Marta nació un día lluvioso hace muchos,
bastantes años atrás en el barrio de Mataderos y fue recibida por una familia
numerosa que se comunicaba a los gritos y que hacía uso de ellos de manera
indiscriminada. Era una de esas familias públicas a las que les gustaba ventilar
todo: lo que habían comido, lo que comerían, el éxito o el fracaso de las
relaciones sexuales conyugales, las trayectorias escolares y laborales de cada
uno de sus miembros, las excursiones a los comercios del barrio, las vidas de
los vecinos (motivo por el cual algunos les habían retirado el saludo), los
sentimientos, las apreciaciones personales sobre absolutamente todo lo
existente y, finalmente, las flatulencias y otras gracias con las que se
molestaban entre sí.
En esta familia casi todos hablaban a la vez y
el aprendizaje de esta modalidad de comunicación era una parte importante en el
proceso de socialización de los nuevos miembros. Así que Marta, desde pequeña,
se vio expuesta a muchísima información, tal vez muchísima más de la que su
mente de bebé, le permitía comprender.
Ya es sabido que las primeras palabras que
pronuncian casi todas las personas tienen que ver con la mamá, con el papá o
con algo similar o que son palabras cortas que solo son aceptadas como
correctas cuando un ser humano comienza a entrenarse en esto que llamamos el
habla y que hacen referencia a alguna cosa que anda por ahí y que los adultos
interpretan o enseñan a interpretar.
Pero no fue así en el caso de Marta, cuya
familia empezó a preocuparse porque la chiquita no hablaba (ni siquiera
balbuceaba) y se preguntaban si tendrían que llevarla a algún médico o “algo
así” (decía la tía que sabía de un montón de cosas pero de eso no). Pero el
tiempo hizo lo suyo y el día que cumplió 11 meses y 6 días de vida por fin
Marta abrió la boca y pronunció su primera palabra.
En ese momento se callaron todos y si alguno
de la familia hubiera sabido que existía el libro Guinness hubieran notificado
el incidente para que allí figurara porque Marta no había dicho ninguna de las
palabras comunes y corrientes para cualquiera de su edad, sino que había
pronunciado con excelente claridad y modulación la palabra albóndiga. Más extraño aún era el hecho de que no la hubiera aprendido
de su grupo inmediato ya que todos, sin excepción, solían reemplazar la b por
la m al referirse a la bola de carne entucada.
Se produjo entonces la primera intriga
familiar que llevaría a algunos a sentirse un tanto desconcertados por el
asunto y a otros a emprender la búsqueda de especialistas. Y esto fue así
porque las siguientes palabras de Marta fueron igual de extravagantes y misteriosas
que la inicial y porque cada día la niña incorporaba nuevas palabras a su
vocabulario, muchas de las cuales obligaban a los miembros de la familia a
consultar el diccionario para testear su existencia real.
El primero en ir fue el médico. El Dr. Olmos
atendía a casi todo el barrio y era considerado una eminencia. Lo recibieron
con facturas y mate y le explicaron el caso. El Dr. miró a la niñita, que ya
tenía 11 meses y 27 días de vida, y comenzó a hablarle. Marta lo miró con ojos
inocentes y le dijo: desoxirribonucleico. La tía Esther acudió nuevamente al
diccionario y le dijo con una expresión de asombro: sí, existe. Y aunque el
médico ya sabía, lo que no podía creer en este caso es que aquella chiquita
tuviera la capacidad de pronunciar tan bien aquella palabra. Se preguntaba cómo
era eso posible en un paladar que no había sido terminado de formar y en un
cerebro que recién empezaba a construirse el mundo en el que vivía. Puso cara
de preocupación, la auscultó y salió de la casa con muchas preguntas y sin
ninguna solución, dispuesto a llevar el caso a la Asociación de Médicos de la
República.
