viernes, 13 de octubre de 2023

Esquina con sombrero

A las aguafuertes que llevaba en los bolsillos


No sé si me van a creer pero en mi ciudad hay, por lo menos, una esquina con sombrero. Es de ala ancha y no tiene tope pero es. Cumple la función de cubrir cabezas, de adornarlas. Quienes pasan por ahí pueden llegar a ver otras cosas: un camino amarillo que sale desde el centro hasta transformarse en un rectángulo que baja hacia la calle, tapas negras de desagüe, cuadraditos de baldosa de tamaño mini repetidos infinitas veces. Pueden ver, tal vez, que el semáforo corta o que está por cortar o que da paso. Pueden toparse con un motoquero que llega a hacer algún trámite y deja la moto apoyada en el poste gris. Si tienen tiempo, ganas o necesidad de mirar para arriba pueden darse cuenta que hay cámaras para multar y vigilar. Pueden ver un techo, que hace sombra y que es el ala del sombrero que desde abajo es imposible ver. 


En esta esquina se ven muchas cosas y también se escuchan. Hay gritos, bocinazos, conversaciones, ruidos de motor, caños de escape, besos, frecuentemente insultos, robos, buenas y malas noticias, ofertas de verduras y frutas, personas pidiendo dinero o clemencia, violencias urbanas de las más recurrentes. También hay un sonido poco habitual para una esquina en el centro de la ciudad. Es un ruido a pelotas que rebotan, que van y vienen y que se desplazan movidas como en una danza de golpes. 


En su abajo la esquina tiene un negocio que no se entiende bien de qué es. Para saber, hay que leer las letritas blancas, prestar atención, pararse y fijar la vista y pasar en cierto horario porque después de eso, una cortina metálica simula que ahí no hay nada. Nada abierto. Nada funcionando. Ningún análisis clínico, ninguna bacteria conviviendo al lado de la foto electoral de un tipo vestido de camisa, que sonríe y posa con un fondo verde. Qué tendrá que ver esto con el sombrero, me digo. Tiene que ver: el negocio y el local del señor que ríe sin moverse son parte de la cabeza que el sombrero adorna y sostiene. Además, cobijan en sus adentros otras cabezas: las de quienes trabajan en esos lugares, las de los que circulan porque tienen algo que resolver. La motivación puede ser variada: una enfermedad, la espera de un resultado, un cobro, un pago, una inquietud política, salvarse, hacer amigos, pelearle al aburrimiento, encontrar una changa o un trabajo.     


Un poco para ir terminando con esta alocución y yendo a la cuestión del convencimiento, existe otra particularidad que me gustaría resaltar y es que en esta esquina-sombrero hay vida. La primera vez que lo pensé me pareció una cualidad que actúa casi como una refutación de lo que estoy diciendo porque un sombrero es un objeto nomás, una cosa. El tema es que ninguna cosa puede existir al margen de todas las vidas que la crean y la nombran. Un sombrero puede nacer en campos cultivados o ser recolectado en lugares silvestres, puede venir de los pelos de algunos animales que son rapados para volverse fieltro o lana más resistente. Un sombrero sigue su vida cuando ese material llega a una mano o a un telar, es pensado, diseñado, trasladado, exhibido, probado, vendido, posado, arrancado, colgado, volado, guardado, usado. El cielo se pone gris y empiezan a caer, de a poco, gruesas gotas que se clavan en el polvo de ladrillo de ese adentro del sombrero que miro desde un descanso de oficina mientras pienso en todo esto.


jueves, 3 de agosto de 2023

Manuel

En 2016 Leo Majluf me contó una idea con la que fuimos construyendo una acción a la que le pusimos el nombre "Profundidades" y explicamos más o menos así:

Parece ser que es en las profundidades donde se conocen mejor las cosas pero a veces no es claro dónde es que se encuentran ni cuáles son sus orígenes. Preparamos entonces nuestros sentidos para emprender la búsqueda porque no sea cosa de asomarse así nomás, ver y pasar de largo. Ni tampoco de asombrarse al punto tal de quedarse parado, petrificado frente a lo que al fin es visto. Mirando a través nos aproximamos a algunas personas, sus pasiones y sus historias y con su permiso, las retratamos en imágenes y palabras. 

Él es Manuel. Mi tío. 

Una de esas personas fue Manuel. Un día le conté del proyecto y que queríamos encontrarnos con él. Por suerte dijo que sí. Nos juntamos una tarde y hablamos horas. Como siempre pero distinto, con una cámara que hacía clic y una escucha con libreta. Parte de esa conversación se hizo en el patio tomando mate y después arriba, en el taller. Leo puso la mirada, Manuel la historia y yo estas letras, que acá van. 

Hagamos de cuenta que esto es un árbol. Porque es. 

En el tronco, dice:


¿Qué ves cuando me ves? 

El mundo entero. 

La humanidad. 

Su potencia. 

La posibilidad de transformar 

y transformarnos.


Sosteniendo, están sus raíces:

Ezeiza. El taller de Don Albano Rodrigues, hombre portugués de toneles y ruedas de carro. Maestro y artesano. El lugar donde aprender a hacer, siendo. La música clásica sonando los mediodías de encuentros negociados. Tiempo de enamorarse de la madera, de su variedad y generosidad.

