martes, 19 de abril de 2016

Marta

Marta nació un día lluvioso hace muchos, bastantes años atrás en el barrio de Mataderos y fue recibida por una familia numerosa que se comunicaba a los gritos y que hacía uso de ellos de manera indiscriminada. Era una de esas familias públicas a las que les gustaba ventilar todo: lo que habían comido, lo que comerían, el éxito o el fracaso de las relaciones sexuales conyugales, las trayectorias escolares y laborales de cada uno de sus miembros, las excursiones a los comercios del barrio, las vidas de los vecinos (motivo por el cual algunos les habían retirado el saludo), los sentimientos, las apreciaciones personales sobre absolutamente todo lo existente y, finalmente, las flatulencias y otras gracias con las que se molestaban entre sí.
 
En esta familia casi todos hablaban a la vez y el aprendizaje de esta modalidad de comunicación era una parte importante en el proceso de socialización de los nuevos miembros. Así que Marta, desde pequeña, se vio expuesta a muchísima información, tal vez muchísima más de la que su mente de bebé, le permitía comprender.

Ya es sabido que las primeras palabras que pronuncian casi todas las personas tienen que ver con la mamá, con el papá o con algo similar o que son palabras cortas que solo son aceptadas como correctas cuando un ser humano comienza a entrenarse en esto que llamamos el habla y que hacen referencia a alguna cosa que anda por ahí y que los adultos interpretan o enseñan a interpretar. 

Pero no fue así en el caso de Marta, cuya familia empezó a preocuparse porque la chiquita no hablaba (ni siquiera balbuceaba) y se preguntaban si tendrían que llevarla a algún médico o “algo así” (decía la tía que sabía de un montón de cosas pero de eso no). Pero el tiempo hizo lo suyo y el día que cumplió 11 meses y 6 días de vida por fin Marta abrió la boca y pronunció su primera palabra.  

En ese momento se callaron todos y si alguno de la familia hubiera sabido que existía el libro Guinness hubieran notificado el incidente para que allí figurara porque Marta no había dicho ninguna de las palabras comunes y corrientes para cualquiera de su edad, sino que había pronunciado con excelente claridad y modulación la palabra albóndiga. Más extraño aún era el hecho de que no la hubiera aprendido de su grupo inmediato ya que todos, sin excepción, solían reemplazar la b por la m al referirse a la bola de carne entucada.

Se produjo entonces la primera intriga familiar que llevaría a algunos a sentirse un tanto desconcertados por el asunto y a otros a emprender la búsqueda de especialistas. Y esto fue así porque las siguientes palabras de Marta fueron igual de extravagantes y misteriosas que la inicial y porque cada día la niña incorporaba nuevas palabras a su vocabulario, muchas de las cuales obligaban a los miembros de la familia a consultar el diccionario para testear su existencia real.

El primero en ir fue el médico. El Dr. Olmos atendía a casi todo el barrio y era considerado una eminencia. Lo recibieron con facturas y mate y le explicaron el caso. El Dr. miró a la niñita, que ya tenía 11 meses y 27 días de vida, y comenzó a hablarle. Marta lo miró con ojos inocentes y le dijo: desoxirribonucleico.  La tía Esther acudió nuevamente al diccionario y le dijo con una expresión de asombro: sí, existe. Y aunque el médico ya sabía, lo que no podía creer en este caso es que aquella chiquita tuviera la capacidad de pronunciar tan bien aquella palabra. Se preguntaba cómo era eso posible en un paladar que no había sido terminado de formar y en un cerebro que recién empezaba a construirse el mundo en el que vivía. Puso cara de preocupación, la auscultó y salió de la casa con muchas preguntas y sin ninguna solución, dispuesto a llevar el caso a la Asociación de Médicos de la República.

La segunda consulta ocurrió un día después. Quien acudió esta vez fue la curandera, por insistencia de otra de las tías que sabía muy bien que esa era la persona que había que llamar cuando la medicina se quedaba sin respuestas. Doña Eduviges era experta en curar los males más extraños e inexplicables, como aquél día en que el abuelo Anselmo quedó catatónico frente a una porción de dulce de batata al que le cantaba el arrorró de manera ininterrumpida. La solución fue simple y efectiva pero a nadie – excepto a Doña Edu – se le había ocurrido apoyar un pedazo de queso fresco encima para que todo volviera a la normalidad. Con estos antecedentes, el éxito de la intervención quedaba casi asegurado. La experta en ciencias ocultas se acercó a Marta, que tenía puré de zapallo desparramado por la cara porque recién acababa de comer, y empezó a hablarle. La niña la miraba y luego de un rato, pronunció: maquiavélico. Eduviges hizo un gesto de extrañeza y sacó unas telas de su bolso y empezó a mostrárselas en un acto que podría asimilarse a una intención de hipnotismo mientras la beba se reía y tocaba con sus manitos las telas de colores. Después prendió unas velas y quemó un pedazo de palo santo con el que recorrió toda la casa y les dijo que tendrían que esperar unos días para que surta el efecto correcto y también que era necesario que regaran con vinagre los marcos de las puertas durante los próximos 20 días.  Se despidió y en el momento en que estaba por salir, Marta volvió a abrir la boca, para decir: inverosímil.

Cuando Doña Eduviges se retiró, comenzó una nueva discusión a los gritos entre los miembros de la familia que terminó con la resolución de continuar las consultas pero ya no para tratar de “curar” a Marta sino para poder comprender su habilidad tan particular.  