La segunda consulta ocurrió un día después. Quien
acudió esta vez fue la curandera, por insistencia de otra de las tías que sabía
muy bien que esa era la persona que había que llamar cuando la medicina se
quedaba sin respuestas. Doña Eduviges era experta en curar los males más
extraños e inexplicables, como aquél día en que el abuelo Anselmo quedó
catatónico frente a una porción de dulce de batata al que le cantaba el arrorró
de manera ininterrumpida. La solución fue simple y efectiva pero a nadie –
excepto a Doña Edu – se le había ocurrido apoyar un pedazo de queso fresco
encima para que todo volviera a la normalidad. Con estos antecedentes, el éxito
de la intervención quedaba casi asegurado. La experta en ciencias ocultas se
acercó a Marta, que tenía puré de zapallo desparramado por la cara porque
recién acababa de comer, y empezó a hablarle. La niña la miraba y luego de un
rato, pronunció: maquiavélico.
Eduviges hizo un gesto de extrañeza y sacó unas telas de su bolso y empezó a
mostrárselas en un acto que podría asimilarse a una intención de hipnotismo
mientras la beba se reía y tocaba con sus manitos las telas de colores. Después
prendió unas velas y quemó un pedazo de palo santo con el que recorrió toda la
casa y les dijo que tendrían que esperar unos días para que surta el efecto
correcto y también que era necesario que regaran con vinagre los marcos de las
puertas durante los próximos 20 días. Se
despidió y en el momento en que estaba por salir, Marta volvió a abrir la boca,
para decir: inverosímil.
Cuando Doña Eduviges se retiró, comenzó una
nueva discusión a los gritos entre los miembros de la familia que terminó con
la resolución de continuar las consultas pero ya no para tratar de “curar” a
Marta sino para poder comprender su habilidad tan particular.
Elena Sofar era una prestigiosa psicóloga y
psicopedagoga especialista en niños cuya data la familia la había sacado de
unas revistas de actualidad en las que esta profesional escribía sus columnas.
Irene (la mamá de Marta) le escribió una carta que la había dejado altamente
intrigada por el caso de esta bebita superdotada, así que en poco tiempo se
hizo presente. Tocó la puerta (y como era una cuasi celebridad) más de una
docena de personas la recibieron al llegar y comenzaron a relatarle al unísono,
de manera superpuesta y, por supuesto, a los gritos todas las palabras que
Marta había pronunciado desde que había empezado a hablar. El mayor de los tíos
la perseguía con el diccionario y pasaba una a una las páginas mientras con el
dedo índice le mostraba las cruces azules, que eran un indicativo del
vocabulario que la niña había adquirido.
Las tías la perseguían ofreciéndole platos con sanguches de mortadela,
tortas fritas, masas viejas y bocaditos de espinaca recién hechos.
Elena era – como dijimos - una profesional
pero también y, lógicamente, una persona y enseguida notó que su cuerpo
empezaba a picarle. A pesar de eso trató de mantener la compostura, focalizándose
en su misión. Mientras pensaba para adentro “nomepica-nomepica-nomepica”
preguntó por la niña y se acercó hasta ella haciendo un zigzag entre los platos
de comida, el dedo índice que seguía pasando las páginas del diccionario y los
niños que corrían por el lugar. En ese momento Marta estaba jugando con unos
muñequitos de peluche que pendían de unos hilos y se reía a carcajadas cuando
sus hermanos aparecían de golpe y le hacían alguna monería. Cuando la psicóloga se acercó comenzó a
hablarle: Hola Martita – le dijo con una semi-sonrisa – tu mamá me contó que
sos una persona muy especial y vamos a tratar de entender qué es lo que pasa
por esa cabecita. La picazón iba in crescendo y la beba parecía no querer decir
nada por el momento. 1 hora y 49 minutos después del saludo inicial y de que
Elena rechazara sistemáticamente todo aquello que se le ofrecía e intentara sin
éxito que la chiquilla hablara, se escuchó salir de la pequeña boca, lo siguiente:
espantapájaros, palangana, paralelípedo, escarmiento,
mondongo, berretín, chinelas.
