No, no es
acá. Estoy segura. Me cago en Dios, dijo. Y apretó los dientes. ¿Es más atrás?
¿O más adelante? Toc, toc. Era el desconcierto tocando la puerta.
Pidió ropa prestada por quinta vez. Sentía
ansiedad. Le transpiraban las manos y el cuerpo. Esperaba, esta vez, tener
suerte. Pero como a la suerte hay que ayudarla se levantó muy temprano, se puso
gel en el pelo y preparó un speech. Desayunó café con leche y se miró
largamente al espejo y ensayó los gestos y las palabras. Una y otra vez (porque
tenía como tres horas). También tocó la estampita hasta (casi) gastarla.
Se cambió de ropa varias veces. Creo que ocho en
total. Había música de fondo. Parecía una escena de película pero no era (en su
casa no había ningún sombrero). Se miró de arriba abajo, de un costado y del
otro. Metió panza un rato y después se relajó (en medio jugó a ser un poco
odalisca). Sacó culo pero le dolía la cintura (mejor dejarlo para después, se
dijo). Enderezó la espalda, en un gesto que tiraba los hombros para atrás. Supervisó
que no hubiera bigotes a la vista (no había). A la par, no paraban de caerle
sonidos de chapitas que indicaban múltiples conversaciones (solo algunas tenían
algo de sentido). Y así pasó, entre vestidos, pantalones, polleras y mensajes
como unas tres horas.
Deambulaba por el lugar como queriendo
sorprenderse. Entonces miraba distinto. Agarró una calle vieja, que estaba tan
llena de tan vacía (y algo de eso le sonaba conocido). La calle se veía de
principio a fin. Sintió que debía ir despacio, como saboreando cada milímetro
de su andar. Le costaba muchísimo (no podría decir de sí mismo que la paciencia
fuera una de sus cualidades). Lo intentó igual. Y pudo. Tardó casi tres horas
en recorrerla toda (suponiendo que fuera eso lo que estaba haciendo).
Abrió un cajón y revolvió todo pero nada. Abrió
otro y otro y otro. Y nada. Se detuvo un momento a pensar pero no pudo (el
impulso requisador la sobrepasaba). Encontró miles de cosas que no buscaba, que
ahora no buscaba ni necesitaba y por momentos se detenía a verlas y se decía a
sí misma que ahora sí podría recordar donde se hallaban (pero lo más probable
fuera que no porque la intensidad de algunos presentes no quedan necesariamente
guardados). Hacía como tres horas que había abierto el primer cajón.
Unodostrescuatrocincoseissieteochonuevediezoncedocetrececatorcequincedieciseisdiecisietedieciochodiecinueveveinte.
Se dio vuelta con una emoción que lo sobrepasaba y los ojos muy abiertos. Los
pasos eran sigilosos, la respiración algo agitada. Miró atrás de la puerta.
Nada. Debajo de la mesa. Nada. Detrás de las plantas y de las cortinas. Nada
tampoco. Miraba para atrás también. Volvía la vista al lugar que había dejado.
La casa era muy grande y varios los jugadores. Le faltaban tres horas para
irse. Tenía que aprovechar el tiempo al máximo (y lo sabía).
Mmmmmmmmno.
Acá tampoco. Segurísima. Me cago en Alá, dijo. Y apretó los puños. ¿Es más
adentro? ¿O más afuera? Tic, tac. Era el reloj roto sonando.
Salió una hora y media antes como para llegar con
tiempo. Demasiado tiempo antes llegó pero era el primero de la cola, que a cada
momento se iba haciendo más larga. Escuchaba la música que tenía guardada en el
celular y por momentos cambiaba a la radio porque no se decidía (o porque
estaba ansioso y esa era la forma en que el tiempo pasaba más rápido). En su
mente, repetía el speech que había preparado. Y miraba a los que iban llegando
y se imaginaba cosas. Miraba especialmente dos cosas: los zapatos y los ojos.
Había de todo. En los ojos encontró miedo, desesperanza, confianza (a esos era a
los que le tenía más miedo), resignación, expectativa y preocupación. En los
zapatos, encontró pocos colores (más variedad en los de las mujeres que en los
de los varones).
