En su barrio, así lo llamaban. Se había convertido
en un personaje más junto al veterinario, el médico, la maestra, la familia
almacenera y el ferretero aunque (a diferencia de ellos) él no comerciaba. Más
bien su tarea consistía, simplemente, en brindar un servicio a la comunidad. Es
que tenía un talento fenomenal para encontrar las palabras que permitieran
decir, justamente, aquello que se necesitaba decir. Sentimientos, sensaciones,
apreciaciones, interpretaciones precisas que hacían de todo lo que se nombraba
algo nuevo y único. Esa era su materia prima y tal vez un poco su razón de
existir. Pero quién sabe.
Hay distintas versiones sobre su origen y su
ocupación.
El hombre vivía en una casa antigua y supuestamente
grande (porque nunca nadie lo comprobó) que estaba ubicada estratégicamente
sobre la calle paralela a la principal avenida. Era una calle céntrica pero, no
obstante, tranquila. Como él. O como parecía que él era. Las ventanas siempre
estaban cerradas y cada tanto pintaba las persianas. Siempre de verde inglés. Y
algunos vecinos, por eso, lo criticaban. Y a otros, les parecía bien, por lo
discreto, por lo higiénico (?) o por lo colorido.
Tampoco se sabe a ciencia cierta si alguien, además
de él, habitaba esa casa. Raramente se lo veía con personas que no fueran sus
asiduos consultantes.
Tampoco se sabe con exactitud en qué momento llegó
ahí. Y al respecto, hay un debate generacional. Los más viejos del barrio dicen
que vivió ahí desde siempre y que cuando era chico usaba pantalones cortos y, a
veces, un moñito. Los más contemporáneos afirman (con cierta autoridad y
vehemencia) que eso es imposible porque si no hubiera ido a la escuela con
ellos o se lo hubieran cruzado en la plaza o en el club o en la heladería o más
tarde en las boites, los cafés y los bares y que entonces habrá venido después,
de más grande, como muchos otros, que pasan desapercibidos. Los jóvenes, en
cambio, sostienen que lo vieron llegar un día con una valija grande, marrón y
de cuero sin rueditas y una jaula con un canario que no cantaba y que venía a
ocupar la casa que le dejaron por herencia de un pariente lejano. La versión de
los niños era diferente y no era única. Algunos decían que vino volando en una nave
espacial, otros que salió de adentro del árbol de la plaza en el que se
escondían y jugaban porque tiene un agujero grande, otros que era un mago que
tenía el poder de cambiar de aspecto para que nadie lo descubriera, otros
decían que lo había traído el canario que sí cantaba. Y algunos de ellos no
solo relataban la historia de su llegada sino que también lo dibujaban. A él. A
él y a sus palabras. El asunto quedaba, entonces, irresuelto. Era la palabra de
unos contra otros y no había evidencia alguna que permitiera certificar los
dichos, aunque algunas de estas historias incluían detalles realmente
impactantes, por su aparente veracidad.
En cuanto a su ocupación, algunos afirman que es un
profesor (tal vez jubilado), otros que es escritor y que por eso pasa tanto
tiempo en su casa, otros que es un entrenador de pájaros y que por eso el
canario tiene la habilidad de ser cantor y mudo al mismo tiempo, otros que no
se dedica a nada porque es rico (debido a la herencia del pariente lejano), otros
sospechan que es un filatelista (aunque no estarían claras las razones de esta
sospecha), otros aceptan la idea de que tal vez sea un mago que esté pasando
por un período de entrenamiento porque – cada tanto – va y viene de y hacia algún
lado.
Pero hay una cosa en la que todos coinciden: el
momento en que dejó de ser un hombre anónimo y empezó a correr de boca en boca,
su habilidad.
Era verano y hacía calor. Bastante calor. De esos
calores que te hacen transpirar más allá de la piel y no entendés bien por qué
seguís vivo si el cuerpo te está quemando. Quemando vivo. De adentro hacia
afuera. De esos calores en los que la gente se saluda un poco de lejos porque
todos están mojados y quisieran estar en el agua o en la nieve (o en lo que se
imaginan que es estar en la nieve). De esos calores que te hacen odiar el
contacto humano. De esos calores. Así estaba ese día.
Ya entendimos. Ese día hacía calor y fue después
del horario de la siesta que este buen hombre entró a la ferretería de Don
Horacio, en la que había dos ventiladores viejos que giraban inútilmente
mientras hacían un ruido ensordecedor (obligando a los clientes y al vendedor a
elevar el tono de voz hasta llevarlo hasta el nivel del grito) y que no habían
sido aseados desde el día que salieron de fábrica.
El local de Don Horacio podía ser chico o ser
grande (porque todo depende de cómo se mire la cosa y de cuánto se pueda
apreciar sobre ella), estaba lleno de cajoncitos de madera que portaban
tornillos, arandelas, clavos, mechas y ganchos de miles de variedades y tamaños.
Del techo, también colgaban cosas como rodillos, palas, sogas, cuerdas y algún
changuito de las compras de esos que se pliegan y tienen la tela con agujeritos
para que respire (tipo red, como la que usaba mi abuela y ahora se venden de
nuevo porque es “vintage”). Además, había distintos estantes y muebles entre
los que se repartían las pinturas, los enduidos, los pinceles, las lijas, los aguarrases,
el W40, las herramientas como las pico de loro, los destornilladores, los
serruchos, los martillos, algún que otro taladro (uno nacional, seguro, y otro
importado que seguía en la caja), implementos para camping y muchas otras cosas
más de esas que sirven para todo (o para algo, o para nada).