Después de escuchar eso, a la psicóloga se le
llenaron los ojos de lágrimas. Envuelta en un ataque que era una mezcla de
furia y de picazón infernal, la señora comenzó rascarse de manera compulsiva
brazos, piernas, cara, cabeza y manos y a gritar: “¡la nena quiere
diferenciarse de ustedes, manga de inadaptados! ¡decir estas palabras es la
forma que tiene de comunicarles que el mundo es un lugar mucho más interesante
que esta cueva de gatos!”.
Opa, opa, señora, tranquilícese – dijo el tío Tito,
el del diccionario – usted vea que acá nadie le faltó el respeto.
A continuación, todos quedaron patitiesos al
observar como la señora corría hacia la puerta (ahora de salida) y cómo en el tránsito hacia la "libertad" se
llevó puesta la riestra de longanizas que estaba secándose en la puerta. Oscarcito de 5 años se paró en el medio del patio,
se llevó el dedo dedo índice a la sien y empezó a girarlo en círculos. Todos
entendieron a qué se refería y enseguida empezaron a sonar las carcajadas.
Lo que este hecho, sin dudas, evidenciaba era
que Elena Sofar conservaba las heridas de un pasado poco revisado y que su
subjetividad se había visto trastocada en este ambiente familiar. Además, era
alérgica al vinagre y al palo santo (pero de esto no se enteraría hasta muchos
años después).
Resueltos a continuar descifrando el enigma, días
más tarde acudió a la casa John Chamberlain, un conocido antropólogo de origen
inglés que residía en Argentina desde que se había decidido a convivir con las
comunidades de matarifes. Dicho profesional les propuso entonces que para poder
lograr un verdadero conocimiento debía compartir la casa con ellos como si
fuera un miembro más de la familia, al que debían dar de comer, proveerle una
toalla propia y un colchón para dormir y les explicó que esta era una práctica
corriente y necesaria entre los de su especie.
En principio esto les pareció bien y se divertían viendo cómo John anotaba en
su libreta distintas cosas: las palabras de Marta, los movimientos de la
familia y sus diálogos. También aprovecharon para que les contara anécdotas de
los lugares en los que había realizado sus diversos trabajos de campo. Los más
chicos le pedían una y otra vez que les contara sobre su estadía con los
gauchos y la destreza lograda en el manejo de las boleadoras.
Pero el tiempo pasaba y seguían sin respuestas
entonces los miembros de la familia volvían a discutir si habían hecho una correcta
elección. Raúl, el papá de Marta, comenzó pronto a desconfiar de este cientista
social y cayó en la cuenta de lo mucho que este sujeto comía, al punto tal que
varios habían tenido que empezar a hacer horas extras para poder costear los
gastos de su porción adicional. El tema era que John y Marta habían
desarrollado un vínculo especial, en el que intercambiaban palabras (ahora
inclusive Marta había comenzado a pronunciar palabras en el idioma anglosajón)
y que tal vez habría algo de cierto en esto de que para conocer se requería de
tiempo. Lo que seguía siendo curioso es que la niña siempre decía nuevas
palabras y que éstas no eran – jamás - el resultado de la imitación de la
palabra ajena.
Raúl notaba además que la familia estaba
especialmente contenta con la incorporación de este exótico hombre que los
hacía reír, así que se quedó muzzarella pero observando. Cada tanto, le tiraba
una frase (como quien no quiere la cosa) para presionar. Se le acercaba y
tocándole el hombro le decía: ¿Y Don John, cómo va el asunto? Y John sonreía y
le hacía un gesto con la cabeza como que estaba todo sobre ruedas.
La mañana en la que se cumplían 4 meses y 18
días de la instalación del hombre externo en la morada suburbana, encontraron
una nota que decía:
"Gracias
a Marta encontramos el amor. Nos fuimos con los gauchos. Cuando quieran pueden
venir a visitarnos. Los esperamos con un chivito al asador. Besos para todos. John y Tito”.