jueves, 29 de enero de 2015

Gravedad

I – La ley de la vida

Se miraba al espejo en distintas posiciones y hacía ruidos: pffffffffffff, ntttttú. También dijo: mierda.

Después de la cotidiana y catastrófica escena, una vez más, se resignó y buscó entre la ropa lo que mejor la hacía sentir y se lo puso.

Salió a la calle y vio todo, a todos, a todas, sobre todo a todas. Un poco se sintió mejor cuando confirmaba que no había opción pero otro poco no cuando aparecían las excepciones.

(Las excepciones: cuerpos modelados por el gimnasio, envidiables y putas buenas genéticas, lo que no se veía tras la ropa pero parecía bien, bastante bien).

Era su tema. Sabía que era su tema pero le parecía tan superficial y tan tonto que lo negaba. Lo negaba siempre pero también se acordaba de Margarita cuando le decía: nena, aprovechá ahora porque después de los treinta, se te empieza a caer todo. Todos estamos condenados a volver a la tierra pero ANTES – y escuchá bien lo que te voy a decir- la tierra llama al culo, a las comisuras de la boca, a los colgajos de los brazos, a los párpados y a las tetas. Amasá, caminá y ponete crema. 

Y Margarita era una forra pero también tenía razón.

II – Desafiando a las leyes generales

¿Qué tal si flotáramos?, dijo con una sonrisa que no le cabía en la cara. Y siguió: ¿te imaginás a cuántos lugares podríamos ir sin pagar pasaje?

Él la miró, descreído, pensando al mismo tiempo que era una loca (una sin remedio) pero le dijo, con poca emoción: Sí… estaría bien.

Él no sospechaba – bajo ninguna circunstancia - lo que su despreocupada afirmación generaría.

El tiempo pasó, como siempre, hasta que un día, un día… ella apareció con el pendorcho ese y todo cambió de una vez y para siempre.

¡Claudio! ¡Lo hice, lo hice! ¡Lo descubrí! – le dijo a él que estaba tomando mate en el patio mientras miraba a la tortuga caminar hacia las lechugas.

Ella le exigió que cambiara las ojotas por zapatillas y él sin pensarlo mucho y reaccionado al imperativo, le hizo caso.

Y todo fue tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar. Ella los ató al pendorcho y empezaron a flotar, a volar por el aire. Y se rió, se rió mucho (no con una risa estúpida sino una linda, una de verdad) y le dijo: ¿A dónde querés ir? Decime que no es mejor que un auto…

Primero vieron al patio y a la tortuga cada vez más chiquitos, al tiempo que aparecía el barrio con sus casas y algunas pelopinchos (porque era verano) y los árboles en fila y después el barrio de al lado y el otro y el de más allá y después se hizo de noche y las luces - ¡las luces eran increíbles! - y también lo eran los espacios negros de las lagunas y de los mares en la penumbra. Qué linda era la brisa que corría, ahí cerca, casi perfecta para esas noches de verano en las que el cuerpo se hace calor y transpiración.  

Y sobrevolaron la Cordillera de los Andes primero, y después vieron las grandes cabezas de la Isla de Pascua, el desierto de Atacama y las líneas de Nazca, y después Machu Picchu y muchas salinas y azules de océanos y verdes de bosques y selvas y la península de Gibraltar que un día les habían hecho calcar y la isla negra de Formentera, la torre Eiffel y el Coliseo (que aparecía en la Billiken y, después, en la National Geographic), y sobrevolaron Córcega y Cerdeña, el encanto de Praga y se cruzaron con los globos de Capadocia y las pirámides de Egipto y las montañas que abrazaban a la perdida y remota Petra y la muralla china y…   

Si tuvieras tu pendorcho ¿A dónde irías?

III – Si lo dijo Murphy…

El día empezó con la tostada cayendo del lado de la manteca. Obvio.

Se vistió rápido y se fue para el trabajo y cuando cerró la puerta, la llave quedó del lado de adentro. Obvio.

Caminó hasta el colectivo y, en el trayecto, pisó la baldosa floja que tenía el agua de la regada del portero y se manchó toda la ropa. Obvio.

Vinieron todos los colectivos menos el suyo y entonces prendió un cigarrillo. A los cinco segundos, el bondi llegó. Obvio.

Llegó al trabajo, prendió la computadora, trabajó sin descanso y con concentración hasta que se la pantalla se puso negra y se dio cuenta de que nunca había hecho clic en guardar. Obvio.

Salió del trabajo y fue a un after hours. De la birra que pidió, no había. Pidió otra. Fichó a alguien y ese alguien, a los pocos minutos, estaba con otro alguien. Obvio. Pagó la cuenta y tardaron mucho tiempo en volver, así que decidió irse y dejar el vuelto.

Tomó un taxi para ir a lo de su madre a cenar. Estaba un poco beodo pero no se iba a arriesgar a la escena matutina. El taxista le habló sin parar de todos los males mundiales y cuando se enteró de qué cuadro era, lo gastó hasta el infinito. Obvio.

Se bajó. Tocó el timbre en casa de su madre. El timbre no funcionaba. Obvio. La tuvo que llamar y avisarle que estaba abajo. La madre bajó a abrir y le avisó que su tía estaba de visita, y también su abuela y que todas estaban muy preocupadas por él. Obvio. La piloteó como pudo.

Los niños envueltos estaban geniales pero a él le tocaron los dos únicos que tenían escarbadientes porque eran sin sal, para la abuela, y ya se los había comido. Obvio, la madre no le había avisado. Ahora tendría que cargar con las culpas de una probable subida de presión de la nona.

Le pidió las llaves de su casa y superó victoriosamente la insistencia materna de quedarse a dormir cuando le dijo que se iba a su casa porque tenía que ir a regar las plantas. Las plantas estaban muertas hace rato. Obvio.

Su maldad fue condenada. Al salir, tropezó con un perro vagabundo y voló por el aire y cuando cayó los dientes se incrustaron contra el asfalto. No se acuerda mucho. Escuchó después el sonido de una ambulancia y una voz que decía: está herido de gravedad.

Obvio.