martes, 15 de abril de 2014

Barrio

Volver al barrio queriéndolo porque es todo lo que fue y lo que hizo conmigo al transitarlo.

Bajar del bondi en la Av. Rivadavia frente a la casa en la que viví durante 16 importantes años de mi vida, cruzar la avenida por el medio y ver que el supermercado chino sigue ahí pero que todo lo demás está casi otra cosa y recordar que ese supermercado fue antes el negocio en que mi abuelo Armando compraba las galletitas en lata y antes un lugar donde vendían heladeras, que los kioscos que estaban casi pegados ya no están más pero que yo iba a comprar a ambos porque era amiga de ambos kiosqueros y que cuando iba a uno trataba de que el otro no se diera cuenta. Que en uno podían comprarse las mielcitas y el naranjú y en el otro las cosas de librería que la escuela pedía y que había olor a mapas y papel afiche y que los viejos te llamaban por tu nombre y conocían a toda tu familia, que a ambos iba a comprar los cigarrillos para mis viejos y que, en épocas de malaria hiperinflacionaria pasaron de paquete a cigarrillos sueltos de marca Achalay o atados baratos Saratoga de color verde oscuro.  

Pasar por la esquina de lo que era Balón 4, bar y pizzería de no recuerdo cuales 4 gloriosos jugadores de Racing Club de Avellaneda donde todos fuimos a festejar las victorias del Mundial del 90, hasta que se pudo. Ver la todavía esquina rota y desahuciada del club social Mariano Acosta, que algunas noches observaba desde la ventana de mi habitación, con sus lúgubres luces verdes y de la que escuchaba un poco la música que movía a las parejas que bailaban en la pista.

Doblar por la esquina subiendo por Mariano Acosta, y ver la verdulería y el otro kiosco y la peluquería que todavía existen, la escuela primaria Ángela Medone de Caviglia que hace unos años ya había visto pero que esta vez traspasé con el recuerdo para revivir los juegos en los hermosos patios coloniales, las comidas en el comedor, los juegos en el salón de actos fuera de clase, mi maestra Susana de 6° y 7° grado, mis compañeros, la puerta que en los veranos usábamos de escenario para hacer las coreografías de Flavia está de fiesta y jugar a algo mientras algunos vecinos pasaban y sonreían, caminar por  la puerta de la casa de Grachu de la que en ese momento salió un Señor, la puerta de la casa de Elsa donde iba a cantar acompañada y que también era de Alberto y Luciano y Camila, la esquina donde alguna vez hubo un almacén que – aunque íbamos poco – recuerdo que abría los domingos. Ver de refilón en la calle de enfrente la puerta verde de la casa de Ale, la negra de la casa de Giselda y la bordó de la casa de Gaby, de las que también conservo recuerdos de juegos compartidos en tardes post escuela.

Mirar por Ramón Falcón para el lado de Candelaria y recordar las salidas del colegio en las que iba a acompañar a mi amiga Diana porque nos gustaba quedarnos en la esquina de la panadería Don Valentín charlando con los chicos. Recuerdo que ahí también paraba una banda de pibes grandes (debían tener 15 años, como mucho 17 mientras yo tendría entre 10 y 12 años), que fueron los primeros rolingas que vi en mi vida, con jardineros de jean y en cueros y topper blancas, alguna que otra remera de Sumo, alternando esquina con los fichines de Rivadavia. Que después supe que algunos de ellos se habían hecho adictos a la heroína (gran problema de los adictos de los 80) y que alguno también había muerto por haber contraído SIDA, en ese entonces tan nueva y poco tratable.   

Que nuestras tardes transcurrían ahí a veces y otras en la calle Rafaela frente a la escuela de monjas del Milagro, bellísima calle por la que pocos autos pasaban y en ciertas épocas se inundaba de florecidos jacarandás. 

