sábado, 30 de mayo de 2015

Decisiones

El documento nacional de identidad decía que su nombre era Carlos Arístides Sánchez. Así era, en primer lugar, en honor al Zorzal, cuya voz mágica había provocado el cabezazo inicial que derivó en casorio y luego, en bombo inflado. El segundo lugar guardaba el homenaje para el abuelo materno, que si bien había sido fullero hasta la manija (provocando quiebras diversas y llantos familiares) también había sido el tipo que instaló la primera calesita en el barrio. Y además, se llamaba Arístides, lo que permitía aumentar la jerarquía de ser un “Carlos Sánchez” más en el mundo.

Pero pasado el tiempo Carlos creció y con los años fue juntando fuerza y fundamentos y fue así que un día, el día en que los cortos cambiaron por los largos, les comunicó a todos que a partir de ese mismísimo momento su nombre ya no era Carlos sino Charly.

Era Charly así, con y griega, jamás con ye ni con i y para eso tenía varias razones: la ye (se decía) es para yuta o para yeta y la “i” tiene dos problemas: la de tener un sombrerito y la de obligarte a hacer una sonrisa. Y a Charly no le gustaba nada de todo eso. En cambio, la y griega es otra cosa (se decía), es una letra que cae amablemente y permite que al enunciarla puedas torcer un lado del labio (medio para abajo). Y, si se tornaba necesario, podía acompañarlo con un gesto de la mano derecha. Ese gesto podía ser con mano abierta y apertura de brazo o con pulgar e índice unidos por la punta en un gesto similar al que se hace cuando se dice te bato la posta.  

Al principio, su familia estaba empecinada en seguir llamándolo Carlos (anque Carlitos) pero él, naranja. Ignorancia total. Y así, los fue educando de a poco. Y ya no hubo nueva persona en la tierra que lo llamara Carlos.

Miento. La lucha llegaba siempre cuando tenía que hacer trámites. Le preguntaban su nombre y él decía Charly Arístides Sánchez. Y lo decía así, aunque sonara mal y los que lo anotaban le miraban los documentos como para no discutir. Y si llamaban a Carlos Arístides Sánchez él no iba y después discutía con todos (a veces con tono subido) porque tardaban en atenderlo. Lo cierto es que no lo hacía de modo vengativo ni combativo sino porque, simplemente, ese nombre (aunque parecido al suyo), ya no lo era.  

Charly había nacido en la década del treinta en los suburbios de la ciudad. Y en esa época, ser de los suburbios no era lo mismo que ahora. Bah, rigurosamente, nada de antes es igual que ahora. En ese entonces las calles eran de tierra y las casas estaban todavía un poco alejadas unas de otras, la mayoría tenía un espacio para árboles frutales y convivían los carros de caballos de los vendedores ambulantes con los automóviles. Charly creció ahí pero más temprano que tarde supo que su destino estaba cerca de las luces del centro y de la Avenida Corrientes, así que en cuanto pudo se alquiló una pieza por ahí y consiguió un trabajo en un piringundín.

Las noches eran su día y las mañanas eran, claramente, para otros seres. Charly se hizo una persona reconocida en el ambiente nocturno. Parado en la puerta iniciaba conversaciones invitando a los caballeros al inframundo de la felicidad (así le decía) y después, whisky en mano, encaraba a unos y otros iniciando conversaciones múltiples. Como relaciones públicas prestaba mucha atención a su indumentaria. Le encantaban los trajes claros y usar las camisas semi abiertas, tipo Cacho Castaña. El pelo era un capítulo aparte.

Con el pasar de los años Charly pasó de un piringundín a otro. Y muchos se lo disputaban por su fenomenal talento para la parla. A Charly no le gustaba envejecer. No le gustaba nada de nada, así que con el nacimiento de las primeras canas comenzó a incursionar en la carmela. Charly sabía que con el tiempo se iba a notar pero las canas también se notan y un hombre con canas siempre parece mayor que uno sin ellas (se decía), así que el rojizo comenzó a ser el tono normal para sus apretados rulos que nunca iban a ser pelada.

Las arrugas eran la otra cosa que Charly no podía, por nada del mundo, soportar, así que a mediados de los 90, en pleno boom cirujanil, le entró al quirófano y quedó lisito como puerta nueva. Claro que eso le quitó un poco de expresión pero se compensaba con sus habilidades chamuyeriles.

Casi la única actividad diurna que Charly desarrollaba era ir al gimnasio de su barrio porque para él era muy importante mantener los pectorales firmes, permitiéndole así seguir haciendo gala de su pelo en pecho. Y en una de esas tardes fue que lo vi, con una remera semi-ajustada al cuerpo, unos pantalones de jogging y sus rulos rojos caminando por la esquina de Rodríguez Peña y Corrientes.


Si andan por ahí, tal vez lo vean y sepan un poco más sobre su historia.