viernes, 13 de octubre de 2023

Esquina con sombrero

A las aguafuertes que llevaba en los bolsillos


No sé si me van a creer pero en mi ciudad hay, por lo menos, una esquina con sombrero. Es de ala ancha y no tiene tope pero es. Cumple la función de cubrir cabezas, de adornarlas. Quienes pasan por ahí pueden llegar a ver otras cosas: un camino amarillo que sale desde el centro hasta transformarse en un rectángulo que baja hacia la calle, tapas negras de desagüe, cuadraditos de baldosa de tamaño mini repetidos infinitas veces. Pueden ver, tal vez, que el semáforo corta o que está por cortar o que da paso. Pueden toparse con un motoquero que llega a hacer algún trámite y deja la moto apoyada en el poste gris. Si tienen tiempo, ganas o necesidad de mirar para arriba pueden darse cuenta que hay cámaras para multar y vigilar. Pueden ver un techo, que hace sombra y que es el ala del sombrero que desde abajo es imposible ver. 


En esta esquina se ven muchas cosas y también se escuchan. Hay gritos, bocinazos, conversaciones, ruidos de motor, caños de escape, besos, frecuentemente insultos, robos, buenas y malas noticias, ofertas de verduras y frutas, personas pidiendo dinero o clemencia, violencias urbanas de las más recurrentes. También hay un sonido poco habitual para una esquina en el centro de la ciudad. Es un ruido a pelotas que rebotan, que van y vienen y que se desplazan movidas como en una danza de golpes. 


En su abajo la esquina tiene un negocio que no se entiende bien de qué es. Para saber, hay que leer las letritas blancas, prestar atención, pararse y fijar la vista y pasar en cierto horario porque después de eso, una cortina metálica simula que ahí no hay nada. Nada abierto. Nada funcionando. Ningún análisis clínico, ninguna bacteria conviviendo al lado de la foto electoral de un tipo vestido de camisa, que sonríe y posa con un fondo verde. Qué tendrá que ver esto con el sombrero, me digo. Tiene que ver: el negocio y el local del señor que ríe sin moverse son parte de la cabeza que el sombrero adorna y sostiene. Además, cobijan en sus adentros otras cabezas: las de quienes trabajan en esos lugares, las de los que circulan porque tienen algo que resolver. La motivación puede ser variada: una enfermedad, la espera de un resultado, un cobro, un pago, una inquietud política, salvarse, hacer amigos, pelearle al aburrimiento, encontrar una changa o un trabajo.     


Un poco para ir terminando con esta alocución y yendo a la cuestión del convencimiento, existe otra particularidad que me gustaría resaltar y es que en esta esquina-sombrero hay vida. La primera vez que lo pensé me pareció una cualidad que actúa casi como una refutación de lo que estoy diciendo porque un sombrero es un objeto nomás, una cosa. El tema es que ninguna cosa puede existir al margen de todas las vidas que la crean y la nombran. Un sombrero puede nacer en campos cultivados o ser recolectado en lugares silvestres, puede venir de los pelos de algunos animales que son rapados para volverse fieltro o lana más resistente. Un sombrero sigue su vida cuando ese material llega a una mano o a un telar, es pensado, diseñado, trasladado, exhibido, probado, vendido, posado, arrancado, colgado, volado, guardado, usado. El cielo se pone gris y empiezan a caer, de a poco, gruesas gotas que se clavan en el polvo de ladrillo de ese adentro del sombrero que miro desde un descanso de oficina mientras pienso en todo esto.