Era un día que parecía ser como
cualquiera. Tenía que hacer tiempo hasta la clase que empezaba a las 18.
Entonces, fui al bar de la cuadra a tomar un café mientras tanto.
Mesa de por medio, una situación convocó
mi atención: un tipo que tendría unos 40, rondaba algo impaciente a un viejito que
estaba sentado tomando algo. Parecía que estaban juntos. El pibe le hablaba. Hablaba
medio rápido y sin parar y lo invitaba a pedirse algo, lo que quisiera. ¿Así que no querés hablar, no tenés ganas de
hablar? Mirá vos. No hay problema. Yo me puedo quedar acá todo el tiempo que
quieras ¿sabés? En un momento el joven se levanta y se va. A los 3 minutos, vuelve
con puchos en la mano. Y sigue insistiéndole al señor para que hable. El viejo,
nada. Pero el aire se cortaba con una tijera.
Por mi cabeza se cruzaban algunas
preguntas. Trataba de entender y también de no mirar mucho, para que no se notara
que estaba metiéndome ahí, de oídos llenos, en una circunstancia ajena. Sin
embargo, al joven de la mesa de por medio no parecía importarle que la
conversación se transformara en un asunto público. Hablaba fuerte. La escena era claramente
violenta. El joven acosaba al viejo que insistía en cerrar el pico e ignorar
los pedidos de información. Seguía pasando el tiempo y el muchacho en cuestión
se ponía cada vez más nervioso, hasta que entre todas las palabras que lanza al
aire alcancé a escuchar: ¿así que te
metías en las casas de la gente, te las llevabas y ahora no querés hablar?¿así
que no querés hablar?
La frase actuó en mí como resorte, como polvo mágico.
El asunto privado era ahora público. Dejé de disimular y me acerqué a la mesa,
en particular al pibe. Lo miré y le pregunté si el señor era un represor. Con
sus ojos inyectados de rabia, asintió. Porque
este señor no quiere hablar ¿vos sabés dónde están mis papás? Porque yo no sé y
este hijo de puta no quiere hablar.
Miré al viejo, le dije que tenía que estar en la cárcel. También lo puteé.
El viejo miraba para la calle. Se
hacía el tonto. Cuando le hablé me miró fijo a los ojos por dos segundos: los suyos
brillaban junto a su sonrisa perversa de 7 de espadas falso. Algo festejaba por
dentro.
Al pibe se le saltaban las lágrimas. Lo
abracé y le di la razón. Y mientras lloraba con impotencia infinita seguía preguntando a repetición dónde estaban sus papás. Y
seguía diciendo que este hijo de puta está tranquilo como si nada. Y que quiere
cagarlo a trompadas.
El viejo se prendió un cigarrillo
disfrutando la victoria de su libertad robada a la impunidad. Gozaba. Se le notaba en la cara. El flaco se vuelve loco y de un manotazo le tiró el pucho a la
mierda. Ahí el hombre reaccionó y se puso algo nervioso. El encargado del bar se acercó y empezó a retarnos. Nos dijo que
ese no era un lugar para quilombos, que nos vayamos. A los gritos empezamos a explicarle quién era ese señor y por qué estábamos gritando. Al encargado del bar eso no le
importó. El viejo es un fiel cliente cotidiano. De él y del quinielero del barrio que pasó caminando y que al escuchar el quilombo, también defendió al viejo.
La escena se diluyó. El pibe
sigue sin saber quiénes son sus padres ni a dónde fueron a parar. Sigue con su búsqueda, con su bronca y con sus lágrimas de dolor. El viejo
sigue tomando café o vino en ese bar de Av. Rivadavia y Castro Barros. Defendido por sus billetes de consumidor, ganados a costa de sangre ajena. Siempre solo. Envejeciendo. Siempre con la mirada perdida entre su mierda.
Hoy mis pies van a pisar firmes, otra
vez, todo ese tramo de avenida llena que cada 24 une el Congreso con la Plaza de Mayo. Hoy mi voz estará firme, otra vez, cantando a donde vayan los iremos a buscar. Hoy mis manos estarán firmes, otra
vez, alzadas, abrazando a todos aquellos que seguimos peleando contra ésta y todas las otras injusticias que permanecen. A todos aquellos que compartimos la convicción de que este pibe, que ahora es un hombre, no tenga que seguir preguntando solo en la mesa de un bar por el destino de sus padres NUNCA MÁS.