Conocer. Investigar de qué madera estamos hechos. Preguntarse por los orígenes, las poblaciones, su entorno, su geografía y sus culturas. Preguntárselo de verdad, sin ingenuidades. No es casual de dónde eligen depredar todo - dice. El bosque y la gente eran explotables en ese lugar.  El quebracho es duro, como una piedra. Entonces, honrarlos. Luchar contra el destino de ser ceniza o leña.

Sentir la textura, su composición, lo duro y lo blando, el aroma que inspira, el ofrecimiento, la sorpresa, el descubrimiento. Animarse al tacto, a tocar y dejarse inundar. Al mínimo resorte que te tocan, la armadura se desintegra.  

Comunicarse. Un vikingo abraza a un fresno. Y en la intimidad de ese abrazo le pregunta si quiere ser barco. Y lo respeta, por quererlo. Abrir los oídos a lo que la madera te dice es una forma de no obligarla a ser otra cosa, que no es. El material es lo que manda, te da una idea para qué sirve y te tenés que adaptar a lo que ofrece. Duro como roble, se dice. Y el roble no es duro. Es leal. Es fiel. No te va a hacer una cagada en el medio. No se va a doblar ni a romper. Ser leal y fiel no es ser duro. Es ser fuerte, que es bien otra cosa. Es no corromperse.  

Tensionar. Ser artista. Crear sin pensar en la venta. Jugar. Divertirse. Imaginar. Correr los márgenes de lo habitual. Ser artesano. Conocer el oficio. Saber qué y cómo hacer. Calar. Cortar. Serruchar. Pegar. Lijar. Lustrar. Usar las manos. Una mímesis. Ninguna creación es pura. Ser trabajador. Vivir del trabajo. Trabajar para vivir. Reconocer la libertad tensionada, determinada por las necesidades. Seguir siendo sabiendo todo eso. 

Cooperar. Hacer de a uno, de a dos, de a muchos. Hacer juntos. Hacer mucho. Hacer en plural. Hacer siempre. Hacer con lo mejor y con lo peor de nosotros. Con lo que nos enorgullece y nos avergüenza. Hacer un nosotros. Hacer y rehacer. Con paciencia. Manejando la frustración.   


Brotan sus ramas, se expanden, de adentro hacia afuera:

Soy Manuel. Soy carpintero. Y no me guardo nada. Les voy a enseñar y también me voy a equivocar. La honestidad conquista corazones. El aula se fue armando un año, otro año, los siguientes 14 años. Y cada uno fue llegando buscando algo distinto: aprender el oficio, investigarlo, desarrollar una habilidad y cuántas cosas que quién sabe. Otros, en cambio, también se arrimaron porque querían aprender junto CON él. Con un maestro que asume lo que sabe pero también lo que ignora. Con un maestro que reconociéndose incompleto e imperfecto deja espacios, los abre y los comparte. Porque entiende que lo importante es juntarse con otros, desafiando la comodidad.

Una casa surgida de palitos de helado recuerda el intento, la oportunidad de hacer algo distinto con eso que nos dicen que somos. El desafío de soñar aunque se esté entre rejas, entre las puertas metálicas que recuerdan el encierro en cada paso que damos. El desafío de construir casi sin herramientas que puedan cortar, lastimar, ser arma. Y lograrlo. Y hacer de ese desafío una nueva arma, otra herramienta que ya no corta ni lastima sino que crea, a lo mejor, otro destino posible. El de un abrazo que se pronuncia irreverente entre tantas violencias, soledades y abandonos. El de una confianza verdadera.


Asombrarse. Desarrollar la capacidad para atravesar la diferencia, aprendiendo a descentrarse. Un hombre descalzo porta una motosierra. Se interna en la selva. Elige un árbol. Lo corta. Lo hace tablones con una precisión prescindente de escuadras, metros o reglas. Resuelve. Sabe que de ahí saldrán juguetes. Frente a la necesidad cotidiana, siempre resuelve. Aunque en cada paso pueda estar jugándose la vida. Es lo que sabe. Lo que aprendió. Entonces una lijadora eléctrica es una papa, una pausa de descanso para el cuerpo, una caricia. 

No perder de vista al otro es poder escucharlo. Cómo hacer cuando leer un metro se asemeja a leer esperanto, cuando alguien (de pronto) al presentarse llora, cuando alguien no ve y tal vez lo esconda o no lo perciba, cuando alguien se resiste. Cómo hacer cuando alguien pretende que la solidaridad y el compromiso puedan ser una exigencia, cuando todos piensan distinto y no se ponen de acuerdo. Y se enojan. Y se cierran. La madera me dio la posibilidad de unir un montón de cosas, dice. 

Desafiarse. Emprender proyectos. Encontrarse, quedarse, apropiarse. Cajones que suenan. Mesas. Juguetes. Sillas. Sillones. Muebles. Teñir la madera con jugo de remolachas. Pintarla. Reciclar. No resignarse a lo muerto. Convertirlo en nueva cosa. Seguir explorando usos y utilidades. Seguir preguntándole. Posibilitar. Transgredir. Idear. Animarse a hacer cosas que parecen ilógicas o imposibles en tiempos igual de ilógicos o imposibles. Un escenario, que es silla, que es sillón, que es una y todas esas cosas. Un engendro apurado que nace de lo mejor de muchos para una celebridad que no llega.  