Más divina no podía estar. Era fuerte y linda (aunque
no se lo creyera, era muy linda). Pisó con un pie firme las baldosas de la
calle y salió. La rodeaba un chal que la hacía (aún) más interesante. Y la luz
de la luna la iluminaba. Fue hasta la esquina y esperó un rato. Levantó el
brazo bajito y el taxi paró. Le dio al taxista la instrucción mientras el
sonido de las chapitas sonaba y sonaba. Algunos de los mensajes que llegaban la
hacían reír (otros, decidía ignorarlos). Cuando su vista no estaba en la
pantalla, miraba para afuera (o hacía como que o parecía qué). Iba llegando.
Luces, gente, mucha gente en las calles previas al destino retrasaban su
llegada. Pero llegó.
Los pasos eran cortitos y lentos. Pero no era por
eso que se demoraba sino porque miraba cada detalle de abajo hacia arriba, de
derecha a izquierda. En medio iba encontrando algo, algo que no estaba ahí (o
sí). La primera casa era “normal”, no había vestigios de nada en particular. La
pintura pasaba de blanco a grisáceo y las ventanas estaban cerradas. Tampoco había
plantas. No quisiera vivir ahí (aunque si viviera ahí, esa no sería su casa).
La misma sensación tuvo con las seis, siete, ocho casas siguientes aunque los
colores de las paredes fueran otros (algunas de granito, otras de azulejos que
miraba con espanto, otras sufrían sobredosis de rejas o de mal gusto). Solo una
le sacó una sonrisa. En esa entonces, se detuvo.
En ese revoltijo de cosas, algunas habían quedado
afuera. Era probable que ahora pudiera ver menos que antes. Fue a la cocina y
se sirvió un vaso de vino tinto. Se sentó un rato y miró por la ventana. Por la
ventana se veía el departamento de enfrente. Se quedó pensando durante un
momento en sus vecinos y en lo poco que los conocía. Es más, no sabía ni cómo
se llamaban (y ellos tampoco pero era porque ninguno lo necesitaba realmente). Se
tomó una pausa para renovar la tarea. Como sabía que iba a ser larga, puso
música, una que la pusiera en otra sintonía emocional, una que la ayudara a
tener la paciencia necesaria para terminar su misión. Encontró esta y la dejó sonando.
Y agarró el vaso y encaró para el living comedor.
Entró a una de las habitaciones. Atrás de las
puertas y debajo de las camas era un lugar seguro. Lo sabía (como todo jugador
experimentado). Alcanzó a ver un piecito y entonces se agachó. Y ahí mismo
salió corriendo y el otro participante corrió también. Ese trayecto parecía más
largo ahora que cuando lo hizo de ida (aunque la velocidad del tránsito fuera
muy superior). Llegó antes. Pero faltaba encontrar a varios y el último tenía
el poder especial de librarlos a todos y obligarlo a contar de nuevo,
repitiendo la escena. Buscar era un riesgo. Decidirse por una habitación o por
otra, era un riesgo. Y ahora había un aliado que estaba afuera y podía ayudar a
los demás. La vista y la audición multiplicaron su poder (si hubiera sido un
animal con antenas, las tendría paradas).
Pará, pará
ahí. Me parece que es acá. ¿Es más acá? ¿O más allá? Me cago en todos los
Santos Evangelios y sus Vírgenes del orto, dijo. Y apretó los ojos. Del frío
frío al tibio.
Se retrasaron un poco pero diez minutos después de
la hora lo hicieron pasar. Le entregaron un formulario para que llenara pero
había un problema: no tenía birome. Se rascó la cabeza con bronca porque no
entendía cómo era que se le hubiera pasado. Metió la mano en el bolsillo y
volvió a frotar la estampita (por si acaso). Miró a la mujer del escritorio y
le pidió con mucha amabilidad si por favor podía facilitarle una birome. La mujer
resopló un instante, le dio una y le dijo: cuando la termines de usar
devolvela. Sí, claro, cómo no – contestó él – con la firmeza de palabra que
solo cabe a los pelos que van engominados. Se enfrentó al formulario otra vez y
puso sus datos hasta el momento en que le entraba el pánico porque no sabía si
decir o no la verdad. Al fin de cuentas había armado el speech y esta cosa tan
impersonal no le permitía destacarse. Llegó al final. Tenía que poner un número.
Miró a todos a su alrededor y especuló y fue recién entonces que pudo escribirlo.
Los de la entrada ya la conocían. Se sonrieron
mutuamente y le dijeron que pasara. Así nomás. Y pasó (le venía muy bien no
pagar la entrada). El sonido de afuera se sintonizaba con el de adentro y las
luces parpadeaban incesantes, con un ritmo constante. Y ahí fue que empezó a
usar sus ojos. Verdaderamente. Sabía que el trayecto hacia sus amigas era mucho
más que eso. Entonces cada paso se volvía firme. Porque miraba. Miraba las
miradas. Hasta ver, hasta encontrar.
