I – La ley
de la vida
Se miraba al espejo en distintas posiciones y hacía
ruidos: pffffffffffff, ntttttú. También dijo: mierda.
Después de la cotidiana y catastrófica escena, una
vez más, se resignó y buscó entre la ropa lo que mejor la hacía sentir y se lo
puso.
Salió a la calle y vio todo, a todos, a todas,
sobre todo a todas. Un poco se sintió mejor cuando confirmaba que no había
opción pero otro poco no cuando aparecían las excepciones.
(Las excepciones:
cuerpos modelados por el gimnasio, envidiables y putas buenas genéticas, lo que
no se veía tras la ropa pero parecía bien, bastante bien).
Era su tema. Sabía que era su tema pero le parecía
tan superficial y tan tonto que lo negaba. Lo negaba siempre pero también se
acordaba de Margarita cuando le decía: nena,
aprovechá ahora porque después de los treinta, se te empieza a caer todo. Todos
estamos condenados a volver a la tierra pero ANTES – y escuchá bien lo que te
voy a decir- la tierra llama al culo, a las comisuras de la boca, a los
colgajos de los brazos, a los párpados y a las tetas. Amasá, caminá y ponete
crema.
Y Margarita era una forra pero también tenía razón.
II –
Desafiando a las leyes generales
¿Qué tal si flotáramos?, dijo con una sonrisa que
no le cabía en la cara. Y siguió: ¿te imaginás a cuántos lugares podríamos ir
sin pagar pasaje?
Él la miró, descreído, pensando al mismo tiempo que
era una loca (una sin remedio) pero le dijo, con poca emoción: Sí… estaría
bien.
Él no sospechaba – bajo ninguna circunstancia - lo
que su despreocupada afirmación generaría.
El tiempo pasó, como siempre, hasta que un día, un
día… ella apareció con el pendorcho ese y todo cambió de una vez y para
siempre.
¡Claudio! ¡Lo hice, lo hice! ¡Lo descubrí! – le
dijo a él que estaba tomando mate en el patio mientras miraba a la tortuga
caminar hacia las lechugas.
Ella le exigió que cambiara las ojotas por
zapatillas y él sin pensarlo mucho y reaccionado al imperativo, le hizo caso.
Y todo fue tan rápido que no le dio tiempo a
reaccionar. Ella los ató al pendorcho y empezaron a flotar, a volar por el
aire. Y se rió, se rió mucho (no con una risa estúpida sino una linda, una de
verdad) y le dijo: ¿A dónde querés ir? Decime que no es mejor que un auto…
Primero vieron al patio y a la tortuga cada vez más
chiquitos, al tiempo que aparecía el barrio con sus casas y algunas pelopinchos
(porque era verano) y los árboles en fila y después el barrio de al lado y el
otro y el de más allá y después se hizo de noche y las luces - ¡las luces eran
increíbles! - y también lo eran los espacios negros de las lagunas y de los
mares en la penumbra. Qué linda era la brisa que corría, ahí cerca, casi
perfecta para esas noches de verano en las que el cuerpo se hace calor y transpiración.
Y sobrevolaron la Cordillera de los Andes primero,
y después vieron las grandes cabezas de la Isla de Pascua, el desierto de
Atacama y las líneas de Nazca, y después Machu Picchu y muchas salinas y azules
de océanos y verdes de bosques y selvas y la península de Gibraltar que un día
les habían hecho calcar y la isla negra de Formentera, la torre Eiffel y el
Coliseo (que aparecía en la Billiken y, después, en la National Geographic), y sobrevolaron
Córcega y Cerdeña, el encanto de Praga y se cruzaron con los globos de
Capadocia y las pirámides de Egipto y las montañas que abrazaban a la perdida y
remota Petra y la muralla china y…
Si tuvieras tu pendorcho ¿A dónde irías?
III – Si lo
dijo Murphy…
El día empezó con la tostada cayendo del lado de la
manteca. Obvio.
Se vistió rápido y se fue para el trabajo y cuando
cerró la puerta, la llave quedó del lado de adentro. Obvio.
Caminó hasta el colectivo y, en el trayecto, pisó
la baldosa floja que tenía el agua de la regada del portero y se manchó toda la
ropa. Obvio.
Vinieron todos los colectivos menos el suyo y
entonces prendió un cigarrillo. A los cinco segundos, el bondi llegó. Obvio.
Llegó al trabajo, prendió la computadora, trabajó
sin descanso y con concentración hasta que se la pantalla se puso negra y se
dio cuenta de que nunca había hecho clic en guardar. Obvio.
Salió del trabajo y fue a un after hours. De la
birra que pidió, no había. Pidió otra. Fichó a alguien y ese alguien, a los
pocos minutos, estaba con otro alguien. Obvio. Pagó la cuenta y tardaron mucho
tiempo en volver, así que decidió irse y dejar el vuelto.
Tomó un taxi para ir a lo de su madre a cenar.
Estaba un poco beodo pero no se iba a arriesgar a la escena matutina. El
taxista le habló sin parar de todos los males mundiales y cuando se enteró de
qué cuadro era, lo gastó hasta el infinito. Obvio.
Se bajó. Tocó el timbre en casa de su madre. El timbre
no funcionaba. Obvio. La tuvo que llamar y avisarle que estaba abajo. La madre
bajó a abrir y le avisó que su tía estaba de visita, y también su abuela y que
todas estaban muy preocupadas por él. Obvio. La piloteó como pudo.
Los niños envueltos estaban geniales pero a él le
tocaron los dos únicos que tenían escarbadientes porque eran sin sal, para la
abuela, y ya se los había comido. Obvio, la madre no le había avisado. Ahora
tendría que cargar con las culpas de una probable subida de presión de la nona.
Le pidió las llaves de su casa y superó
victoriosamente la insistencia materna de quedarse a dormir cuando le dijo que se
iba a su casa porque tenía que ir a regar
las plantas. Las plantas estaban muertas hace rato. Obvio.
Su maldad fue condenada. Al salir, tropezó con un
perro vagabundo y voló por el aire y cuando cayó los dientes se incrustaron
contra el asfalto. No se acuerda mucho. Escuchó después el sonido de una
ambulancia y una voz que decía: está
herido de gravedad.
Obvio.