Este es un final y los finales también son principios

La madera sigue viviendo muchos años después. Se dobla, se hincha. No es un material inerte. Como nosotros. Como lo que hacemos con nosotros. Como lo que hacemos con los otros. Como lo que en los otros, de nosotros dejamos. 

Miralo, tío. Este es tu árbol, dibujado por nosotros.



viernes, 24 de marzo de 2017

¿Vos sabés?

Era un día que parecía ser como cualquiera. Tenía que hacer tiempo hasta la clase que empezaba a las 18. Entonces, fui al bar de la cuadra a tomar un café mientras tanto.

Mesa de por medio, una situación convocó mi atención: un tipo que tendría unos 40, rondaba algo impaciente a un viejito que estaba sentado tomando algo. Parecía que estaban juntos. El pibe le hablaba. Hablaba medio rápido y sin parar y lo invitaba a pedirse algo, lo que quisiera. ¿Así que no querés hablar, no tenés ganas de hablar? Mirá vos. No hay problema. Yo me puedo quedar acá todo el tiempo que quieras ¿sabés? En un momento el joven se levanta y se va. A los 3 minutos, vuelve con puchos en la mano. Y sigue insistiéndole al señor para que hable. El viejo, nada. Pero el aire se cortaba con una tijera.

Por mi cabeza se cruzaban algunas preguntas. Trataba de entender y también de no mirar mucho, para que no se notara que estaba metiéndome ahí, de oídos llenos, en una circunstancia ajena. Sin embargo, al joven de la mesa de por medio no parecía importarle que la conversación se transformara en un asunto público. Hablaba fuerte. La escena era claramente violenta. El joven acosaba al viejo que insistía en cerrar el pico e ignorar los pedidos de información. Seguía pasando el tiempo y el muchacho en cuestión se ponía cada vez más nervioso, hasta que entre todas las palabras que lanza al aire alcancé a escuchar: ¿así que te metías en las casas de la gente, te las llevabas y ahora no querés hablar?¿así que no querés hablar?

La frase actuó en mí como resorte, como polvo mágico. El asunto privado era ahora público. Dejé de disimular y me acerqué a la mesa, en particular al pibe. Lo miré y le pregunté si el señor era un represor. Con sus ojos inyectados de rabia, asintió. Porque este señor no quiere hablar ¿vos sabés dónde están mis papás? Porque yo no sé y este hijo de puta no quiere hablar.

Miré al viejo, le dije que tenía que estar en la cárcel. También lo puteé.

El viejo miraba para la calle. Se hacía el tonto. Cuando le hablé me miró fijo a los ojos por dos segundos: los suyos brillaban junto a su sonrisa perversa de 7 de espadas falso. Algo festejaba por dentro.  

Al pibe se le saltaban las lágrimas. Lo abracé y le di la razón. Y mientras lloraba con impotencia infinita seguía preguntando a repetición dónde estaban sus papás. Y seguía diciendo que este hijo de puta está tranquilo como si nada. Y que quiere cagarlo a trompadas.

El viejo se prendió un cigarrillo disfrutando la victoria de su libertad robada a la impunidad. Gozaba. Se le notaba en la cara. El flaco se vuelve loco y de un manotazo le tiró el pucho a la mierda.  Ahí el hombre reaccionó y se puso algo nervioso. El encargado del bar se acercó y empezó a retarnos. Nos dijo que ese no era un lugar para quilombos, que nos vayamos. A los gritos empezamos a explicarle quién era ese señor y por qué estábamos gritando. Al encargado del bar eso no le importó. El viejo es un fiel cliente cotidiano. De él y del quinielero del barrio que pasó caminando y que al escuchar el quilombo, también defendió al viejo.

La escena se diluyó. El pibe sigue sin saber quiénes son sus padres ni a dónde fueron a parar. Sigue con su búsqueda, con su bronca y con sus lágrimas de dolor. El viejo sigue tomando café o vino en ese bar de Av. Rivadavia y Castro Barros. Defendido por sus billetes de consumidor, ganados a costa de sangre ajena. Siempre solo. Envejeciendo. Siempre con la mirada perdida entre su mierda. 

Hoy mis pies van a pisar firmes, otra vez,  todo ese tramo de avenida llena que cada 24 une el Congreso con la Plaza de Mayo. Hoy mi voz estará firme, otra vez, cantando a donde vayan los iremos a buscar. Hoy mis manos estarán firmes, otra vez, alzadas, abrazando a todos aquellos que seguimos peleando contra ésta y todas las otras injusticias que permanecen. A todos aquellos que compartimos la convicción de que este pibe, que ahora es un hombre, no tenga que seguir preguntando solo en la mesa de un bar por el destino de sus padres NUNCA MÁS. 

martes, 29 de noviembre de 2016

Agua

El agua corre. A raudales, en cascadas, en chorros, en hilitos, de a gotitas. Generalmente, fluye. Se mueve. Y cuando no, se estanca. Transforma lo vivo en cosa putrefacta. Y larga feo olor. Y su color se debate entre los verdes que al morir se van haciendo marrones. Dicen que el agua representa las emociones y también que en su movimiento siempre busca una salida, llegar a algún otro lugar. Tal es su destino cuando, inquieta, busca ir más allá. Arrancamos así el viaje por este último elemento, como parados en una orilla que apenas nos moja las plantas de los pies y en la que nos preguntamos hasta dónde seremos capaces de adentrarnos.