Elena Sofar era una prestigiosa psicóloga y psicopedagoga especialista en niños cuya data la familia la había sacado de unas revistas de actualidad en las que esta profesional escribía sus columnas. Irene (la mamá de Marta) le escribió una carta que la había dejado altamente intrigada por el caso de esta bebita superdotada, así que en poco tiempo se hizo presente. Tocó la puerta (y como era una cuasi celebridad) más de una docena de personas la recibieron al llegar y comenzaron a relatarle al unísono, de manera superpuesta y, por supuesto, a los gritos todas las palabras que Marta había pronunciado desde que había empezado a hablar. El mayor de los tíos la perseguía con el diccionario y pasaba una a una las páginas mientras con el dedo índice le mostraba las cruces azules, que eran un indicativo del vocabulario que la niña había adquirido.  Las tías la perseguían ofreciéndole platos con sanguches de mortadela, tortas fritas, masas viejas y bocaditos de espinaca recién hechos.

Elena era – como dijimos - una profesional pero también y, lógicamente, una persona y enseguida notó que su cuerpo empezaba a picarle. A pesar de eso trató de mantener la compostura, focalizándose en su misión. Mientras pensaba para adentro “nomepica-nomepica-nomepica” preguntó por la niña y se acercó hasta ella haciendo un zigzag entre los platos de comida, el dedo índice que seguía pasando las páginas del diccionario y los niños que corrían por el lugar. En ese momento Marta estaba jugando con unos muñequitos de peluche que pendían de unos hilos y se reía a carcajadas cuando sus hermanos aparecían de golpe y le hacían alguna monería.  Cuando la psicóloga se acercó comenzó a hablarle: Hola Martita – le dijo con una semi-sonrisa – tu mamá me contó que sos una persona muy especial y vamos a tratar de entender qué es lo que pasa por esa cabecita. La picazón iba in crescendo y la beba parecía no querer decir nada por el momento. 1 hora y 49 minutos después del saludo inicial y de que Elena rechazara sistemáticamente todo aquello que se le ofrecía e intentara sin éxito que la chiquilla hablara, se escuchó salir de la pequeña boca, lo siguiente: espantapájaros, palangana, paralelípedo, escarmiento, mondongo, berretín, chinelas.  

Después de escuchar eso, a la psicóloga se le llenaron los ojos de lágrimas. Envuelta en un ataque que era una mezcla de furia y de picazón infernal, la señora comenzó rascarse de manera compulsiva brazos, piernas, cara, cabeza y manos y a gritar: “¡la nena quiere diferenciarse de ustedes, manga de inadaptados! ¡decir estas palabras es la forma que tiene de comunicarles que el mundo es un lugar mucho más interesante que esta cueva de gatos!”.

Opa, opa, señora, tranquilícese – dijo el tío Tito, el del diccionario – usted vea que acá nadie le faltó el respeto.

A continuación, todos quedaron patitiesos al observar como la señora corría hacia la puerta (ahora de salida) y cómo en el tránsito hacia la "libertad" se llevó puesta la riestra de longanizas que estaba secándose en la puerta. Oscarcito de 5 años se paró en el medio del patio, se llevó el dedo dedo índice a la sien y empezó a girarlo en círculos. Todos entendieron a qué se refería y enseguida empezaron a sonar las carcajadas.

Lo que este hecho, sin dudas, evidenciaba era que Elena Sofar conservaba las heridas de un pasado poco revisado y que su subjetividad se había visto trastocada en este ambiente familiar. Además, era alérgica al vinagre y al palo santo (pero de esto no se enteraría hasta muchos años después).  

Resueltos a continuar descifrando el enigma, días más tarde acudió a la casa John Chamberlain, un conocido antropólogo de origen inglés que residía en Argentina desde que se había decidido a convivir con las comunidades de matarifes. Dicho profesional les propuso entonces que para poder lograr un verdadero conocimiento debía compartir la casa con ellos como si fuera un miembro más de la familia, al que debían dar de comer, proveerle una toalla propia y un colchón para dormir y les explicó que esta era una práctica corriente y necesaria entre los de su especie. En principio esto les pareció bien y se divertían viendo cómo John anotaba en su libreta distintas cosas: las palabras de Marta, los movimientos de la familia y sus diálogos. También aprovecharon para que les contara anécdotas de los lugares en los que había realizado sus diversos trabajos de campo. Los más chicos le pedían una y otra vez que les contara sobre su estadía con los gauchos y la destreza lograda en el manejo de las boleadoras.

Pero el tiempo pasaba y seguían sin respuestas entonces los miembros de la familia volvían a discutir si habían hecho una correcta elección. Raúl, el papá de Marta, comenzó pronto a desconfiar de este cientista social y cayó en la cuenta de lo mucho que este sujeto comía, al punto tal que varios habían tenido que empezar a hacer horas extras para poder costear los gastos de su porción adicional. El tema era que John y Marta habían desarrollado un vínculo especial, en el que intercambiaban palabras (ahora inclusive Marta había comenzado a pronunciar palabras en el idioma anglosajón) y que tal vez habría algo de cierto en esto de que para conocer se requería de tiempo. Lo que seguía siendo curioso es que la niña siempre decía nuevas palabras y que éstas no eran – jamás - el resultado de la imitación de la palabra ajena.

Raúl notaba además que la familia estaba especialmente contenta con la incorporación de este exótico hombre que los hacía reír, así que se quedó muzzarella pero observando. Cada tanto, le tiraba una frase (como quien no quiere la cosa) para presionar. Se le acercaba y tocándole el hombro le decía: ¿Y Don John, cómo va el asunto? Y John sonreía y le hacía un gesto con la cabeza como que estaba todo sobre ruedas.

La mañana en la que se cumplían 4 meses y 18 días de la instalación del hombre externo en la morada suburbana, encontraron una nota que decía: 

"Gracias a Marta encontramos el amor. Nos fuimos con los gauchos. Cuando quieran pueden venir a visitarnos. Los esperamos con un chivito al asador. Besos para todos. John y Tito”.