Era una casa vieja, bastante vieja. Las paredes
estaban gastadas y todas las casas de alrededor habían sido construidas después
que esa. Y eso se notaba. El mundo se edificó alrededor de esa casa (muchos
mundos comenzaron en esa casa). Era una de esas casas de principios de siglo,
probablemente construida por los parientes al modo de las demás casas de la
época, cuando había espacio entre casas y las carretas todavía pasaban por la
calle (cada tanto algún que otro auto de un potentado). Era una casa larga, con
una galería de costado que tenía un techo como los del viejo ferrocarril.
Muchas puertas. Una al lado de la otra mirando hacia la galería, que llevaba al
patio. Tenía muchas macetas, varias de ellas muy viejas y las plantas parecían descuidadas.
La galería tenía algunos colgantes, de esos que espantan los “malos espíritus”
o que “atrapan los sueños” (pero como no era un experto en el tema las dos
opciones eran posibles).
El living comedor era un caos. Y ahora se proponía
no solamente volver a buscar con una paciencia inusitada si no también ordenar
el quilombo que había dejado. Empezó por los estantes del mueble y agarró uno a
uno los libros y los cuadernos. Y visitó una a una las páginas. Vio dibujos,
notas de diario recortadas y pegadas, hojas secas entremezcladas, señaladores
de papel, de madera, de metal, pliegues en los bordes, subrayados y anotaciones
en los márgenes. Y leyó cada cosa que se fue encontrando (a algunas les dedicó
más tiempo que a otras). También tocó algunos de los objetos que daban color,
luz e identidad al espacio. A dos de ellos los tuvo por un rato en sus manos,
recordando el origen y la circunstancia bajo la cual habían llegado a estar
donde estaban. Y le gustó viajar hasta
allá.
Había un doble silencio (el suyo y el del que había
sido descubierto). Caminó por el pasillo y relojeó panorámicamente. Y mientras
lo hacía, entrecerraba los ojos. Entró a una de las habitaciones y al segundo
escuchó unos pasos, que empezaban sigilosos y terminaban con un frustrante
estruendo y un grito: ¡Pica! Llegó a verlo de espaldas y sentía mucha bronca
pero tenía que seguir. 1 a 1, repetía en su mente (aunque sabía que lo que más
importaba era el final). Volvió a una de
las habitaciones y vio, ahora, un dedo imprudente. Se asomó para conocer a su
propietario y corrió rápido hasta la pared. 2 a 1. Otra vez, desde el principio,
inició el camino. Sintió ruidos en el baño (las cortinas de los baños siempre
hacían ruidos) y corrió hasta el baño y otra vez a la pared. Ya iba 3 a 1. Así
pasó un rato en el que perdió y ganó. La adrenalina lo atravesaba por completo.
Faltaba el último.
No apretó nada.
Tampoco puteó a los dioses porque supo que en el fondo no importaban nada. Toc,
toc, tic, tac. Era el tiempo tocando la puerta. Su tiempo. Ni más acá ni más
allá, ni más adentro ni más afuera, ni más atrás ni más adelante. Exacto. A
tiempo estaba el tiempo, tocando.
Entregó el formulario lleno y no fue el primero. La
mujer lo miró y le dijo “gracias, te vamos a llamar por sí o por no”. Salió a
la calle y había sol, un sol que iba subiendo porque se acercaba el mediodía.
Notó que había dejado de transpirar pero que, sin embargo, una sensación seguía
en su cuerpo. Fue entonces cuando se acordó de la estampita (que estaba gastada
y firme en un bolsillo interior del saco prestado). Y entonces tomó una
decisión (una que pudiera). Con una mano se despeinó el pelo y fue mirándose en
cada una de las vidrieras que se cruzó. Y después, se tomó un helado. Pidió un
cucurucho de chocolate y dulce de leche, como cuando era chico y no tenía que
hacer colas ni frustrarse tanto. Sentado en la heladería, agarró la estampita,
la miró y la dejó ahí, esperando (como él y como tantos otros que andan dando
vueltas por este mundo). Y caminó por la calle, de vuelta a su casa tarareando
esta canción.