Somos, en gran parte, agua. Al decir de la ciencia, nuestro cuerpo se compone mayormente por moléculas formadas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Leo esta información y pienso que no es más que una rareza que podríamos denominar contra-fáctica. Miro y veo: carne, piel, uñas, algo de venas, pelos injustamente distribuidos. A veces, una sonrisa que deja ver los dientes. Toco mis huesos. Pero… ¿agua? En la lengua algo encuentro aunque, sin dudas, no representa la mayor parte de mi cuerpo. Como si fuera una Sherlock Holmes, ceño fruncido y mano en pera, concluyo que esta es otra evidencia de que las apariencias engañan o que más bien representan solo una parte de lo que convenimos en llamar realidad. Sigo el razonamiento: al agua la vemos en general cuando sale como desecho. Pero entonces ya es pis, lágrima, saliva, aliento, transpiración. También cuando nos lastimamos y la sangre, espontánea, chorrea o cuando es extraída por agujas que la conducen a jeringas o a bolsas. Pero eso es sangre. Y si es sangre no es agua. O al menos eso aprendí: las cosas son lo que son. Entonces… dudo.

Los océanos ocupan la mayor parte de este planeta. El agua cambia de forma y de estados circulando por la Tierra. Con ayuda, se recicla. Su primer ayudante – dicen - es el sol. El calor evapora el agua de los océanos. Las corrientes de aire le sirven de ascensor elevando esos vapores los que, en contacto con las bajas temperaturas, terminan el proceso de condensación que da origen a las nubes. El conflicto mueve. Las nubes que chocan entre sí producen nuevas mutaciones: lluvia, nieve, glaciares, hielos de montaña. Entonces, parece que las cosas que eran una cosa, pueden llegar a ser otras cosas. ¿O no? Cambiar de estados. Me quedo pensando…

La confusión, del álbum Silencios.
Ph: Leonardo Majluf.

Sin agua, la vida no es posible. No sólo la humana. Nos acordamos de eso cada vez que nos olvidamos reiteradamente de regar una planta. Cada vez que una tierra fértil se transforma en campo yermo. Me lo recuerda (también) la media longaniza calabresa que acabo de comer. Estas alertas nos hacen saber que debemos consumir agua para que el cuerpo funcione.

Esa necesidad (la del consumo del agua, no la de la longaniza, claro está) llevó a las poblaciones humanas a asentarse, en un principio, cerca de cursos de agua dulce. Y al quedarse en un lugar pronto se enfrentaron con un nuevo problema: las inundaciones. El agua en exceso, destruía y pudría las cosechas poniendo en riesgo la supervivencia. Acá me distraigo por un momento y pienso que a lo mejor será por eso que decimos que nos tapa el agua cuando una situación nos desborda y se vuelve incontrolable. Sigo. Las soluciones a este problema vinieron de la mano de una observación sistemática y de una organización cada vez más colectiva y centralizada del trabajo social. Así nacieron los primeros Estados, para dirigir el proceso creativo que hizo posible la construcción de diques y canales. Los diques, verdaderas obras de ingeniería hechas de tierra, de piedras, más tarde de hormigón, sirvieron para contener y controlar esos cursos de agua. Los canales se ocuparon de conducirlos y distribuirlos hacia los lugares a los que debía llegar. La natural anegación, controlada productivamente, hizo crecer flores en desiertos. Más tarde, descubrimos que la fuerza del agua podía ser fuente de energía e inventamos los molinos y las represas para aprovecharla. Excesos. Necesidad de control. Distribución. Energía reencauzada. Sigo pensando…

Mares. Océanos. Universos de agua salada. Campos de exploración, de magia, de misterios, de cruces, de encuentros, de colonización, de piratas bucaneros. Poseidón nos mira desde algún lugar con cara de turro y, tridente en mano, advierte que si se enoja puede agitar las aguas y provocar desastres. Sabemos que el mar es inmenso y peligroso. Que necesitamos crear barcos cada vez más resistentes a sus tempestades y brújulas para orientar el camino cuando estamos en medio de la nada. Las aguas agitadas sacuden las estructuras y hacen más visible nuestra vulnerabilidad. Y eso, siempre da miedo. Los “salvavidas” se hicieron para flotar en medio de ese quilombo.

Aprender a nadar puede ser trabajo de toda una vida. Para otros, una habilidad que no es interesante ni necesario desarrollar. Las dicotomías entre el sentir y el pensar nos recuerdan a cada rato que estamos partidos. Y se nos dice que quien se emociona es débil y flojo y que la mente – bajo ciertos parámetros eficientistas – es la que debe gobernar nuestros actos. No hay tiempo para dudar, ni para estar tristes, tampoco para estar contentos cuando nuestras vidas están comandadas por la necesidad de reproducirnos bajo determinadas condiciones. La desconexión emocional se convierte entonces en una necesidad, un atributo productivo de estos tiempos.