Ahí estaban. Don Horacio, el buen hombre y dos
clientes más ocupaban ese espacio entre el ruido de los ventiladores, el calor,
los gritos y sus necesidades. En orden de prioridades nuestro hombre en
cuestión había llegado último y como era su costumbre permanecía callado y
atento mientras esperaba. Ese día, al igual que casi todos los demás, tenía su
pantalón marrón de tela colocado en el cuerpo con la cintura un poco más alta
de lo que indican las normas de civilidad, un cinturón de cuero también marrón
(como el pantalón y como la valija sin rueditas) y una camisa blanca tipo
guayabera que solía meterse adentro del pantalón (aunque debiera estar
prohibido). Su pelo engominado desafiaba las leyes de la física (o de la
química), protegiéndolo de las gotas.
Ahí estaba, el buen hombre, esperando, cuando
escuchó la conversación que se desarrollaba entre Don Horacio y el primero de
sus clientes.
- Vio Don Horacio ¡qué mal que estamos! Parece que
viene en serio eso del cambio climático. En nuestra época esto no pasaba. Se
sentía la calor pero no era para tanto, esta calor es…
- Y sí… qué se le va a hacer. Son los nuevos tiempos que corren. Hay que apechugar. No queda otra. El Señor sabrá por qué hace esto… por qué nos manda este calor tan…
- Psé y bue... hay que seguirla – resopló mientras subía y bajaba los hombros con resignación. Mientras tanto necesito un destornillador Phillips.
- ¿De qué medida?
- La verdad que no sé bien. Tráigame algunos y veo en cuál calza el tornillo que traje.
- Y sí… qué se le va a hacer. Son los nuevos tiempos que corren. Hay que apechugar. No queda otra. El Señor sabrá por qué hace esto… por qué nos manda este calor tan…
- Psé y bue... hay que seguirla – resopló mientras subía y bajaba los hombros con resignación. Mientras tanto necesito un destornillador Phillips.
- ¿De qué medida?
- La verdad que no sé bien. Tráigame algunos y veo en cuál calza el tornillo que traje.
Mientras Don Horacio entregaba al primer cliente
los destornilladores para que hiciera su prueba, atendió a la clienta que venía
después.
- Buenas, dijo la mujer secándose la transpiración
con un pañuelo de tela. Necesito unos ganchitos para colgar en una repisa, de
esos que son de metal, que se atornillan con la mano y un poco de fuerza. No sé
cómo explicarlo bien, me resulta un poco… no sé… seguro usted sabe.
- No se preocupe, Doña. Creo que sé lo que necesita. Le
traigo algunos para que vea. Y se fije.
Abrió tres de los cajoncitos y sacó ganchos de
distintos tamaños y los puso sobre el mostrador. El primer cliente ya se había
decidido y se dedicó a pagar, al igual que la señora que rápidamente supo cuál
de los ganchos elegir.
Antes de pedir su tacho de pintura verde inglés, el
buen hombre miró primero al cliente y le dijo “infernal” y después miró a Don
Horacio y le dijo “abrumador” y miró a la otra clienta y le dijo “engorroso”. A
esa altura, la conversación ya había pasado hacía un rato, sin embargo, todos
entendieron de qué les estaba hablando porque la cuestión no eran tanto las
palabras que había pronunciado sino más bien, su capacidad para darle en el clavo lo que los había dejado pasmados.
A partir de ese día comenzaron a ir a buscarlo.
Tocaban el timbre de su casa y él salía y los escuchaba. Algunos le relataban
un laaargo episodio hasta que en un momento quedaban con la boca abierta,
chasqueando sus dedos, esperando la palabra que iba a venir, esa que estaba ahí
en la punta de la lengua y que por H o por B no salía hasta que él los miraba
fijo a los ojos y la pronunciaba. Pero lo más increíble vino después cuando ya
ni siquiera debían relatar nada porque él abría la puerta y con solo verlos,
pronunciaba la palabra que estaba perdida en sus cuerpos. Y más aún cuando al
cruzarse por la calle con la gente les susurraba una palabra al oído.
Distintas palabras fueron soltadas al aire durante
un largo tiempo, sin importar su causa, desparramando parabienes a quien debía
pronunciarlas: Entrañable - Fantasmal – Desgarrador – Cordobés - Voluble –
Lánguido - Imperiosa – Ineludible – Platónico – Excepcional - Apesadumbrada – Jocosa
-Nicaragüense – Mediocre – Fascinante - Quincuagésimo - Vomitivo – Bonita – Peyorativo
– Lánguido - Circunstancial – Efímero – Vetusto – Descomunal – Soso - Tierno - Espartano
– Colifa – Fantástica - Azulado – Mustio – Inaudito - Apacible – Facineroso – Generoso - Peculiares –
Oneroso – Rojo – Inepto - La blonda…
Así era. Y hay que reconocerle que se hizo famoso,
no solo por su capacidad de interpretación y su gran vocabulario sino también
porque siempre, siempre y sin excepción todos se iban con una sonrisa de alivio
en el rostro, y un pedazo recuperado.