Otras tantas tardes las pasábamos en la plaza – también llamada – Ramón Falcón luego devenida en Ernesto Che Guevara, como resultado de la organización vecinal, plaza en la que jugué muchas veces y pasé más para tomar un bondi, visitar a alguien o acortar camino para el Parque Avellaneda, plaza que nos cobijó el día que amenazaron de bomba a la escuela primaria y resultó ser una de las actividades más divertidas a pesar del terror que originaba la idea de que todo podía explotar por el aire, plaza a la que nos llevaban mis viejos y a la que íbamos a tomar helado de manzana verde porque era uno de los gustos más ricos y originales, plaza que tiene el mural de los pibes que murieron en el accidente en la ruta cuando iban a ver a Boca y a los que sus amigos quisieron recordar por siempre en el barrio que amaban, plaza con mesitas de cemento y una fuente que nunca funcionó como tal, con un anfiteatro bello que no se usaba para mucho pero era un genial escenario de juego porque tenía muchísimas escaleras para subir y bajar sin parar, plaza que hacía de ring para las peleas que se iniciaban en la escuela y debían seguir en otro lugar, plaza a la que llevé a un taiwanés que quería aprender español para enseñarle palabras y cómo manejarse en la calle.  

Cruzando la calle llegué al antiguo Larroque, mi escuela secundaria, alegremente reconvertida en bachillerato popular. Entré por la puerta que crucé tantas, miles de veces y viví presente y pasado de un solo golpe, dibujada la sonrisa, espontánea y el corazón saliéndose de la emoción. Creo que se lo dije a cada persona que me crucé, con una indisimulable densidad para extraños (les pido mil disculpas).

Al pasar el pasillo, un vejestorio cartel que decía preceptoría y que recuerdo como lugar de Marta y Betty y al que una vez fui preocupada a contarles con una vergüenza sin igual que me tenía que ir porque me había manchado todo el guardapolvo. Marta me acompañó hasta mi casa para que pudiera cambiarme en un lindo gesto de solidaridad femenina. De ahí, subir por la escalera al lugar de la reunión que significaba volver al aula donde empecé mi primer año de escuela secundaria.

Recordé el corte carré y las tetazas de Farace, la profesora de biología, y su talento para acortar apellidos y para pronunciar de manera inolvidable las palabras fitoplancton y zooplancton, a la vieja Morales de lengua y literatura que se llevaba las agujas para tejer y se dormía mientras hacía dictados, al profesor de francés canoso que pienso que duró poco, que repetía “Et voilá!” señalando el libro de texto mientras escupía y se le juntaba baba en las esquinas de la boca pero que parecía simpático, el tacho de basura que quemó Garacciolo, un rubio con aparatos y pelo largo, bardero y gracioso que solo duró ese año, el pelo tirante de la que fue después mi amiga Mechy, los ojos verdes de la que sería luego mi compañera de banco y amiga Sabri, los rulos y la sonrisa perpetua y matinal de Sami tan llena de un (para mí) incomprensible optimismo, las amigas de la primaria con las que continuamos y las que empezamos a hacer nuevas.    

Poco duré en el asiento, en parte porque la reunión no empezaba y me dio el pie perfecto para circular en soledad con mis recuerdos. Bajé la escalera y vi el aula donde cursé 3° año y que en ese momento estaba habitada por chicos y chicas que hacían alguna actividad. 