Es que no tenemos tiempo para preguntarnos cómo estamos ni cómo nos sentimos. Leo esta oración y me parece casi un absurdo. ¿Sentir? ¿Qué es eso? Basta mirar las licencias laborales mínimas establecidas en la Ley de Contrato de Trabajo para dar cuenta de esto. Muerte de cónyuge, de hijos o padres: 3 días corridos. Un día de reposición si el que muere es un hermano. Podés tomarte dos días por examen con un máximo de 10 días por año. Si sos varón, el nacimiento de un hijo te vale 2 días corridos. Si te casás, tenés 10 días para festejarlo. Si tus hijos se enferman o tienen un acto en la escuela tengo malas noticias: no figura.

Las luchas de los trabajadores organizados lograron ampliar estos plazos y ganar derechos para conciliar la vida laboral con la familiar en algunos ámbitos. Sin embargo más del 30% de los trabajadores activos en Argentina no cuentan ni siquiera con estas pausas tan básicas y mínimas. Días más, días menos es claro que esos tiempos no están pensados con la medida del tiempo que pueda necesitar una persona para estar en condiciones físicas, psíquicas y emocionales para volver al trabajo. Nada de eso. Esta frase también es ridícula y altamente impracticable. ¿Qué es eso del tiempo necesario? ¿Sabés los vagos que se aprovecharían de eso? ¿Existe una condición ideal para volver al trabajo? Show must go on, babys. Curtirse o Muerte. A secarse las lágrimas y a volver al trabajo que hace bien, te ayuda a despejar la mente. ¡Es hora de levantarse, querido! ¿Dormiste bien?     

Las relaciones entre las personas van por detrás de la relación entre las cosas. Nuestros vínculos se realizan a partir del intercambio de mercancías  y dicho esto, las emociones se constituyen en un obstáculo para nuestra forma actual de realizar la vida. Y cuando no, en otro negocio más, en una vía de escape, utilizadas para la manipulación, para la venta o la distracción. Se las estudia para un mejor y un mayor control. Contamos con tiempos pautados y con productos especiales para activar nuestras emociones. Nos falta poner en la agenda: 18 a 19 hs. “reírme”. Hay una película (cuyo nombre no recuerdo) en la que un hombre le pide al diablo ser el más sensible y emocional del mundo para poder así conquistar a una mujer. En la escena siguiente se ve a un hombre de amabilidad extrema, que llora desconsolado al mirar un atardecer. También escribe una canción a los delfines. Me río. El actor es bueno y la escena es bastante cómica. Pienso que el tipo es un boludo. Me incomoda su profundo amor al mundo. ¿Y que lo exprese? Puffffff. ¡Inconcebible! Le incomoda también a la mujer que pretende ser conquistada que, en cuanto puede, huye raudamente de ese empalagoso ser. Sigo pensando y me pregunto: ¿Cuántos días pasamos encerrados en lugares sin ver el sol? ¿Cuántos amaneceres y atardeceres contemplamos? ¿Cuántas veces no vemos nada de lo que nos rodea? Sospecho que algún sentido tiene que el tipo me pareciera un boludo y que la escena me hiciera reír. Si no ¿Cómo hago para volver a encerrarme mañana? ¿Cómo hago para salir ilesa al ver a un pibito de 8 años que corre por la calle Lavalle con las patas descalzas y sucias y llora y grita porque lo agarró la cana? ¿Cómo hago para mirar a la señora de 70 años que vestida de harapos, con olor a meo y un lamento reiterado extiende sus manos pidiendo guita en la combinación de las líneas de subte A y C? Paro la lista. No son excepciones. Son escenas de la vida cotidiana. Y hay muchas. Cada quien encontrará en sus cabezas miles de imágenes más.
    
La desconexión emocional es una necesidad, un escudo, una protección para lograr sobrevivir. El tema es que cuando negamos las emociones, buscan salir por algún lugar. Como el agua. A veces nos hacen saltar la térmica y se expresan bajo la forma de enfermedades: cansancio (existe algo llamado “síndrome de fatiga crónica”), depresión, ansiedad, contracturas, estrés, pánicos, fobias, alergias, bruxismo, asma, insomnio, acidez, tumores, pólipos, miomas, pérdida de pelo, problemas cardíacos, problemas digestivos, problemas intestinales, síndrome de la “cabeza quemada” (se le dice burnout) y una gran cantidad de etc. Bueno, podrían decirme, pero esas enfermedades tienen múltiples causas: genéticas, ambientales, culturales, conductuales, etc. y bla, bla. Y es cierto. Las tienen. Concedo ese punto. Entonces vuelvo a revisar la lista y emulando un intercambio de figuritas, a varias les digo: “late” o (voy a inventarla) “latu”. Y no encuentro una causa unívoca capaz de explicar por qué a algunos les agarra una cosa y no la otra. El mundo es uno. Nadie está ni vive aislado. Esta afirmación parece una obviedad pero no lo es. Los síntomas son tratados individualmente. Y no podría ser de otro modo ya que se expresan en lo individual. Ni médicos, ni curanderos, ni psicólogos, ni terapias alternativas pueden resolver por sí mismas el origen de todos estos problemas aunque una persona pueda, efectivamente, curarse.

