domingo, 23 de octubre de 2016

Tierra

Tener los pies sobre la tierra parece ser una prescripción que augura el éxito en esta vida, la única que tenemos y conocemos, la que importa. Significa pisar firme (sin errores, con certezas), ser realista (aceptar lo que es, lo que hay, hacer lo que se pueda), contrapesar idealismos (desear lo que no es, lo que no existe, lo que se mantiene solo en el plano del pensamiento como algo ilusorio).

Se le llama Tierra al planeta en que vivimos. A todo el globo terráqueo en el que transcurre la vida humana. Hasta ahora el único lugar conocido del Universo que contiene lo que llamamos genéricamente vida.  La Tierra se mueve todo el tiempo aunque parezca firme. La Tierra grita y cada tanto lanza bramidos desde dentro sacudiendo los suelos o las aguas y expulsa lavas calientes para que recordemos sus poderes intrínsecos y nuestra creciente (pero también limitada) capacidad para controlarla plenamente.

En un principio la tierra fue de todos, conocida de a pedacitos, según mandaba la necesidad de las panzas que debían ser llenadas para ganar un nuevo día. Y se recorría, aprendiendo a fuerza de vida y muerte, un fruto nuevo, otro río, una nueva montaña para refugiarse. Y aprendimos a aprender, a reconocernos, a encontrarnos, a convivir, a necesitar de los otros, a comunicarnos, a competir y a matar cuando la supervivencia se ponía en riesgo. Aprendimos a resolver problemas, a hacer la vida cada vez más larga, más cómoda y más accesible. Aprendimos que nuestras mentes y nuestras manos podían cambiar el paisaje, hacer nacer cosas que no existían antes de que nuestra imaginación, nuestra consciencia y nuestra voluntad así lo dispusieran. Aprendimos que haciendo, nos cambiábamos a nosotros mismos. Trabajo creativo, que transforma lo existente. Trabajo productor. Trabajo humano. Verdadero arte de nuestra naturaleza.

Inventamos dioses para pedirles que resolvieran aquello sobre lo cual no teníamos respuestas. Distintas culturas le pusieron a la Tierra forma de mujer, de mujer fértil, fecunda, reproductora. Y fueron nombradas con múltiples nombres, adoradas en distintos puntos geográficos y tiempos para que el alimento no acabe y la vida siga. Después, los griegos antiguos entendieron que representaba la melancolía y los cuatro humores la ubicaron como la bilis negra cuando se trató de ayudar a curar males como la depresión y la sensación de abatimiento. Durante siglos creímos que la tierra podía ser plana y estar sostenida por tortugas o gigantes y que era el centro del Universo. Todas formas religiosas o mágicas que fue asumiendo nuestra consciencia al tratar de entenderse a sí misma, a lo que nos pasa y a lo que nos rodea.  

En la tierra podemos ver un proceso: el de la semilla que se planta y va creciendo y cambiando para luego cosecharse. La tierra es la expresión de que el tiempo pasa, de la erosión que los años y otras cosas hacen sobre toda existencia material. La erosión que produce en las manos y los cuerpos de quienes la trabajan. La de la tierra cuando se planta consecutivamente y va perdiendo su fertilidad si no es lo suficientemente cuidada.

La invención de la agricultura nos permitió alargar la vida, previendo el alimento futuro. Hizo nacer la acumulación como resguardo y también la necesidad de organizar el trabajo cada vez más complejo. Posibilitó el nacimiento de todos los demás trabajos posibles, incluso el de gobernar o el de pensar que, a su tiempo, también se hicieron necesarios. Entonces la tierra empezó a diferenciarse, a parcelarse, a marcar límites y funciones, a ser apropiada. Y fue primero de quien la poseyera, por esfuerzo, por fuerza o por perseverancia y fue convirtiéndose en un campo de disputas para acceder a aquello que no se tenía. Un campo de exploración que Marco Polo registró en sus cuadernos en la búsqueda de nuevos bienes de lujo destinados a una nobleza que construía castillos y vestía sedas y terciopelos con los granos expropiados al campesinado. La necesidad de concentrar las tierras hizo nacer la propiedad privada, expresando la capacidad para decidir de forma más eficiente cómo lograr una mayor productividad. Forma que acaba con la discusión y los acuerdos colectivos (aunque desiguales) sobre su uso y con las tecnologías limitantes que llevaban a una parte de la población a morir periódicamente de hambre. Forma de expulsión y expropiación de los medios de producción de una parte cada vez más grande de la población que empezará a habitar progresivamente un nuevo espacio vendiendo a otros lo único suyo que le queda: su capacidad de trabajo. Hoy la tierra tiene precio y tiene nombres. Tiene dueños y huérfanos. Es capaz de producir por millones aunque hoy sigan existiendo personas que mueren de hambre. Pero eso es ya por otras razones.

La tierra fue cambiando sus formas. Se la viste de girasoles, de trigo, de soja, de algodón, de café, de maíz, de piedras y de cementos. Se la construye y se la cambia. Tierras diversas. Negras, rojas, verdes, marrones, amarillas. Tierra mezclada. Tierras de todos los colores. Tierras secas, ajadas, marcadas, salvajes, intervenidas, usadas y sin usar. Tierras anegadas. Tierras que se hacen arcilla en manos alfareras o ladrillos constructores.     

Sobre la tierra caminamos. Y caminando, hacemos, vamos haciendo y rehaciendo. Con lo que tiene de firme, de ilusorio, de real, de imaginado. Vamos para adelante, para atrás, para los costados, en diagonal, a veces con sentido y a veces erráticamente. Cruzamos charcos, campos minados, campos sembrados, abismos, jardines, desiertos, puentes, pantanos. Dejamos las huellas que nos marcan y otras las borramos con la mente, con las manos o con nuevos pasos. Somos la tierra que hicimos. Nos reescribimos entonces caminando sobre ésta, nuestra tierra, la que algún día recuperaremos para todo el género humano.