Se encontró con sus amigas. Se abrazaron y se
halagaron mutuamente. Fueron a la barra y pidieron algo para tomar y volvieron
para la pista. Estaba bastante lleno y de paso hacia un lugar (que no todavía
no sabían cual era) se chocaron con tantísimos cuerpos (tiesos, húmedos,
vibrantes, acosadores) que se les hacía difícil reconocer el propio. Ella
miraba. La encaró uno con una sonrisa vacilante y le dijo algo al oído. Ella
siguió caminando (las chapitas seguían sonando pero no las escuchaba). Otro la
agarró de un brazo y le dijo una frase que incluía “mi amor”. Lo miró a los
ojos y supo que estaban vacíos. Siguió su paso. Entre medio sonó una de sus canciones preferidas y se
detuvo a bailarla. Y cerró los ojos
concentrándose en la melodía que la llevaba hacia otro planeta. Levantó los
brazos, se sonrió y cantó la canción a los gritos junto a sus amigas. En diagonal, unos ojos llenos miraban la
escena. Y más tarde, tal vez, se sonreirían con los de ella.
Mantuvo la sonrisa en su cara por un rato (esa casa
lo había catapultado a un pasado particular). Prosiguió con el recorrido.
Estaba atardeciendo y el espacio se iba pintando con tonos naranjas y rojos. Sin
dudas era la mejor luz del día. Vio un brote nacer de una pared. Le gustó ver el
borde de la vereda iluminado (que imaginó como un banco esporádico donde tomar
una cerveza un día de verano), la ventana abierta por la que se divisaba una
televisión prendida, retratos con fotos familiares, frascos de pastillas y un
sillón cubierto por una manta de colores. Se detuvo al ver una pelota
abandonada en medio de un patio que tenía un piso de baldosas negras y blancas
(hubiera querido poder entrar y patearla un rato contra los muros de la casa). Llegando
hacia el final de la calle, vinieron los olores a churrasco, sopas, milanesas y
guisos (las ensaladas no pueden olerse), vinieron los ruidos del encuentro
nocturno, del prepararse para el mañana. Las luces rojizas fueron dejándole paso
al cielo negroazulado pintado de estrellas, con esa posibilidad que da la luna
cuando está ausente. Respiró y volvió a su casa sabiendo que había encontrado
muchas cosas que, sin embargo, ni remotamente había buscado.
Después del living fue a la habitación y arrancó
por los estantes. En este caso sentía que una mirada rasante era suficiente (no
creía haber guardado eso ahí). Siguió por las cajas. Encontró varios pedazos de
su pasado, muchos de los cuales permanecían olvidados y detenidos. En esa
búsqueda estaba cuando escuchó la llave en la puerta (y después la puerta
cerrarse, y después el ruido del llavero que se apoyaba en la mesa de vidrio).
Cerró las cajas, respiró hondo y se abocó a los cajones de la cajonera grande. Empezó
de abajo hacia arriba (no sabe bien por qué pero así lo hizo). Hasta que de
pronto lo vio y empezó el descenso. Él se asomó a la puerta y la miró. Lo
encontré, dijo ella que se había quedado en el piso, sentada, con ese algo en
la mano. Él se agachó y se sentó junto a ella. La abrazó y le dio un beso largo
en la frente. Entonces, se largó a llorar entre sus brazos.
Ese momento es el más cruel y emocionante. Se juega
el todo por el todo. Es una lucha de uno contra todos. Una banda espera al
libertador y para eso utiliza tretas para tratar de despistar al enemigo. Le
hablan, le dicen cosas, lo cargan, le tiran pistas falsas. Pero él trata de
mantener una actitud estoica y vigilante. Se acercó a la cocina (era el único lugar
que no había revisado). Puso un pie, después el otro, miró para ambos lados y
cuando se iba acercando a la mesada, escuchó el ruido desde atrás. Se dio
vuelta y empezó a correr y veía al otro correr también. La banda gritaba
¡Daleeee, daleeee! (pero ese grito de aliento no era para él). El primero en
ser descubierto estaba especialmente interesado en que uno de ellos triunfara. El
que iba detrás alcanzó al otro y todo se transformó en una lucha cuerpo a
cuerpo con iguales velocidades. Transpiraban. Jadeaban. Apretaban los dientes.
Corrían con las piernas y con los brazos. Se chocaban contra las paredes del
pasillo. Esquivaban muebles. Hasta que llegaron. Pero solo una de esas manos
llegó primero, reiniciando la búsqueda.