Sentir nos hace humanos y las emociones son algo así como el recordatorio de nuestra humanidad, las que nos distinguen de ser cuerpos inertes, que se reproducen. Y como toda capacidad tiene una potencialidad que podríamos desarrollar. Tal vez, desarrollándola, podríamos inventar las máquinas o los robots que hagan los trabajos que rompen nuestros cuerpos (o los de otros), que queman nuestras cabezas (y las de otros) y que nos vuelven seres necesariamente desafectados. Tal vez logremos organizar el trabajo de un modo en el que la finalidad consista en vivir mejor y donde vivir mejor no implique renunciar a nosotros mismos. Estamos enajenados. El trabajo se realiza de manera privada e independiente y los bienes se producen sin saber si estos podrán ser vendidos o útiles para alguien. Crecemos sin saber si nuestra formación o conocimientos serán útiles socialmente, si podremos vender nuestra fuerza de trabajo. Y esas preocupaciones a menudo nos dejan sin poder dormir. La libertad nos muestra de manera permanente sus límites y sus determinaciones. Trabajamos para vivir. 
   
Me pregunto entonces si las emociones pueden ser revolucionarias o si la necesidad de expresarlas toma la forma de una resistencia. Pienso que toda ficción expresa algo de realidad. Y que toda realidad inspira las ficciones que creamos. La serie Sense8 nos muestra un mundo en el que la evolución viene de la mano de desarrollar la capacidad para conectar nuestras emociones y que solo entregándonos a esa empatía, seremos capaces de crear una conciencia y una acción verdaderamente colectivas, capaces de potenciar los conocimientos o habilidades que portamos individualmente. No es una respuesta. Es una serie. Y en la serie hay malos para vencer. Igual me hace pensar. Siempre supe que la respuesta no puede ser otra cosa que colectiva.

Villa La Ñata, del álbum Buenos Aires.
Ph: Leonardo Majluf.

El conocimiento es la forma en la que organizamos nuestra acción. Siempre lo fue. Desde el primer momento en que alguien pensó y proyectó algo en su mente y lo hizo realidad. Y después se enfrentó con algo nuevo y volvió a crear. La imaginación es, también, humana. Y también fue cambiando al mundo. Todo conocimiento implica aprendizajes. Aprendamos a conocernos más. Aprendamos a preguntarnos. Defendamos la posibilidad de llorar nuestros dolores, de enojarnos frente a aquello que nos lastima, de abrazar a quienes amamos, de reír de felicidad. Defendamos la posibilidad de ser humanos, de aprender a nadar en nuestras aguas, de poder hacer uso del aire para volar y expandir los límites, de usar el fuego para calentarnos y movilizarnos, de pisar la tierra tan nuestra. 

domingo, 23 de octubre de 2016

Tierra

Tener los pies sobre la tierra parece ser una prescripción que augura el éxito en esta vida, la única que tenemos y conocemos, la que importa. Significa pisar firme (sin errores, con certezas), ser realista (aceptar lo que es, lo que hay, hacer lo que se pueda), contrapesar idealismos (desear lo que no es, lo que no existe, lo que se mantiene solo en el plano del pensamiento como algo ilusorio).

Se le llama Tierra al planeta en que vivimos. A todo el globo terráqueo en el que transcurre la vida humana. Hasta ahora el único lugar conocido del Universo que contiene lo que llamamos genéricamente vida.  La Tierra se mueve todo el tiempo aunque parezca firme. La Tierra grita y cada tanto lanza bramidos desde dentro sacudiendo los suelos o las aguas y expulsa lavas calientes para que recordemos sus poderes intrínsecos y nuestra creciente (pero también limitada) capacidad para controlarla plenamente.

En un principio la tierra fue de todos, conocida de a pedacitos, según mandaba la necesidad de las panzas que debían ser llenadas para ganar un nuevo día. Y se recorría, aprendiendo a fuerza de vida y muerte, un fruto nuevo, otro río, una nueva montaña para refugiarse. Y aprendimos a aprender, a reconocernos, a encontrarnos, a convivir, a necesitar de los otros, a comunicarnos, a competir y a matar cuando la supervivencia se ponía en riesgo. Aprendimos a resolver problemas, a hacer la vida cada vez más larga, más cómoda y más accesible. Aprendimos que nuestras mentes y nuestras manos podían cambiar el paisaje, hacer nacer cosas que no existían antes de que nuestra imaginación, nuestra consciencia y nuestra voluntad así lo dispusieran. Aprendimos que haciendo, nos cambiábamos a nosotros mismos. Trabajo creativo, que transforma lo existente. Trabajo productor. Trabajo humano. Verdadero arte de nuestra naturaleza.

Inventamos dioses para pedirles que resolvieran aquello sobre lo cual no teníamos respuestas. Distintas culturas le pusieron a la Tierra forma de mujer, de mujer fértil, fecunda, reproductora. Y fueron nombradas con múltiples nombres, adoradas en distintos puntos geográficos y tiempos para que el alimento no acabe y la vida siga. Después, los griegos antiguos entendieron que representaba la melancolía y los cuatro humores la ubicaron como la bilis negra cuando se trató de ayudar a curar males como la depresión y la sensación de abatimiento. Durante siglos creímos que la tierra podía ser plana y estar sostenida por tortugas o gigantes y que era el centro del Universo. Todas formas religiosas o mágicas que fue asumiendo nuestra consciencia al tratar de entenderse a sí misma, a lo que nos pasa y a lo que nos rodea.  

