sábado, 7 de marzo de 2015

El adjetivador

En su barrio, así lo llamaban. Se había convertido en un personaje más junto al veterinario, el médico, la maestra, la familia almacenera y el ferretero aunque (a diferencia de ellos) él no comerciaba. Más bien su tarea consistía, simplemente, en brindar un servicio a la comunidad. Es que tenía un talento fenomenal para encontrar las palabras que permitieran decir, justamente, aquello que se necesitaba decir. Sentimientos, sensaciones, apreciaciones, interpretaciones precisas que hacían de todo lo que se nombraba algo nuevo y único. Esa era su materia prima y tal vez un poco su razón de existir. Pero quién sabe.

Hay distintas versiones sobre su origen y su ocupación.

El hombre vivía en una casa antigua y supuestamente grande (porque nunca nadie lo comprobó) que estaba ubicada estratégicamente sobre la calle paralela a la principal avenida. Era una calle céntrica pero, no obstante, tranquila. Como él. O como parecía que él era. Las ventanas siempre estaban cerradas y cada tanto pintaba las persianas. Siempre de verde inglés. Y algunos vecinos, por eso, lo criticaban. Y a otros, les parecía bien, por lo discreto, por lo higiénico (?) o por lo colorido.

Tampoco se sabe a ciencia cierta si alguien, además de él, habitaba esa casa. Raramente se lo veía con personas que no fueran sus asiduos consultantes.

Tampoco se sabe con exactitud en qué momento llegó ahí. Y al respecto, hay un debate generacional. Los más viejos del barrio dicen que vivió ahí desde siempre y que cuando era chico usaba pantalones cortos y, a veces, un moñito. Los más contemporáneos afirman (con cierta autoridad y vehemencia) que eso es imposible porque si no hubiera ido a la escuela con ellos o se lo hubieran cruzado en la plaza o en el club o en la heladería o más tarde en las boites, los cafés y los bares y que entonces habrá venido después, de más grande, como muchos otros, que pasan desapercibidos. Los jóvenes, en cambio, sostienen que lo vieron llegar un día con una valija grande, marrón y de cuero sin rueditas y una jaula con un canario que no cantaba y que venía a ocupar la casa que le dejaron por herencia de un pariente lejano. La versión de los niños era diferente y no era única. Algunos decían que vino volando en una nave espacial, otros que salió de adentro del árbol de la plaza en el que se escondían y jugaban porque tiene un agujero grande, otros que era un mago que tenía el poder de cambiar de aspecto para que nadie lo descubriera, otros decían que lo había traído el canario que sí cantaba. Y algunos de ellos no solo relataban la historia de su llegada sino que también lo dibujaban. A él. A él y a sus palabras. El asunto quedaba, entonces, irresuelto. Era la palabra de unos contra otros y no había evidencia alguna que permitiera certificar los dichos, aunque algunas de estas historias incluían detalles realmente impactantes, por su aparente veracidad. 

En cuanto a su ocupación, algunos afirman que es un profesor (tal vez jubilado), otros que es escritor y que por eso pasa tanto tiempo en su casa, otros que es un entrenador de pájaros y que por eso el canario tiene la habilidad de ser cantor y mudo al mismo tiempo, otros que no se dedica a nada porque es rico (debido a la herencia del pariente lejano), otros sospechan que es un filatelista (aunque no estarían claras las razones de esta sospecha), otros aceptan la idea de que tal vez sea un mago que esté pasando por un período de entrenamiento porque – cada tanto – va y viene de y hacia algún lado.

Pero hay una cosa en la que todos coinciden: el momento en que dejó de ser un hombre anónimo y empezó a correr de boca en boca, su habilidad.

Era verano y hacía calor. Bastante calor. De esos calores que te hacen transpirar más allá de la piel y no entendés bien por qué seguís vivo si el cuerpo te está quemando. Quemando vivo. De adentro hacia afuera. De esos calores en los que la gente se saluda un poco de lejos porque todos están mojados y quisieran estar en el agua o en la nieve (o en lo que se imaginan que es estar en la nieve). De esos calores que te hacen odiar el contacto humano. De esos calores. Así estaba ese día.

Ya entendimos. Ese día hacía calor y fue después del horario de la siesta que este buen hombre entró a la ferretería de Don Horacio, en la que había dos ventiladores viejos que giraban inútilmente mientras hacían un ruido ensordecedor (obligando a los clientes y al vendedor a elevar el tono de voz hasta llevarlo hasta el nivel del grito) y que no habían sido aseados desde el día que salieron de fábrica.