En ese aula mi viejo fue a dar una charla sobre literatura fantástica y novela negra a pedido de la vicerrectora que era una señora muy poco agradable (parece que a causa de un pasado triste) pero que sí amaba la literatura y que pegó buena onda con mi viejo porque su marido fallecido era tan amante de esa literatura como mi papá. En ese aula me enojé con la profesora de matemática Ruggeri, a la cual estimaba, porque no había querido explicarme algo que no entendí, en ese aula todos nos complotamos en una graciosa mentira colectiva dirigida hacia la profesora Maniglia de geografía, una vieja amargada que usaba yoguineta y mocasines y que tenía una valijita marrón de cuero en la que guardaba sus mapas amarillos y calcos precisos y una cartuchera con bellas lapiceras de tinta, que vivía contando anécdotas sobre cuánto amaba a su padre fallecido y que se hacía traer una silla especial porque le dolía la columna. Señora a la que poco le importaba que aprendamos algo, que nos obligaba a aprender nombres de ríos y orografías varias de memoria y con la que dábamos lección leyendo el libro abierto tras sus espaldas. Era muy fácil, considerando que la mujer nunca se daba vuelta para mirarnos y que lo único que le importaba era que calquemos mapas. En ese aula tuve también una de las primeras discusiones con algunos de mis compañeros, propiciadas por la genial profesora de Cívica Cajuso que usaba pulóveres iguales a los de Carlitos Balá pero que nos hizo buscar la historia de los partidos políticos que quisiéramos y entonces investigamos con mis amigas sobre el Partido Socialista y por no sé qué consigna terminamos grabando en un cassette en el living de Mataderos “la marcha de la bronca”, no sin antes habernos reído un millón de veces. En esa clase fue que grité a mis compañeros que tenían que leer el Nunca Más y que no era cierto que uno no podía posicionarse por no haber vivido en ese tiempo o porque tu familia no se hubiera visto afectada por la situación. En ese aula conformamos el cuarteto donde dibujábamos a los profesores y nos reíamos mucho, cargando a Sami con su “novio” Diego, el profesor de biología al que no le gustaba lavar a mano y parece que no tenía lavarropas o haciendo a piloto con Rusjan (básicamente porque el piloto era más grande que ella). Y solo había visto una puerta.   

Subí la otra escalera y me asomé por la puerta de lo que fue el aula de mecanografía, que en otros tiempos solía tener el teclado de la máquina de escribir pegado en el frente para que memorizaras las letras y miraras para adelante. La profesora Zunilda usaba polleras como las de mi abuela Rosita pero tenía - por lo menos - como 30 años menos y el profesor Claudio venía a las clases tarde y con más cara de dormido que yo (¡y eso es mucho decir!). En apariencia inútil, para algo sirvió porque años después tuve un trabajo como data entry por a saber escribir sin mirar el teclado.

Caminé por el pasillo y me recordé en tránsito en los momentos de recreo, recordé al pibe que pasaba cantando las canciones de cancha y al otro que me decía “orfordddd” cada vez que nos cruzábamos, la circulación en la que conocías a los de otros años, primero todos más grandes, luego todos más chicos, el preceptor que tenía una banda de música y era fan de Soda Stéreo, la escalera en la que un día mi hoy amiga Paula me prestó el videocassette de Silvio Rodriguez como una primera complicidad, los mini patios, el kiosco donde compraba los paquetes de palitos o chicitos truchos y, eventualmente, algún que otro Guaymallén. De pasada bien apurada también ví las aulas de 2°, 4° y 5°.

Como catarata de imágenes, viene la estación del Sarmiento y su puente infame con olor a meo, el mercado, la heladería Trento, la librería Pepe Grillo, la casita de la Selva, la plaza, el parque, el empedrado de la esquina de Bacacay, el Saavedra y el Calviño, los nefastos Centros de Detención Clandestina Talleres Orletti y El Olimpo, que escrachamos las veces que pudimos, las mueblerías yendo hacia Nazca, los negocios de sanitarios sobre la Av. Alberdi, el 4, el 86, el 5, el 36, el 63, el 2, el 92, el 96, el 104, el 114, el 85 que me ayudaban a ir y volver del resto de la vida, la placita de la Candelaria, el banco Provincia que conocí desde adentro porque vivía mi amiga Rosario, la casa de sepelios del Sr. que había sido presidente de la cooperadora de mi escuela primaria, el Blockbuster que antes fue Pumper Nic y al que alcanzamos a ir en algún tiempo recién empezada la secundaria, la calle Ensenada en la que vivió mi viejo una vez separado y en las que escuchábamos a Pappo y la Mississippi, All Boys aunque estuviera a 25 cuadras, la pizzería Bum que tenía rocola, las puertas de las casas que hacían de bar los viernes y sábados por la noche, la entrada del edificio que fue testigo de charlas, de tiempos al huevo, de besos, amores y amistades.    

Algunos dicen que afirmar que sos de barrio y estar orgulloso de eso es una gilada pero el barrio es el espacio público en el que te movés como si fuera tu casa, el lugar de juegos, de estudio, de aprendizajes, de amistades, de amores,  el lugar desde donde ves otras partes del mundo. 

Y yo amo a Floresta, mi barrio.