En la tierra podemos ver un proceso: el de la semilla que se planta y va creciendo y cambiando para luego cosecharse. La tierra es la expresión de que el tiempo pasa, de la erosión que los años y otras cosas hacen sobre toda existencia material. La erosión que produce en las manos y los cuerpos de quienes la trabajan. La de la tierra cuando se planta consecutivamente y va perdiendo su fertilidad si no es lo suficientemente cuidada.

La invención de la agricultura nos permitió alargar la vida, previendo el alimento futuro. Hizo nacer la acumulación como resguardo y también la necesidad de organizar el trabajo cada vez más complejo. Posibilitó el nacimiento de todos los demás trabajos posibles, incluso el de gobernar o el de pensar que, a su tiempo, también se hicieron necesarios. Entonces la tierra empezó a diferenciarse, a parcelarse, a marcar límites y funciones, a ser apropiada. Y fue primero de quien la poseyera, por esfuerzo, por fuerza o por perseverancia y fue convirtiéndose en un campo de disputas para acceder a aquello que no se tenía. Un campo de exploración que Marco Polo registró en sus cuadernos en la búsqueda de nuevos bienes de lujo destinados a una nobleza que construía castillos y vestía sedas y terciopelos con los granos expropiados al campesinado. La necesidad de concentrar las tierras hizo nacer la propiedad privada, expresando la capacidad para decidir de forma más eficiente cómo lograr una mayor productividad. Forma que acaba con la discusión y los acuerdos colectivos (aunque desiguales) sobre su uso y con las tecnologías limitantes que llevaban a una parte de la población a morir periódicamente de hambre. Forma de expulsión y expropiación de los medios de producción de una parte cada vez más grande de la población que empezará a habitar progresivamente un nuevo espacio vendiendo a otros lo único suyo que le queda: su capacidad de trabajo. Hoy la tierra tiene precio y tiene nombres. Tiene dueños y huérfanos. Es capaz de producir por millones aunque hoy sigan existiendo personas que mueren de hambre. Pero eso es ya por otras razones.

La tierra fue cambiando sus formas. Se la viste de girasoles, de trigo, de soja, de algodón, de café, de maíz, de piedras y de cementos. Se la construye y se la cambia. Tierras diversas. Negras, rojas, verdes, marrones, amarillas. Tierra mezclada. Tierras de todos los colores. Tierras secas, ajadas, marcadas, salvajes, intervenidas, usadas y sin usar. Tierras anegadas. Tierras que se hacen arcilla en manos alfareras o ladrillos constructores.     

Sobre la tierra caminamos. Y caminando, hacemos, vamos haciendo y rehaciendo. Con lo que tiene de firme, de ilusorio, de real, de imaginado. Vamos para adelante, para atrás, para los costados, en diagonal, a veces con sentido y a veces erráticamente. Cruzamos charcos, campos minados, campos sembrados, abismos, jardines, desiertos, puentes, pantanos. Dejamos las huellas que nos marcan y otras las borramos con la mente, con las manos o con nuevos pasos. Somos la tierra que hicimos. Nos reescribimos entonces caminando sobre ésta, nuestra tierra, la que algún día recuperaremos para todo el género humano.


lunes, 15 de agosto de 2016

Aire

El aire es libre, dice un dicho. Y me recuerda inmediatamente un juego infantil cuyo objetivo principal consistía en molestar hasta la exasperación a otro. Se ponía en acción con unas manos moviéndose en los exactos contornos que separan el cuerpo propio del ajeno. Mientras esto ocurría, debía cantarse a repetición y con una melodía digna de empuñar bayonetas: “el aire es libre, el aire es libre”.
 
Claro que esto era una forma de decir que en lo libre uno puede hacer lo que quiera aunque al mismo tiempo se evidenciaran los límites de esa libertad con la existencia del otro (cuyo cuerpo no es mío ni parte del vasto campo llamado libertad). Pero también es otra forma de decir que puedo hacer uso de los aires libres para molestarte. Más de una vez ese juego habrá terminado en enojos, insultos o golpes porque es muy difícil mantenerse en los límites ¿Será por eso de que la libertad no es lo que parece o por eso de que solo es una excusa, un medio para generar una disputa?

Dame aire es lo que suele decirse cuando se necesita distancia de alguien. De alguien que asfixia, que abruma, que dificulta el desarrollo de la propia libertad. Un grito desesperado de individualidad, para poder pensar y actuar ocupando el propio espacio.

Entonces el aire es también espacio. Es el lugar que separa una cosa de otra cosa, a unos de otros. Es todo eso que existe sin parecerlo. Es lo que nos rodea, lo que no llenamos. O es lo que llenamos y dejamos de llenar cada vez que nos movemos y un aire se transforma (por así decirlo) en un no-aire.
El aire no se ve y, sin embargo, todos sabemos que existe. Y esa existencia echa por tierra la creencia de que solo existe lo que puede verse o tocarse y hace decir a personajes como El Principito que lo esencial es invisible a los ojos.

Soñamos con conquistar el aire, con dominarlo. Volando parece que estamos menos atados, limitados, que podemos desafiar la gravedad que con su fuerza, nos tira para abajo, hacia el centro de la tierra. En horas podemos llegar a la otra punta del mundo. Y también podemos ir más allá de este mundo, navegar entre las estrellas y hasta pisar la Luna.  Podemos volar con cuerdas, con alas de parapente, con ala delta, admirando paisajes desde otra perspectiva, más amplia, menos terrenal. El dominio del aire nos hace más fuertes, más potentes, superpoderosos, casi superhéroes.