El local de Don Horacio podía ser chico o ser grande (porque todo depende de cómo se mire la cosa y de cuánto se pueda apreciar sobre ella), estaba lleno de cajoncitos de madera que portaban tornillos, arandelas, clavos, mechas y ganchos de miles de variedades y tamaños. Del techo, también colgaban cosas como rodillos, palas, sogas, cuerdas y algún changuito de las compras de esos que se pliegan y tienen la tela con agujeritos para que respire (tipo red, como la que usaba mi abuela y ahora se venden de nuevo porque es “vintage”). Además, había distintos estantes y muebles entre los que se repartían las pinturas, los enduidos, los pinceles, las lijas, los aguarrases, el W40, las herramientas como las pico de loro, los destornilladores, los serruchos, los martillos, algún que otro taladro (uno nacional, seguro, y otro importado que seguía en la caja), implementos para camping y muchas otras cosas más de esas que sirven para todo (o para algo, o para nada).   

Ahí estaban. Don Horacio, el buen hombre y dos clientes más ocupaban ese espacio entre el ruido de los ventiladores, el calor, los gritos y sus necesidades. En orden de prioridades nuestro hombre en cuestión había llegado último y como era su costumbre permanecía callado y atento mientras esperaba. Ese día, al igual que casi todos los demás, tenía su pantalón marrón de tela colocado en el cuerpo con la cintura un poco más alta de lo que indican las normas de civilidad, un cinturón de cuero también marrón (como el pantalón y como la valija sin rueditas) y una camisa blanca tipo guayabera que solía meterse adentro del pantalón (aunque debiera estar prohibido). Su pelo engominado desafiaba las leyes de la física (o de la química), protegiéndolo de las gotas.  

Ahí estaba, el buen hombre, esperando, cuando escuchó la conversación que se desarrollaba entre Don Horacio y el primero de sus clientes.  

- Vio Don Horacio ¡qué mal que estamos! Parece que viene en serio eso del cambio climático. En nuestra época esto no pasaba. Se sentía la calor pero no era para tanto, esta calor es…
- Y sí… qué se le va a hacer. Son los nuevos tiempos que corren. Hay que apechugar. No queda otra. El Señor sabrá por qué hace esto… por qué nos manda este calor tan…
- Psé y bue... hay que seguirla – resopló mientras subía y bajaba los hombros con resignación. Mientras tanto necesito un destornillador Phillips.
- ¿De qué medida?
- La verdad que no sé bien. Tráigame algunos y veo en cuál calza el tornillo que traje. 

Mientras Don Horacio entregaba al primer cliente los destornilladores para que hiciera su prueba, atendió a la clienta que venía después.

- Buenas, dijo la mujer secándose la transpiración con un pañuelo de tela. Necesito unos ganchitos para colgar en una repisa, de esos que son de metal, que se atornillan con la mano y un poco de fuerza. No sé cómo explicarlo bien, me resulta un poco… no sé… seguro usted sabe.
- No se preocupe, Doña. Creo que sé lo que necesita. Le traigo algunos para que vea. Y se fije. 

Abrió tres de los cajoncitos y sacó ganchos de distintos tamaños y los puso sobre el mostrador. El primer cliente ya se había decidido y se dedicó a pagar, al igual que la señora que rápidamente supo cuál de los ganchos elegir.

Antes de pedir su tacho de pintura verde inglés, el buen hombre miró primero al cliente y le dijo “infernal” y después miró a Don Horacio y le dijo “abrumador” y miró a la otra clienta y le dijo “engorroso”. A esa altura, la conversación ya había pasado hacía un rato, sin embargo, todos entendieron de qué les estaba hablando porque la cuestión no eran tanto las palabras que había pronunciado sino más bien, su capacidad para darle en el clavo lo que los había dejado pasmados.

A partir de ese día comenzaron a ir a buscarlo. Tocaban el timbre de su casa y él salía y los escuchaba. Algunos le relataban un laaargo episodio hasta que en un momento quedaban con la boca abierta, chasqueando sus dedos, esperando la palabra que iba a venir, esa que estaba ahí en la punta de la lengua y que por H o por B no salía hasta que él los miraba fijo a los ojos y la pronunciaba. Pero lo más increíble vino después cuando ya ni siquiera debían relatar nada porque él abría la puerta y con solo verlos, pronunciaba la palabra que estaba perdida en sus cuerpos. Y más aún cuando al cruzarse por la calle con la gente les susurraba una palabra al oído.

Distintas palabras fueron soltadas al aire durante un largo tiempo, sin importar su causa, desparramando parabienes a quien debía pronunciarlas: Entrañable - Fantasmal – Desgarrador – Cordobés - Voluble – Lánguido - Imperiosa – Ineludible – Platónico – Excepcional - Apesadumbrada – Jocosa -Nicaragüense – Mediocre – Fascinante - Quincuagésimo - Vomitivo – Bonita – Peyorativo – Lánguido - Circunstancial – Efímero – Vetusto – Descomunal – Soso - Tierno - Espartano – Colifa – Fantástica - Azulado – Mustio – Inaudito -  Apacible – Facineroso – Generoso - Peculiares – Oneroso – Rojo – Inepto - La blonda…


Así era. Y hay que reconocerle que se hizo famoso, no solo por su capacidad de interpretación y su gran vocabulario sino también porque siempre, siempre y sin excepción todos se iban con una sonrisa de alivio en el rostro, y un pedazo recuperado.