viernes, 12 de diciembre de 2014

Viajes

Esto se está yendo al tacho, Obdulio. Y no lo vi. Lo peor es que no lo vi. Debería haberlo imaginado a la primera señal. Si no fuera por la puta esperanza que te ciega, tal vez… me hubiera dado cuenta.

Y mientras lo decía miraba al horizonte, viendo realmente poco de lo que había delante de sus narices. Y después de hablar, se quedó sin palabras y siguió mirando, ahora al vacío, hacia dentro de sí.

Obdulio sabía que lo que se dijo era una verdad y que él tampoco había podido advertir las consecuencias de su poca perspicacia.

Y ambos, por primera vez, comprendieron que el futuro es el presente acelerado.

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Se gambeteó a cinco y después hizo dos paredes que terminaron en gol, en golazo para archivo.

Y una voz se escuchó, entre tantas otras que festejaban.

¡Vamoooo carajoooo! ¡Te sigo de acá a la China, papáaaaaa!– gritaba agitando su mano y su remera desde el paravalanchas.

Y se rió con la mayor plenitud posible. Y abrazó al que tenía al lado. Y después se tocó las bolas, dedicando ese gesto a la (virtual) hinchada contraria.

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Se citaron a tomar el té en una confitería antigua, llena de dorados y firuletes. La carta incluía distintas variedades de la preciada infusión y ofrecía acompañarlas con una degustación de tortas, bocaditos varios y sanguchitos de miga. Cuando el mozo llegó, pidieron todo. Se habían encontrado a las 17 hs., siguiendo las mejores tradiciones londinenses (o al menos así dicen).  Hacía tiempo que no se veían. Y se notaba.

Una de ellas dio una mirada periférica por el lugar y alcanzó a notar distintos rubios con peinados de peluquería, algunos dientes pintados sin intención, manos con anillos dorados en los dedos meñiques que (cada tanto) se alzaban con pretensión de buenos modales.

Cada una miraba para distintos lados y así transcurrió la espera hasta que la mesa estuvo repleta y entonces el espacio se llenó de comentarios elogiosos a los manjares y el ruido de las bocas rumiantes.

Y cuando ya no había externalidad que permitiera seguir posponiendo lo inevitable, empezó la conversación.

-       -  Escuchame, Elsita, no sé qué es lo que contaron pero, sea lo que sea, estoy acá para que me preguntes lo que quieras porque yo tengo la conciencia limpia ¿sabés? Hay gente muy mala en este mundo, que habla por envidia, por descaro, por desprecio, por aburrimiento, por querer joderle la vida a los demás. Y yo, sinceramente, quiero creer que vos confiás en mí porque vos me conocés bien y sabés que nunca haría nada para perjudicarte, que no pondría en peligro nuestra amistad de tantos años por nada del mundo. Porque ¿cómo podría hacer algo así? No creo que vos pienses que soy capaz de algo semejante ¿no? ¿no, Elsita? ¿Te acordás cuando íbamos a los bailes en Ferro? ¿Y cuándo le hicimos la joda a la Fernández? ¡Ja! ¿Te acordás, no? ¡La verdad que éramos bravas! La Fernández… ¡qué mala que era! Se lo merecía después de todo. Y después, siempre me acuerdo cuando íbamos a tu casa los sábados a pasar la tarde ¡Qué bien que la pasábamos mirando las revistas, enterándonos de esas cosas que parecían prohibidas!

Elsita, mientras tanto, la miraba.  Y la otra, absorta en sus recuerdos, siguió:

-       - ¿Y te acordás cuando seducíamos al boletero para que nos dejara quedarnos en el continuado? ¡Qué divertido que era! Y ese James Dean ¡Qué pinta que tenía! ¡Esos sí que eran galanes de verdad! No como los de ahora…  Bueno, a mí siempre me gustó James Dean pero a vos te gustaban más Marlon Brando o Marcello Mastroianni ¡Qué lindas que eran aquellas épocas! ¡Quién pudiera volver! Pero bueno… después vinieron los chicos y toda la cosa y la vida te cambia, te cambia toda. ¿Te acordás cuando pasamos ese verano en Mar del Tuyú? ¡Qué lindo fue todo! Y los chicos… ¡qué grandes están ahora! Me encanta que ellos también puedan ser amigos…

Elsita seguía comiendo y de a ratos sorbía algo de té. La escuchaba, la miraba, la buscaba y finalmente, le dijo con mucha tranquilidad:

-         - ¿Sabés qué pasa? Mientras vos venís, yo fui y vine cuarenta veces. Te vi, Dora. Y ahora me voy a ir y vos vas a pagar la cuenta. 

Y Elsita se limpió la boca con la servilleta, se levantó y se fue al carajo.

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Eran como ocho y estaban en perfecta fila. Una tras otra, misma dirección, llevando su carga. El sol les daba de refilón y en su camino bordearon toda la ventana. Y subían. Y bajaban. Y esquivaban los tornillos escondidos tras la pintura blanca. Y eran muy negras y lindas y también algo misteriosas.

A veces una de la fila se daba vuelta y se acercaba a otra y parecía como si le dijera algo. No, no, seguro algo le decía pero qué, se preguntaba. Y se acordó del jardín de sus abuelos y del parque y de la cocina y de todos los momentos que pasó en esos lugares mirándolas trasladar pedazos de flores y de hojas, robando azúcar o pedacitos de pan o galletitas.  Y le parecía divertido. Y le hubiera gustado ser una por un ratito de su vida. Así podría saber qué se decían y qué había tras los agujeritos por los que desaparecían. Ojo, saberlo de verdad, no como cuando te lo muestran en documentales por la tele.

Pero Francisco ¿Qué te pasa? ¡Estás en la luna! – le dijo la maestra, trayéndolo a la tierra de un (triste) ondazo.

Nada, Seño… – contestó él revoleando los ojos y haciendo de cuenta que no pasaba nada.

La maestra, satisfecha con la misión cumplida, siguió recorriendo los bancos y Francisco posó su mirada en el cuaderno, vacío, y agarró la birome.

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¡Aaaaaah, pero me estoy yendo a la loma del ojete! – gritó con una mano en el volante y otra en dirección a la cabeza, asumiendo (recién en ese preciso momento) que estaba completamente perdido.

Se puteaba a sí mismo y se preguntaba por qué no había impreso el mapa. Pero en el fondo, sabía, que era consecuencia de creer que su memoria podía retenerlo todo.

Y ahí estaba. En medio de la autopista, con verde alrededor y carteles que no le decían nada.

Siguió de largo buscando un lugar donde pudiera retomar pero ¿a dónde? Estaba en blanco, desesperado y solo. Y lo peor es que Silvia le había advertido que se imprimiera el mapa y él  no le había hecho caso porque decía que se conocía todo el Gran Buenos Aires de pe a pa.

Ahora iba a llegar recontra tarde y, encima, lo perseguía la imagen de los chorizos secos.

La radio sonaba de fondo y mientras seguía para el lugar que sabía que no era, escuchó:

“vuelve, que sin ti la vida se me va… oh, oh, vuelve…”

Los ojos se le transformaron. Y ahora le gritó a la radio: ¿Ah, sí, Ricky? ¿Por qué no te vas bien a la concha de tu madre, eh? Y cambió el dial.

En cuanto pudo, paró en la banquina, respiró hondo unos cuantos minutos y pensó (aunque no le sirviera para nada).


Y, finalmente, se decidió y agarró el teléfono y marcó.