que quiso cogerse porque sí, los libros
que le fueron negados, los vinos que no pudo tomar, las carcajadas a boca
abierta, la vida que quiso y no tuvo, no pudo tener. Y le deseó al señor que
ojalá pudieran brotar de su boca todas las muñecas a las que quiso arropar, las
lágrimas que escondió, los abrazos que no dio, los silencios que calló, el amor
que no mostró, los disfraces que no se puso, las pinturas que quiso pintar, las
flores que quiso cultivar.
Y entre medio de las cosas que volaban por el aire,
Ceferina y el señor se abrazaron sin conocerse y también, lloraron.