Es que el aire es vital. Sin él, no es posible reproducir nuestra vida. Tomar aire es respirar. Un acto inconsciente e involuntario que realiza nuestro cuerpo cuando funciona. Nacemos con la capacidad de tomarlo, transformarlo y devolverlo cambiado, como con tantas otras cosas. Es algo que no aprendimos y sin embargo podemos hacer. A lo largo de la vida vamos aprendiendo a respirar cortito, con dificultad, agitadamente. Vamos encontrando que a veces el aire nos falta, por angustia, por amor, por emoción, por falta de estado físico o por obligación. Y entonces inventamos el yoga, la meditación y las vacaciones para acodarnos que ese acto existe, que lo llevamos en el cuerpo y que hacerlo bien es fundamental para conectarnos con nosotros mismos y sentirnos mejor.

A veces decimos que el aire está raro, que se corta con un cuchillo. Decimos eso cuando hay un conflicto que no se expresa o que se expresa pero no se resuelve. El aire adquiere pues el disfraz del silencio como imposibilidad. Entonces nos decimos que necesitamos cambiar de aire, movernos, ir hacia otros lugares donde podamos asumir lo nuevo como desafío, como bocanada de aire fresco.

Podemos tomar aires de eucaliptus, de pinos, de lavanda o puros aires de mar. Pero hay aires y aires. En él viajan los olores y también los humos que salen de los cigarrillos, de las fábricas multiplicadas en plantas industriales, de los caños de escape que nos llevan y nos traen. Aires que hacen andar al mundo pero que pueden transformarse también en mortales venenos y entonces inventamos los filtros, los extractores y los ventiladores. El aire es un transporte. En él viajamos y en él nos quedamos y a veces lo atrapamos en globos, en ruedas de bici, de autos, de camiones y otras los convertimos en esencias que se ponen en frascos.  

Despectivamente se le dice a alguien que vive del aire. Es una frase irónica que encierra cierto rencor porque no es cierto ni posible que nadie viva del aire. En este sentido, el aire es nada. Dice una canción que no se puede vivir del amor pero tampoco se puede vivir del aire. ¿Entonces? Vivir del aire es vivir del otro, del trabajo de otro (más cercano o más lejano, conocido o desconocido) materializado en herencia, renta, donación, ayuda o relación de dependencia personal.


Hay otro dicho que dice que ¡claro, total… el aire es gratis! Y eso se dice cuando se habla de una existencia al pedo y porque creemos que todo lo que no se paga ni vale ni es valorado. No pagamos por el aire. O sí, a veces lo hacemos, como con casi todas las cosas que nos rodean. Sin embargo, el aire es nuestro. Parte de la naturaleza y de nuestra naturaleza, de esa que nos dice susurrando que podemos transformar y transformarnos.


lunes, 8 de agosto de 2016

Fuego

Agarró el encendedor. Podría haber usado la cajita de fósforos o el magiclick pero no. Agarró el encendedor y presionando la rueda con el dedo pulgar hizo nacer primero la chispa y después la llama que prendió la hornalla.
  
Le gustaba mirar el fuego unos segundos antes de apoyarle encima lo que fuera. Disfrutaba contemplando sus azules, sus rojos, sus naranjas y sus escondidos amarillos. Colores en movimiento, llameantes, calientes, peligrosos, vivos.  Sobre todo vivos.

Le reconfortaba saber (aunque no siempre lo pensara) todo el trabajo humano que ese simple acto encerraba. Las pruebas, los errores y los aciertos. Los aprendizajes. Una chispa y una llama habrían dado origen a los primeros fuegos intencionados, después domesticados, manipulados, conscientes. Fuegos de ronda, de unidad, protectores, iluminadores. Fuegos de separación, ahuyentadores, defensores del peligro. Fuegos de posibilidad. Fuegos de cocción, de comida alargada, futura, tragable. Fuegos de fiesta, de ceremonias, de bailes, de músicas, de tambores. Fuegos de limpiezas, depuradores, liberadores. Fuegos pasionales, internos, solitarios y compartidos. Fuegos de amor, de conquista, de romance, de nacimientos. Fuegos de aleación, de creación infinita.   

Le molestaba saber (aunque casi nunca lo pensara) todo el dolor humano que esa llama cotidiana encerraba. Fuegos de hogueras como vanos intentos de eliminación de lo individual, que siempre es colectivo. Fuegos de tortura, de hierros calientes chamuscados en pieles como marcas posesivas, propietarias, de sumisión. Fuego amenazante, disuasivo, de tragedia, de quemazón irreparable. Fuegos de calderas, de hollín en los pulmones, de asfixiantes vapores. Fuegos de enfermedad trocada por papeles que se hacen panes, techos, guisos, zapatos, un nuevo día. Fuego irreverente, de pérdida. Fuego de destrucción, de impotencia, de batalla ajena, de arma que dispara, de muerte.


El ruido de la pava anuncia el instante del final, del tiempo preciso en que esta llama se extingue como fuego circunstancial, utilitario. Sobrevive en cambio como elemento esencial, contradictorio, movilizador, como cada uno de los fuegos que crepitan en la humanidad toda.